Un cadáver entre lienzos

– Domingo 29 N 2015

No era la performance de un colega ultra moderno. Cuando comprendió que aquel rastro perfecto de manchas resecas y oscuras no eran de pintura, y que la figura yacente con los sesos asomando era un muerto, uno de verdad, la mente de mi tío, Julián Arias, retrocedió al verano de 2012, en el que, por deseo póstumo de su madre, indagó y descubrió que el padre que no había conocido, el que se debía de haber ahogado en un naufragio antes de su nacimiento, en realidad fue asesinado por su abuelo materno y por sus tíos. Esa era la única referencia a un asesinato que tenía disponible.

El ruido de las sirenas le devolvió a la realidad, y notó como la chica le tiraba de la manga y le decía: «Julián, Julián, ya están aquí. ¿Me oyes?». La chica era la encargada de la galería, ¿Cómo se llamaba? Ah sí, Olive, una joven culta, poliglota, alta y bella, que hablaba un castellano perfecto con el tono meloso de una parisina, una de esas mujeres tan alejadas  de la tierra que no se fijarían en él ni aun sabiendo que era un reputado artista;  de ese tipo de mujer que está tan por encima de lo humano que en seguida nota que, a pesar de las apariencias y la cuenta corriente, eres un señor de la clase que, al notar cierto tipo de gases en el abdomen, no se corta un pelo y los reparte con furia hasta en la mismísima entrega de un doctorado «Honoris Causa», y solo te observará como una rareza madura, calva y fofa. Al tío Julián la chica le recordaba a Lauren Bacall. El tío Julián es un hombre de seis mujeres, tres reales: su madre, fallecida en 2012, su mujer, fallecida en un estúpido accidente de tráfico en 2007, y mi tía Elvira, la única viva, y tres mujeres más, de celuloide: Ava Gardner, Lauren Bacall y Maureen O’Hara, lo que demuestra la amplitud de miras de mi tío.

Olive abrió la puerta para dejar entrar a dos mossos d’esquadra uniformados y a un tipo flaco, desliñado y barbudo que blandía una placa como quien ondea un pendón, era el inspector Palomo. La paz de la que había disfrutado Julián desde las cinco de la madrugada se truncó y dio paso a una actividad frenética de la que él era un espectador pasivo. El inspector Palomo lo había sentado en una silla junto a la pared, como si lo hubieran castigado en la escuela del pueblo y, con una extraña risita, le dijo: « Por favor, maestro, no se mueva mientras trabajamos.» Dijo «maestro» con una solemnidad pretérita y, durante unos segundos, Julián pensó que lo había confundido con algún torero jubilado.

—Julián ¿cómo estás? —Acababa de entrar Justina, la propietaria de la galería, una mujer pequeña y regordeta subida en unos carísimos y absurdos tacones de aguja, muy alterada. El comisario Palomo la castigó junto a Julián. Hacía más de diez años que Julián Arias no exponía en España, y llevaba dos años sin presentar obra nueva. A la exposición  que iba a inaugurar, Justina la había catalogado de acontecimiento, y se jugaba mucho en ello, no era cuestión de que un muerto matara la inversión. — ¿Qué ha pasado?

— ¡Y yo qué sé! —respondió Julián alzando los hombros. La noche anterior el pintor se acostó incómodo, algo en la distribución de los cuadros y las esculturas le disgustaba y no sabía qué era. Después de aquel verano de 2012 los recuerdos de su niñez volvieron con fuerza y de Julián se apoderaron el  secano, la piedra, la tierra, el olivo y la encina, la pizarra y el arroyo y, después de una vida con los pies en la orilla del Mediterráneo, decidió pintar la meseta y la Extremadura para homenajear a su madre y a su padre, el asesinado. Revisó a pintores como Rafael Zabaleta y viajó por la Castilla y la Extremadura del siglo XXI para reinterpretar esa pintura rústica, de sustrato. Un trabajo duro que estaba a punto de salir a la luz, y en el que algo no encajaba. Desvelado, a las cuatro de la madrugada se levantó de la cama y salió de la habitación buscando el móvil, abandonado, como de costumbre, en algún rincón del salón de su casa. Abrió la puerta  y se encontró en medio del pasillo del hotel de las Ramblas donde estaba hospedado, luciendo unos curiosos calzoncillos de margaritas frente a unas sonrientes muchachas eslavas subidas de alcohol. Su marchante de toda la vida, y sin embargo enemiga, un armario alemán llamado Uta Von Friedhof, le había obligado a dejar su casa de Garraf, frente al mar, e instalarse cerca de la galería debido a la natural tendencia del tío Julián a encerrarse con mucho bourbon en la nave donde tenía el estudio cuando se acercaban acontecimientos sociales en los que tendría que moverse entre decenas de personas desconocidas. Julián, al salir del duermevela y darse cuenta de la ridícula situación entró corriendo en la habitación del hotel, cogió su móvil, agradeció a las hadas de la noche que no hubieran cerrado la puerta de la habitación y llamó a Justina.

—Sé que es una putada, que no son horas y todo eso, pero tienes que abrirme la galería. Ahora. ¡Va Justina, guapa! A cambio de lo que quieras… —Justina, acostumbrada a excentricidades mucho peores que las de Julián accedió, y a las cinco el artista se quedaba solo en la galería buscando aquello que chirriaba en su mente. La luz: fallaba la luz. Una mala iluminación de la obra. Hizo pruebas y cambios, lentamente, a ritmo de amanecer, hasta que a las ocho en punto llegó Olive y descubrió el cadáver en el almacén.

