Rostisseria “Las amigas”

 

Sí, hay fallos de redacción. “Las amigas” es correcto, lo son. Rostisseria es una especie de engendro, debería ser Rotisería o abrazar el original francés “Rôtisserie”, pero eso en un barrio obrero de extrarradio es una puta gilipollez. Las amigas son amigas, y su negocio se abre a una pequeña plaza y está escoltado por tres bares, con tres terrazas de no más de cuatro mesas cada una. Dos ya son propiedad de unos chinos encantadores.

No sé cómo se llaman las amigas del negocio, pero ella, la de la cara picada de vete a saber  de qué cosa, se llama Rosa, lo escuché. Él nombre de él no lo he averiguado. Está claro que se aman y que bajo el porche de la Rostisseria, tomando una cerveza fiada y fumando un cigarro prestado, disfrutan del jardín, que es la plaza. Su mundo ahora es ese rincón, y su hogar un coche anciano y desvencijado donde ella duerme la siesta mientras él habla con los contertulios que tienen mesa de pago en los tres bares.

Rosa y él se besan cada poco, se cogen de las manos y ponen miradas de presente. Quizás, a ratos, de pasado, pero poco. Se besan y besan, y se abrazan. Es el momento, no ven futuro, y con cincuenta y bastantes, no queda relato. Un puto coche, amor y aguante. Eso es todo. Lo que fueron queda en los sueños, en una memoria perdida mantenida por dos mini pincher, dos perritos que, de noche, calientan los asientos del viejo coche y de día saltan de alegría por la plaza al salir el sol.

Y, bajo La Rotisseria “Las amigas”, Rosa y él, con sus perritos, dejan pasar el tiempo hacia donde no se sabe. Solo saben que se quieren.

 

 

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