I’m a lucky man

Conocí a Jason Martines. No. Vuelvo a empezar: A Jason Martines me lo tropecé mientras flotaba a la deriva una noche de marzo entre Mallorca y Barcelona. No acabé de conocerlo. Era noche cerrada y yo estaba con una de esas tontunas que me dan de tanto en tanto: Navegar en solitario para encontrarme a mí mismo, que es una estupidez sublime, pero ya se sabe que los humanos no estamos muy bien diseñados. Mantenía un rumbo facilón, con viento suave por la amura de popa y la escora justa para que no se derramara el gin-tonic. De tanto mirar al infinito, queriendo verme mis adentros, divisé una estrella blanca y potente que brillaba por debajo del horizonte, y como eso no es posible pensé en un cardumen de calamares bioluminescentes, que en el Mediterráneo es improbable, así que tiré el culo del quinto gin-tonic por la borda y me acerqué a la luz.

—Hola. Buenas noches. Soy un náufrago —dijo Jason Martines asomando la cara por la cremallera de la balsa.

Mecánico, moreno, de mediana edad, robusto y, según él, con un magnifico acento inglés de Texas y un exquisito acento castellano de Bocas del Toro (Panamá). Jason, debido a su situación precaria, contaba con un apetito voraz. No volvió a articular palabra hasta liquidar una lata de fabada asturiana de medio kilo y devorar dos fuets que regó con una botella de tinto.

—Compañero —dijo—. Hace tres noches nos embistió un ferry de esos que hacen la ruta de Barcelona a Palma de Mallorca. De mi jefe y su señora no sé nada. Ojala estén bien.  

Llamé a la Guardia Civil mientras viraba hacia la costa. Jason se durmió en el camarote de proa. Su jefe, Hans Witz, un industrial alemán, junto a su esposa, había decidido estrenar su recién adquirido título de patrón de yate en una romántica singladura en la que Jason, en su calidad de mecánico, fue el convidado de piedra. Las estrellas, las putas estrellas, decía Jason, que tenían que ver el limpio cielo nocturno sin interferencias, había dicho su jefe, y apagó todas las luces del barco. Él se quedó dormido en cubierta y la pareja debió de dormirse en el camarote. Cuando oyó la sirena del ferry era demasiado tarde. Justo el tiempo para coger el bote y saltar. De su jefe y la mujer no se supo más. Sí se encontraron restos del casco. Se les dio por muertos.

Una semana después lo alojé en mi casa. Allí estuvo durante tres meses y pico, mientras resolvía, dijo, asuntos urgentes, y esperaba el cobro de un seguro de accidentes que le había hecho su jefe. Me pareció un hombre optimista; era agradable y, a la que te despistabas, se ponía a canturrear «I’m a lucky man, a lucky man, I’m a lucky, a lucky, a lucky man» metiendo esas palabras a la fuerza dentro de la melodía de «Send in the clowns».

Tuve ciertos problemas con mi negocio y, viéndome nervioso, dijo, no quiso seguir viviendo a mi costa. Una mañana se fue y ya no volví a verlo.

Ocho meses después un Jason sonriente susurrando «I’m a lucky man» apareció en las noticias de la noche: «Arriesgando su vida, este héroe anónimo, libra de una muerte segura al hijo de la conocida empresaria…». El descerebrado adolescente cogió el Porsche de su hermano mayor y salió a dar unas vueltas por el Tibidabo, cayendo por un precipicio. Jason, que circulaba por allí, descendió hasta el sitio y lo sacó del coche con tan solo unos arañazos, luego el coche ardió. La madre del muchacho quiso recompensar a Jason, pero este rechazó la oferta y le pidió un trabajo de confianza. A Jason lo vi en la televisión de tanto en tanto, acompañando a la empresaria cuando este salía en las noticias. Durante las navidades siguientes Jason pudo escapar a tiempo de la lujosa cabaña de madera que la familia de la mujer tenía en el Pirineo, pero nadie más se libró del incendio. La policía confirmó que las joyas de la familia se fundieron en el desastre.

En Cuenca, al cabo de un año, una rica anciana rentista se libró de sufrir un atraco y, posiblemente, una paliza mortal gracias a un hombre que paseaba por la solitaria calle donde la mujer tenía su palacete. A sido casualidad, dijo Jason a la periodista, La señora ha tenido suerte de que yo pasara por aquí, y soy un hombre afortunado. La mujer, condesa de condición y enamoradiza por vocación, hizo todo lo posible para que Jason se quedara a trabajar con ella, Usted ha de ser mi cuidador, esto ha sido una señal del cielo, dijo.

«La condesa de Tramoya fallece a causa de una intoxicación alimentaria. Su cuidador, un hombre sano y fuerte, se recupera en el hospital». Parece ser que la mujer legó la mitad de sus bienes a la Iglesia y la otra mitad a Jason. Un par o tres de sobrinos lejanos incordiaron durante un tiempo, pero al final desistieron. Definitivamente aquel tipo parecía un hombre con suerte.

Cuando años más tarde lo vi colgando de los restos de la cesta de un globo aerostático intentando no estrellarse contra los acantilados del Cabo da Roca, apenas lo reconocí. Estaba más gordo, calvo y con barba cana; su suegro y su esposa fallecieron al caer al vacío y estrellarse contra las rocas donde el Atlántico lame con furia el continente. Para entonces ya era el director gerente de la mayor industria maderera del continente y, de golpe, pasó a ser el propietario de un grupo de empresas que abarcaba las materias primas, la comunicación, las nuevas tecnologías y una farmacéutica. Nada hay mejor que casarse con la hija única de un vasto patrimonio. A pesar de los años estaba claro que aquel Jason era mi Jason. Antes de la rueda de prensa canturreaba «I’m a lucky man» mientras colocaba su perfil derecho frente a las cámaras.

Yo estaba en un bar del puerto de Palamós tomando una cerveza cuando una televisión local anunciaba en directo el hallazgo, junto a un pecio, de una gran maleta metálica con restos humanos y piedras. Tenía grabado el nombre de Hans Witz y los orificios de bala de los dos cráneos no dejaban lugar a dudas.

 

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