Julián, harto de la silla, se levantó y quiso llamar por teléfono, pero no tenía batería. El policía que estaba a dos metros de él dio un paso adelante y levantó la mano derecha, como indicando que no podía moverse de allí. ¿Puedes llamar a Walter?, le preguntó a Justina mientras agitaba la mano buscando al inspector. Walter, el secretario de Julián, no contestaba, y a Uta, la marchante, ya la habían avisado, pero estaba en su casa, en Mallorca, y cogería el primer vuelo que pudiera. El inspector, al verle mover la mano, le sonrió y le saludó con la suya: Julián se volvió a sentar. En esos momentos la galería estaba atestada, policías de diferentes pelajes, forenses, letrados, camilleros… En la calle coches, una ambulancia, más policía, curiosos y una unidad móvil de la SER. ¿Cómo cabía todo eso en aquel callejón del barrio gótico? se preguntaba Julián, que se estaba poniendo nervioso al no poder localizar a Walter, su secretario, y por la falta de atención de la policía.

Olive, la encargada, salió del despacho de Justina con el inspector, y un policía la acompañó fuera de la galería. Julián vio como la chica entraba en un coche patrulla.

— ¡Joder! —Exclamó mirando a Justina—. Han detenido a tu encargada.

—No maestro, no — intervino riendo el inspector Palomo antes de que Justina reaccionara —. La llevan a comisaría para que repase tranquilamente su declaración, y la firme —Julián no entendía porque el policía se empeñaba en llamarle maestro—. ¿Conoce al muerto? —Y se quedó mirando fijamente a Julián, que durante unos segundos puso labios de arenque desconcertado.

— ¡Yo que sé! —Contestó Julián con desgana—. Si no sé quién…o sea, que no le he visto la cara.

—Dice la encargada que estaba usted aquí cuando ella llegó. ¿Es cierto?

—Sí.

— ¿Desde qué hora?

—Puesss…desde…

—Desde la cinco en punto, minuto más, minuto menos —intervino Justina mirando al inspector con cara de mala leche—, lo traje yo. Y eso ¿qué tiene que ver?

—Por orden. Vamos por orden —dijo el inspector— Venga conmigo maestro.

Julián entró con el inspector Palomo en el almacén. El cuarto era bastante grande y, en un lateral, cuatro armarios móviles guardaban las mejores obras de la colección personal de Justina, unas decenas más se apilaban sobre las paredes, dejando un pequeño pasillo ocupado por un cadáver exangüe que había dejado un copioso rastro  de glóbulos rojos nacidos a dos metros de la puerta trasera de la galería. Julián comprobó que, a quién fuera, le habían dado una brutal  paliza — Y también le han rajado la femoral —dijo el inspector—. Venga por aquí, y se colocaron de manera que podían ver la cara del tipo.

Julián negó conocer a aquel señor con cara y ojos de difunto mercenario de ex republica soviética, y siguió el camino de la encargada: coche policial y a comisaría, donde estuvo encerrado en un despacho durante más tiempo del que su vejiga podía soportar. Se notó sucio, solía ducharse por las mañanas antes de desayunar, y se sintió culpable. ¿Por qué, si no, lo tenían encerrado en  una comisaría? Abrió la puerta del despacho para amenazar a quien fuera con mearse en el despacho. Eran exactamente las doce en punto y, al asomar la cabeza, vio como el reseco inspector Palomo, serio y haciendo pendular un antiguo reloj de cadena que se anclaba a la trabilla de sus tejanos como si procediera de décadas olvidadas, se dirigía hacia él seguido por la inmensidad de Uta Von Friedhof, la bruja de Soller, la suegra de las Valquirias, su marchante, esa mujer que lo descubrió cuando apenas estaba acabando Bellas Artes y que manejó toda su carrera. Allí venía ella, agarrada a su rígido maletín negro, y vestida con un clásico traje chaqueta de pata de gallo, anulando con su envergadura a todo lo que la rodeaba.

—El policía Polomo me ha decido que puedes venir —le dijo Uta—. ¡Pues hala!

—Me estoy meando.

—Acompáñeme maestro —Se ofreció el inspector mirando a Uta como si quisiera obtener su beneplácito.

Julián vació su vejiga disfrutando de ese placer que se siente cuando estás al límite y resuelves. Pensó que era un placer similar al que sienten los héroes cuando se desligan de las ataduras del malvado y salvan al mundo en el último minuto; un orgasmo sin llegar a serlo, un orgasmo menor o, en ocasiones, mayor.

—Oiga, yo nunca he matado a nadie —le dijo al inspector al salir del servicio.

Palomo giró la cabeza mirando a Julián, hacia arriba. —Pues la mujer de «Tránsito al sol» no tiene muy buen aspecto y la herida de su cabeza se parece a la de nuestro muerto —dijo.

Julián tardó un rato en reaccionar. —Ese cuadro es de finales de los noventa y… ¡yo no he matado a ese señor! ¡No joda! ¿O sí?… Quiero decir que si… ¿soy sospechoso? —Su nerviosismo, no podía disimularlo, iba en aumento.

—En este planeta, maestro, todos somos sospechosos —sentenció el inspector.

— ¡Uta, Uta…Walter, Walter! —gritó Julián. Su secretario, al fin, había llegado y despachaba su exquisita e insultante elegancia a través de la comisaría, agarrado firmemente a su cartera de algún tipo de piel que Julián, de conocer la especie del bicho, hubiera reprobado; pero algo no andaba bien, la poca epidermis de Walter que asomaba por el traje de Armani estaba roja como una sandía; las manos y la cara eran un poema, los ojos reventaban. Sus escasos ciento sesenta centímetros aparentaban compostura, pero él no estaba bien.

—Podemos irnos a casa, Julián —aseguró Walter.

 

Lunes 30 N 2015-mañana

 

El tío Julián se agarraba fuertemente al cinturón de seguridad con las dos manos, como si eso le protegiera de algo. Uta no permitió que Walter condujera el Peugeot hasta el Garraf — Estás colorao —le dijo—. Tú te puedes infartear, pero Walter no infartó porque sus males no eran coronarios, eran de amor. Durante el veloz trayecto cayeron dos multas como dos radares que, días después, a Walter le parecerían puñaladas, en concreto una puñalada por cada punto de menos en el carnet de conducir. Era pretencioso creer que Uta fuera culpable de nada, y menos de una conducción temeraria, Walter creía que ni siquiera era culpable de no tener el carnet de conducir en regla. Mi tío intentó abrir la boca un par de veces, pero calló hasta que Uta dejó la autovía y encaró el pueblo, reduciendo la marcha de golpe con un chirrido del cambio de marchas que le puso los pelos de punta.

—Walter, ¿Quién es ese hombre? El muerto.

—Ni idea. Para nosotros, por ahora, no es nadie. Es cosa de los mossos…y tranquilo, que nadie te acusa de nada.

—Pero ese policía, el Palomo, no dejaba de…

—De dicirte Maestro —saltó Uta —, porque admirra las tus cosas, que él me lo dijo —Y clavó bruscamente el coche delante de la puerta de la casa de mi tío Julián.

Pili no estaba, era domingo, y Walter la había llamado para explicarle el asunto por encima. Pili es…, cómo decirlo…fue hace muchos años…no…, empezó trabajando en la casa hace diecisiete años y enseguida fue una más de la familia, sí, una más, y tras la muerte de Ainhoa, la mujer de Julián, se convirtió en una amiga y una especie de Pepito Grillo de mi tío. Luego, hace dos años, se lió con Gabi, el mejor amigo de mi tío…pero esa es otra historia. La cuestión es que Walter, cogió el coche y regresó a Barcelona, a su casa, a su querido ensanche, pero Uta hizo lo que Julián Arias más odiaba, dijo: Esta noche me quedo aquí. Lo de mi tío con Uta es un caso de estudio, llevan juntos desde que ella lo descubrió, si se puede decir así, a principio de los ochenta, cuando él tenía dieciocho años y ella la misma edad que ahora, y nunca se han soportado, en ocasiones podría decirse que se odian, muy raro para ser una de las relaciones marchante – artista más duraderas y lucrativas que se conocen. Así que Julián asintió, susurró en voz baja un: Me voy a trabajar, y salió por la puerta camino de la nave donde tenía su estudio, medio quilómetro calle abajo. Fue despacio, mirando al mar y meditando, pensando en el hombre muerto que le había parecido una performance. Él había visto morir a su mujer y luego a su madre y, desde luego, no le había parecido una performance. ¿Se había insensibilizado con los años, o era la distancia, el desconocimiento del sujeto? Llegó a la nave, fue directo a la nevera, cogió dos hielos y los bañó con su bourbon barato, luego me llamó.

— ¿María? ¿Puedes hablar? —dijo. Y a continuación me contó toda la historia de la galería y el muerto, y el inspector y…ya saben. Estaba preocupado por la exposición, creía que Justina, la galerista, la cancelaría por lo del asesinato, porque eso iba a salir en la prensa sí o sí. ¿Pues llámala?, le dije seca; y más preocupado aún, sino histérico, por su improbable culpabilidad. Tío, estás paranoico, vete a dormir de una puta vez y llama a Justina mañana, le contesté harta. Es que me había cogido en un mal día, acababa de echar del piso al tercer imbécil del que me había enamorado, soy mucho de enamorarme de imbéciles, y para colmo se me adelantó la regla. Tío Julián, en realidad, no es mi tío genéticamente hablando, es más un mecenas. Resulta que mi familia es del mismo pueblo que la suya, y mi tía Elvira, la hermana de mi madre, y él son quintos, no cervezas, no, sino personas nacidas el mismo año, que antiguamente se les decía quintos. Vamos, que se conocen desde los pañales, y años más tarde, en la adolescencia, tuvieron sus más y sus menos en cosas de amoríos y, posiblemente, algunos años más tarde hasta follaron. Unos amigos íntimos de esos de verdad. En casa las cosas no iban muy bien económicamente y tío Julián, al ver que lo mío era la escultura, se ofreció a pagarme los estudios y un piso en Barcelona. Dejé Bilbao y, desde entonces, estoy aquí. Me hace gracia, cuando se mete en alguno de sus berenjenales mentales no llama a Walter ni habla con Pili, no, primero me llama a mí, a una tía de veinte años que se enamora de imbéciles. A veces malpienso y veo una genética común…pero no, no me imagino a mi madre y al tío Julián…salvo si miro fotos suyas de juventud, cuando tenían pelo, delgadez y tersura…dejémoslo.

Los golpes de Uta aporreando la puerta de la nave sonaron en los oídos de Julián como un leve ronroneo que lo sacó del sopor etílico. Eran las diez de la mañana del 30 de noviembre y, cuando reparó en el barullo que había fuera, salió despacio del saco de dormir que guardaba siempre en el estudio y que, por algún motivo, le recordaba a Maureen O’Hara. Antes de que pudiera quitarse las legañas oyó como una llave giraba en el bombín de la cerradura. Esa era Pili, que había bajado detrás de Uta y de Walter para evitar que la teutona hundiera la puerta, no sería la primera vez.

Duchado, afeitado y vestido, tomó su café doble de cada mañana y escuchó. La exposición se inauguraría como estaba previsto, en cuatro días, sin problemas; lo único es que la policía pedía el cierre de la sala durante ese tiempo si era necesario. Uta se iba a Madrid, a mi tío se le iluminó la cara y le cambió el humor, y el único compromiso que tenía era ir a cenar con Justina y con un conocido empresario, un auténtico coñazo, pero bien. Trabajaría a gusto, se despidió de todos y regresó al estudio. En una enorme mesa de caballetes tenía esparcidas decenas de hojas de diferentes tamaños, bocetos de un encargo importante que suponía cierto reto técnico. El sol entraba por las claraboyas y entibiaba el ambiente; en esas condiciones tío Julián podía pasar horas concentrado en el trabajo, sin acordarse de comer ni de beber. Pili sabía oler esos momentos y le bajaba una bolsa con algún plato o algún bocadillo, se quedaba allí vigilando hasta que Julián se lo había comido todo. Ese día, hacia la una y media, Julián oyó la puerta a sus espaldas y dijo: Pili, guapa, que no tengo hambre.

— ¡Pues no coma, maestro! —Julián dio un brinco, se le puso la piel de gallina y, sí, al girarse vio como la silueta del inspector Palomo se recortaba en el umbral de la puerta.

— ¿Qué hace aquí? ¿Pasa algo? —mi tío se puso a sudar y empalideció, se veía arrestado por asesinato, le empezaron a picar las muñecas mientras pensaba que le iban a poner las esposas de un momento a otro.

—La criada me ha dicho…

— ¿Qué criada?

—La señora que está en la casa.

— ¡Ah, Pili! Sí, trabaja para mí pero no es una criada, es una amiga.

— ¡Aaaah! —El inspector Palomo dibujó una sonrisa cómplice que Julián no supo captar. —Así que aquí es donde trabaja. ¿Qué grande, no?

—Sí,… pero ¿qué quiere?

—No…que he venido para decirle que ya sabemos quién es el muerto.

— Pues podría haber llamado por teléfono.

El inspector caminaba por la nave despacio, con un paso reverencial, mirándolo todo con detalle.

—Muy grande…Mire que yo —dijo Palomo— siempre pensé en algo más íntimo, con un caballete y una caja de pinturas, y una paleta de esas de madera con un agujero para meter el dedo…

— ¡Ya! Eso también, pero para según qué proyectos se necesita espacio y…pero va a decirme quién es el muerto…

— ¡Claro! Y usted, maestro, posiblemente lo conoció —Julián se puso a sudar de nuevo—. Se llamaba Esteban Coroto y era montador, trabajaba instalando armarios móviles, de esos que hay en los almacenes de los museos, como los que tiene su galerista en el almacén donde encontramos el cadáver.

—Yo…seguro que yo…yo no conocía de nada a ese hombre.

—A lo mejor de vista; era un beato que pasaba las horas libres en la parroquia de Bellvitge, vivía allí, y el párroco es amigo suyo ¿No?

Hacía cuatro años que Julián no veía a Oriol Maceta, el párroco de Bellvitge. Oriol, el pater macetas, y la mujer de Julián se conocían desde niños, y ella había colaborado con la parroquia en el reparto de ropa, recogida de alimentos y cosas así. El inspector Palomo continuó: El muerto tenía alguna cosilla antigua, por hurto, y muchas deudas, muchas, además, la señora Justina, resulta que tenía cinco dibujos de Picasso que ya no están. Un poco raro lo de su galerista, maestro, dice que fueron un regalo de Picasso a su abuelo, que siempre estuvieron en el salón de su casa y nunca fueron tasados ni asegurados, yo de usted averiguaría si lo que tiene para exponer está asegurado o no; estamos revisando fotos de las navidades y los cumpleaños de la galerista, a ver si salen los dichosos dibujos. Las cámaras de seguridad de la galería las anularon desde dentro y el finado pudo ver el código de la alarma cuando salió a las diez con la encargada esa que parece una modelo, y, según dice ella, el muerto se presentó motu proprio diciendo que era la fecha de revisión de los armarios. Blanco y en botella: Un robo que acabó mal para Esteban Coroto. Ahora nos toca a nosotros los detalles para dar con el asesino y con los dibujos. Bueno, maestro, ya le he dado novedades. Tengo que irme.

Tío Julián cerró el estudio y salió disparado hacia su casa, estaba rojo como una gamba de Palamós, entró tropezándose y se dio de bruces con una maleta que ocupaba el hueco de la puerta del salón. Desde el suelo miró hacia delante y soltó: ¿Tú qué coño haces aquí? dirigiéndose al tipo que abrazaba a Pili. Aquel hombre era Gabriel Santillana, para mi tío el capullo que a los seis años le había robado el bocadillo de mortadela; afortunadamente todo acabó bien y ahora era Gabi, su mejor amigo y, desde hacía dos años, amante a distancia de Pili.

—Vengo a ver si por fin te robo a esta chica, y resulta que te entretienes  asesinando gente por las galerías —Tío Julián enrojeció aún más y se puso a hablar atropelladamente, que si ha venido el Palomo, que me ha contado esto, que creo que me miente y, en el fondo, me acusa, por qué sino viene hasta aquí a contarme eso, yo no inauguro, que me voy a Italia, que me va  a dar algo, que ese policía es muy peligroso…Gabi lo tranquilizó con una copa de rioja—. Vamos a comer, anda —Los tres bajaron al trasunto de restaurante donde Julián come en raras ocasiones por ocho euros. Porque tío Julián es muy generoso con los demás, pero en él gasta menos que el yeti en bufandas, es un hombre de un solo capricho, la «Flor de jara», un velero de once metros de eslora, y todo de madera, carísimo, una joya que usa para evadirse. Pili estaba nerviosa, Gabi había aparecido por sorpresa; harto de tanto ir y venir de Madrid a Barcelona, había pedido el traslado y se lo habían concedido, se haría cargo de la Unidad de Cultura Científica del CSIC, en la calle Egipciacas, al lado del mercat del Borne. ¿En serio? Inquirió Julián, y tú Pili, dijo mirándola, ¿por qué no me has dicho nada? Yo no tenía ni idea, respondió, Julián se giró a Gabi, Tú eres gilipollas, le soltó, y Gabi respondió, Sí, normalmente el gilipollas eres tú, pero esta vez la he cagado, ¿Y tú qué opinas? Le dijo Julián a Pili, Que es gilipollas… pero bien, y le cogió la mano. La ensalada desaliñada y la escalopa aceitosa no dieron mucho juego, así que volvieron a casa de Julián y se pusieron a hacer planes de traslado.

 

-Lunes 30 N 2015-tarde

El inspector Palomo miraba  hacia la Avinguda de María Cristina desde la ventana de la sala de la comisaría de la Plaça d’Espanya, se preguntaba cuándo llovería, acababa noviembre y no se había visto el otoño por ningún lado; La feria del automóvil de ocasión estaba teniendo un gran éxito a pesar de la crisis, ¿cuántos asesinos habría entre aquel enjambre de feriantes? El pringoso xuxo que sostenía con desgana le había dejado la mano pegajosa: Mierda, dijo en voz alta mirando a dos compañeros que repasaban un dosier, voy a lavarme las manos, pero en ese momento entró en la sala la intendente Nuria Pou perfectamente uniformada, y Palomo, mientras sus dos compañeros se ponían de pie, metió de golpe el resto del donut en la boca y se limpió la mano en la culera de su ajado tejano. Era una posibilidad que él no había contemplado, que los de investigación de patrimonio le enviaran a su ex mujer para llevar el caso de los Picasso.

Nuria Pou sonreía con guasa mientras el inspector Palomo exponía los hechos. Un muerto, Esteban Coroto, con deudas cuantiosas y conocimiento de la existencia de los Picasso, acceso a la casa de Justina y a la galería; con posibilidad de averiguar la clave de las alarmas de ambos lugares y poco sospechoso para la galerista. Por una disputa o por cualquier otro motivo, tras el robo, la otra parte, ya fuera uno o fueran más, le abrió la cabeza en el callejón con la tabla de un palé, lo arrastró hasta el almacén de la galería y se largó tan contento con los dibujos.

—Ahora yo intentaré hacer mi trabajo —dijo Palomo—, y si tú encuentras los dibujos, premio para ti, y, de paso, me facilitaras encontrar al asesino.

Nuria Pou miraba las fotos del dossier, ampliaciones de mala calidad hechas a partir de las fotos caseras de Justina y de su familia.

— ¿Quieres decir que son auténticos?

— ¡Y yo qué coño sé! —respondió Palomo alzando los hombros.

—Joder, es que así, sin asegurar ni catalogar, y encima una galerista experta, una profesional, es raro. Pero bueno, a por ello. Deberías dejar los donuts y lavarte la ropa más a menudo —Se levantó y se fue.

 

Walter llevó a Uta desde Garraf hasta el aeropuerto y aguantó estoicamente los bufidos y quejidos de la teutona, perpetuamente cabreada con mi tío Julián. Descargado el bulto, como él decía, condujo hasta su casa, se duchó, comió una ensalada de canónigos revuelta con torta del Casar, que era como comerse a una oveja pastando, y la acompañó con un vaso de agua del grifo, la magnífica agua del grifo de Barcelona, que, en su día, le recomendó su médico de cabecera, le tendría manía por algo. Luego, sin agenda de por medio, durmió la siesta. A eso de las seis de la tarde sonó el despertador. Walter llamó a Julián por si tenía que llevarlo a la cena con Justina y el empresario. No hacía falta, Walter soltó aire y se fue a duchar. A las ocho en punto, con un traje chaqueta azul ultramar y chaleco a juego, en el que resaltaban el pañuelo y la corbata color mandarina, Walter aproó resuelto hacia el Tiro de Teo, un local del ensanche barcelonés mezcla de bar de tapas, copas y música en directo, resopón y bar de ambiente. El local, con una bandera arcoíris en el dintel, se abría por dentro espacioso y sobrio, con una larga barra que desembocaba en un amplio espacio de mesas informales acotadas por sillas y sillones variopintos, cada uno de su padre y de su madre, eso sí, con mucho diseño encima. Una pequeña zona de baile y un pequeño escenario conformaban el fondo de la cueva. Al entrar Walter tan solo había dos clientes en la barra, era pronto, uno era Carlitos Sopelana, que estaba hablando con un tipo calvo que tenía el cuello de la misma anchura que los hombros y los hombros de la misma longitud que su estatura, era un paralepípedo con corbata.

—Nosotros hemos hecho el trabajo y queremos la pasta. ¡No me vengas con hostias! —escuchó Walter que Carlitos le decía al otro tipo.

—Mira, no me toques los cojones, lo que quería no lo tengo. A partir de ahora me encargo yo…y tú con los putos dibujos te puedas dar por bien pagado… ¡Venga, vámonos! —respondió el tipo mirando a Walter y dándole un manotazo en el codo a Carlitos.

Walter se quedó solo en el bar y silbó el Dama Dama de Cecilia hasta que Teo salió de la cocina. Walter dijo: ¿Una pareja nueva?, No sé, respondió Teo, El calvo no sé quién es, el otro es Carlitos, hasta hace un rato un hetero del barrio que iba con una tía de miedo, ¿Qué quieres?

—Tenemos que hablar en serio, cariño.

—Ahora no, ni de coña, que me viene todo el jaleo —contestó Teo con sequedad—. Ven a mi casa mañana por la mañana.

—Sabes que no puedo, maricón. ¿No vienes a dormir esta noche?

—Ni se te ocurra montarme el pollo Walter, ni pienso ir a vivir contigo ni pienso hacerme monógamo. Estoy bien así, y si quieres aceptarlo, bien, si no…

Entró un grupo y Walter, rojo de ira, se levantó de la barra y se fue.

— ¡Cabronaza! —fue su último adjetivo.

Quería emborracharse y no podía, al día siguiente trabajaba, y él era Walter el secretario de Julián Arias, la persona que lo lleva por el camino recto, el hombre que gestiona los asuntos de un pintor que lo único que conoce del mundo es el pin de su tarjeta de crédito y, por desuso, posiblemente ni eso; el que puntual e impoluto se presenta, cuando toca, en Garraf, para vestirlo adecuadamente a las circunstancias del día y llevarlo en el coche adonde marca la agenda. Era impensable que al día siguiente pudiera tener algún resto de alcohol en la sangre, así que se encerró en casa, corrió por la cinta llorando de desamor, se cenó un huevo pasado por agua escuchando la radio y antes de acostarse se masturbó delante del ordenador.

 

Pili y Gabi se habían ido y mi tío Julián, mientras se hacía un gin tonic, murmuraba para sí: Mierda de cena, mierda de cena, mierda de…Se lo tomó asomado a la terraza mirando al puerto e intentando pensar en nada. Con el segundo gin tonic subió a su habitación y vio horrorizado la chaqueta almíbar, el pantalón plátano y la camisa piel de sandía que Walter le había dejado sobre la cama, negó con la cabeza y, como Walter no se iba a enterar, se puso un tejano, una camiseta negra de Star Trek y su chaquetón marinero de lana. En la estación de cercanías compró con la visa una tarjeta multiviaje, Pili le había dicho que era la mejor opción para él, pero Julián es algo que sigue sin tener claro, ya que normalmente las pierde tras usarlas dos veces. A veces no las pierde, a veces se las quito yo. Julián, con los gin tonics y el traqueteo del tren, se amodorró y llegó frito a la estación de Sants, si Justina no hubiera estado allí seguro que no tendría ni idea de que hacía en Barcelona. Caminaron unos pocos minutos hasta un restaurante cercano a la estación, Justina le preguntó: ¿Qué le pasa a Uta? Tendría que estar en la cena, al fin y al cabo si cerramos el acuerdo yo tendré que negociar la comisión con ella, no contigo, No lo sé, respondió Julián, hace un tiempo que está más cabreada que de costumbre y viaja mucho a Madrid, no sé, Oye, ¿Cómo vas dejando unos Picasso  por cualquier sitio sin asegurar ni nada? ¡Ya, ya!,  contestó, son cosas de familia, y si piensas que son falsos, pues no, no lo son.

 

El restaurante era pequeño y acogedor, especializado en arroces, y la mesa que había reservado el empresario estaba en un rincón apartado, discreto. Allí estaba sentado un hombre que no debía haber cumplido los cuarenta años, con traje gris merengo y corbata verde, al verlos se levantó y se adelantó hacia ellos, Justina, dijo, buenas noches, buenas noches, respondió ella, Julián, te presento a Albert Camarasa i Codina, presidente de BioTechCodina, Albert, este es Julián Arias. Al estrecharse las manos Julián, que jamás prestaba la más mínima atención a este tipo de compromisos, cayó en la cuenta de quién era aquel tipo y respiró hondo, como queriendo llevarse todo el oxígeno posible para no tener que respirar el mismo aire durante la cena, y el empresario arqueó las cejas cuando Julián se quitó el chaquetón y emergió Spock haciendo el saludo de los vulcanos sobre la frase «Live long and prosper». Tras unas molestas banalidades y formalismos, se pusieron de acuerdo en pedir una ensalada y un arroz de bacalao, el vino lo eligió Justina, que por algo era natural Roa de Duero, en  medio de la comarca de la Ribera de Duero, y se las daba de experta en vinos. El asunto de la cena era simple, BTC, como se conocía a la empresa de Albert Camarasa, estaba construyendo su edificio corporativo en las afueras de Dublín y, este, quería una especie de enorme retablo alegórico para la lujosa entrada de la sede. Julián asentía de tanto en tanto mientras daba cuenta del arroz con bacalao y pensaba en aquel empresario joven al que todo el mundo ponía como ejemplo de hombre hecho a sí mismo. Era innegable que era un tipo inteligente y listo, y que había fundado su empresa de la nada, o eso es lo que quería creer todo el mundo, porque la enorme fortuna de su familia había colaborado, y mucho, pagando todos los fracasos iniciales y contratando especialistas brillantes con grandes sueldos cuando BTC aún tenía pérdidas cuantiosas. Los Camarasa eran burgueses catalanes del textil que supieron reconvertirse al naval  en el momento adecuado, y después a la construcción. Su único hermano estaba siendo investigado por donaciones ilegales a partidos político y Albert se acababa de largar con la sede a Irlanda, por el asunto de los impuestos, lo que Julián entendía como una peligrosa familia ejemplar y de prohombres a imitar. Sobre el cobro, ya lo hablaré con su marchante, a ver si podemos hacerlo de manera que los impuestos no nos coman, dijo Albert, No, respondió mi tío, lo habla conmigo, me extiende una factura a mi nombre, con el importe total, yo liquido mis impuestos y usted los suyos y después pago a mi marchante y a Justina, todo negro sobre blanco, respondió mi tío con la copa de vino en la mano, En esto Uta no tiene nada que decir, ¡Salud! dijo alzando la copa. Camarasa levantó la suya con una sonrisa congelada sobre su cara de palo mientras Justina sonreía mirando alternativamente a uno y a otro.

Hasta que acabó la cena Julián, que no tenía nada que decirle a aquel hombre, calló de manera educada escuchando la perorata interminable de Albert Camarasa y las risitas forzadas de Justina. ¿Cómo se puede estar tanto tiempo hablando cuando sabes que no tienes nada que decir? pensaba Julián ¿Y qué coño estará explicando? Mientras, su cerebro ya estaba calculando el calendario de ejecución y solucionando problemas técnicos con el otro proyecto grande en el que trabajaba. Justina y Albert Camarasa pidieron un taxi y Julián fue caminando hasta la estación de Sants, eran las doce menos cuarto y por la calle solo quedaban algunos paseantes de perros rezagados, mendigos intentando dormir sin que les atacaran y unos gitanos de Sants cantando rumba en un bar abierto, gente de bien en general, pensó Julián reconfortado. En el tren hizo un soberbio esfuerzo por no dormirse, no le apetecía despertar en Vilanova i la Geltrú y ver salir el sol desde el banco de la estación. ¿Tendrá razón María cuando me dice que tengo un sentido de la ética y de la integridad absurdamente irritante? ¿Será culpa de los jesuitas como dice Gabi? ¿Es un sustituto a mi falta de Dios? ¿Soy tonto como asegura Kossi? A tomar por culo, si no les gusta que se jodan.

 

– Martes 1 D 2015-mañana

En el estudio de mi tío, que es una nave industrial muy grande, tengo una zona de trabajo en la que boceto, modelo y ejecuto proyectos, suelo ir los fines de semana que no estoy con un imbécil y días entre semana con clases anodinas. El martes 1 de diciembre era uno de esos días tontos y me presenté a las ocho de la mañana. Pili acababa de llegar, mi tío estaba durmiendo.

— ¿Y Gabi? —pregunté.

—Llevando a Rubén al Centro. Se ha empeñado —respondió Pili. Pili tenía un hijo, Rubén, de diecisiete años, con parálisis cerebral, un chaval estupendo, cachondo y comedor compulsivo de monas de Pascua. Fue el regalo que le dejó a Pili un hijo de puta polígamo en el año…pero esa es otra historia.

Bajé al puerto, recibiendo al sol en un diciembre extraño y caluroso, en busca de Kossi. Yo quería dominar la soldadura, y para eso nadie mejor que Kossi, que, además, está como un caramelo. Kossi es un buscapapeles nacido en Togo, es bueno en tres cosas: mantenimiento de barcos, soldadura y escultura en madera…y creo que también es bueno en alguna otra cosa pero no he…dejémoslo. Cuida varios barcos del puerto, entre ellos la «Flor de Jara» de mi tío, y suele colaborar con él en algunos proyectos, aunque mayormente se emborrachan juntos. Reconozco que ponerme una pantalla de soldadura en la cabeza y colocarme un peto y unos guantes de protección, me hacen sentir como una súper heroína, si a eso le juntamos el calor de un invierno anómalo, el calor de la soldadura y el roce, hombro con hombro, con Kossi, no es extraño que cuando aparecieron Gabi y mi tío para pedirle que se fuera con ellos a dar una vuelta en la Flor de Jara, saliera corriendo con la cara color violeta, que es el color que coge Kossi cuando se ruboriza, dejándome sola.

 

Tío Julián, Kossi y Gabi navegaron en silencio, con viento escaso en una mañana tranquila y soleada, escuchando las olas chocar contra el casco y el viento susurrar en las velas, el sonido del silencio, como decía mi tío, hasta que arriaron velas en medio de la nada y se dejaron mecer tontamente.

— ¿Lo tienes claro? —le preguntó Julián a Gabi.

—…Hasta que tomé la decisión sí, ahora dudo —respondió su amigo.

— ¿Lo qué? —intervino Kossi con cara de no saber mientras abría la nevera azul.

—Que Gabi se viene a vivir a Barcelona, con Pili —dijo Julián cogiendo una cerveza helada.

— ¡Muy bien! —exclamó Kossi sonriendo—. Ahora serás catalán y puedes dar a mí tus papeles de español. Algo es algo.

— ¡Ja! ¡Además eso! Has llegado en el momento ideal, con la independencia encima de la mesa y un lío parlamentario de cuidado. Te compraré una barretina para que te camufles.

—Mira, pásame el abrebotellas y no me toques los cojones, que en eso somos iguales. Me importa una mierda cómo se llame el sitio donde vivo y si es independiente o no, mientras a ningún tarado se le ocurra irse de la olla; y no tengo claro que los de Madrid y los de aquí anden cuerdos.

—Vale, vale. Deja el mitin y dale tus papeles a Kossi, a ver si cuela y deja de vivir de incógnito, que no quiere volver a Togo.

—El negro no vuelve a Togo ni  «jarto vino» que tú me dices —saltó Kossi mirando serio a Julián— Yo me quedo a cuidar «La Flor de Jara», y a soldar y pintar contigo, hasta gratis.

—Ya solo te quedan tres meses para cumplir los tres años aquí. Vamos a montar una fiesta de la hostia cuando te den los papeles.

 

Yo estaba rebozada en arcilla haciendo entrar en razón a una cabeza de caballo de barro cuando entró Uta en el estudio, al mirar hacia la puerta el sol me dio en los ojos, pero la manera de abrir la puerta, como si un tanque aplastara un nido de ametralladora, era inconfundible. Luego la mirabas, tan alta, rubia y con esos trajes chaqueta tan elegantes y esos tacones de aguja que la elevaban al rango de valquiria, y hasta podía caerte bien.

—Quierro hablar contigo, niña —dijo dejando, o estrellando, su negro maletín rígido contra una mesa de caballetes. Dio cinco zancadas hacia el sofá—. Ven a sentarte conmigo.

En un tono meloso que yo jamás le había oído Uta empezó a alabar mis esculturas, mi habilidad, mi juventud y mi perseverancia; jamás me habían dado tanta coba; ni siquiera los imbéciles con los que me acostaba. Pasó a hacer un retrato hagiográfico de Julián, a loar la suerte que he tenido al estar protegida por un mecenas como él, y a deslizar, como si nada, la existencia de una afinidad casi genética entre los dos. Eso me molestó.

— ¿Quieres venderme algo? —le pregunté levantándome del sofá.

— ¿Porqué tú dices eso? Solo que me gusta lo tuyo, y quierro hacerte un contrato que es muy bueno para ti. Ya va siendo el hora de que tengas marchante ¿No crees?

Me reí tanto que Uta se quedó desconcertada durante un rato, volví con mi cabeza de caballo esperando a que se marchara del estudio. De espaldas a ella escuché como cogía el maletín, y lo abría.

—Pero podrías, al menos, leer lo contrato de colaboración. Es muy…suave y bueno para ti —insistió—. Hay dentro de dos meses una colectiva en Sevilla que es perfecta para que te hagas conocer.

Se estaba poniendo realmente pesada y casi le cojo el contrato de las manos para leerlo. Por suerte llegó mi tío Julián, con la calva y la cara rojas, como un tomate, ¿qué le costaría ponerse una gorra al salir con el velero? Al verme me guiñó un ojo, cogió a Uta del brazo y la sacó del estudio.

 

El inspector Palomo miraba alternativamente el Mundo Deportivo y una biografía de Lucian Freud y dudaba. Era la hora del almuerzo y, esta vez, no pensaba perdonarla. Era martes, los titulares del periódico sonaban a pasado, así que abrió la biografía, se caló las gafas para definir mejor un espléndido autorretrato del artista e hincó el cuchillo en un hermosos donut de chocolate. Entonces sonó su móvil: ¿Palomo? dijo una voz femenina, Vete a la mierda Nuria, que tengo un nombre, le respondió el inspector a su ex, ¿Qué quieres?, Los dibujos, dijo Nuria Pou, Nadie los ha visto nunca, ni les suenan, hemos hablado con los mejores: coleccionistas, restauradores, historiadores, nada, nada de nada, no tenemos nada.

— ¡Tú no tendrás nada! —Palomo alzó la voz y los clientes se giraron a mirarlo—, yo tengo un muerto ¡coño! Llama a Francia. El abuelo de la galerista conoció a Picasso en Francia.

 

Walter se acercó al «Tiro de Teo» a la hora del aperitivo, el local estaba medio lleno y Teo, desde la barra, no le quitaba ojo a Carlitos Sopelana, que estaba sentado en una mesa con una botella de agua.

—Teo…Teo… ¡Teo! —Y Teo se giró hacia Walter—. ¿Qué miras tanto? ¿No era hetero?

—Ya, pero está como un queso, y la chica hace dos semanas que no viene por aquí. ¿No querrás bronca?

—No tienes remedio. Ponme un vermut casero y unos boquerones.

— ¿Y ya está?

Walter quería disponer para la tarde de un discreto reservado que había en el local, tenía una reunión con Justina Y Uta, y podría haber gritos. Ya de paso aprovechó para pedirle a Teo que volviera a su casa y sugerirle que firmaran un pacto de promiscuidad tolerada, con unas ciertas normas y condiciones.

Un hombre elegante, de pelo blanco y con bastón de mango de marfil, entró y se sentó en la mesa de Carlitos.

— ¡Ves! — dijo Teo sonriendo— Hay posibilidades.

Carlitos le dijo al caballero elegante: Imposible, no los tengo, no puedo tocarlos por ahora. Y el caballero, agitó su bastón, se levantó y se fue.

 

Detrás de un banco del Turó Park, un conocido parque de Barcelona, hay un árbol con el tronco medio hueco que se usa para practicar el BookCrossing, el intercambio de libros gratuitos que se dejan en lugares públicos de la ciudad. Allí se presentó el tipo que era un paralepípedo con corbata, asustando a un mirlo albino que picoteaba el suelo. Metió la mano en el hueco del árbol, sacó un libro y siguió caminando por el paseo; lo abrió, sacó una nota, tiró el libro a la basura y se comió el papel, lo que le abrió el apetito, así que entró en un bar y mientras consultaba en su Smartphone la manera de ir en transporte público hasta Sant Adrià del Besos, se comió un bocadillo de beicon y queso con una cerveza. En el trayecto del Metro escribió algo en francés en una libreta pequeña, con letras mayúsculas y faltas de ortografía, más de las usuales en él. Entró en un club de boxeo de un polígono industrial y habló con un deportista: …Le das este papel y, cuando lo lea, te lo comes y le das dos minutos. Si no responde lo motivas un poco, pero sin pasarte, sin complicaciones, si tampoco acepta lo dejas. El boxeador asentía de manera continua, como esos perritos «made in China» que se colocan en la bandeja posterior de los coches.

Al paralepípedo le volvió a entrar hambre y bajó hasta el paseo marítimo de Badalona para meterse entre pecho y espalda un arroz negro para dos y rematarlo con crema catalana y Marc de Cava. Parte de su trabajo estaba hecho; esperaba que todo fuera bien y poder cogerse una semana de vacaciones para visitar a su hijo de cuatro años, que vivía en Oslo con su ex. Le llevaría un tren eléctrico… no, mejor un dron, que estaban de moda, aunque el tren eléctrico…el abuelo había sido ferroviario. Las dos cosas, decidido.

El boxeador se fue a comer a su casa y sentado en la cocina con un filete tieso y una tonelada de patatas fritas, escribió diez veces en diez Post-it: Parroquia de Bellvitge, Línea 1 del Metro, parada Bellvitge. Fue leyendo en voz alta y despacio cada uno de ellos, y se los fue comiendo todos, menos uno que enganchó a su llavero para comérselo al salir de casa; era un sistema de memorización que venía utilizando desde el KO que lo llevó al hospital en…miró el papel enganchado a la nevera con un imán…2011.

 

– Martes 1 D 2015- tarde

Pasé la tarde trabajando con mi tío y con Kossi. Mi tío, de vez en cuando, se erguía, nos miraba y carraspeaba, como si quisiera decirnos algo, pero volvía a la faena. No fue hasta última hora, a eso de las siete y media, que dejó lo suyo, preparó dos whiskys y un Gin tónic, volvió a carraspear y empezó a hablar.

—Es que…a ver qué os parece…veréis, resulta que he decidido dejar de pintar —Kossi y yo abrimos los ojos como platos—, bueno… no exactamente, dejaré de hacer ciertas cosas. ¡No! dejaré de hacer las cosas de cierta manera, eso es. Es que voy a hacer una fundación y pienso dedicarme básicamente a ella. Una fundación para apadrinar a chavales con dotes artísticas y con situaciones personales complicadas.

— ¿Eso se te ha ocurrido ahora? —Le pregunté—, porque tú te vas a morir si no pintas.

—No, María, el proyecto está muy avanzado, de hecho la fundación se constituirá en primavera, la hemos parido entre Adrián Urramendi y yo…

— ¿El barítono? ¿De qué conoces tú a Urramendi?

Yo estaba acostumbrada a ver a mi tío en casa o  trabajando en el estudio, solo o con Kossi, como mucho con Pili, Rubén, Gabi o Walter. Jamás había pensado que un tipo tan asocial pudiera tener otros conocidos, pero, claro, era toda una vida de trabajo, y era un artista famoso, debía de conocer a mucha gente.

—He trabajado mucho —Siguió diciendo— y me lo han pagado muy bien, a veces pienso que demasiado bien. Ahora quiero pintar sin presión y ayudar a gente con talento y sin recursos, que hay a montones. Eso significará dejar a Uta, que es lo que peor llevo, porque le debo casi todo lo que he logrado y por lo furiosa que se puede poner. A Walter lo pondremos en la fundación, es muy valioso,  y a ti, Kossi, que te mueves bien entre la gente que lo tiene jodido, quiero que seas nuestro ojeador, un buscador de talentos…

¡Y lo había llevado todo en secreto! increíble. Tú veías un pintor compulsivo y una persona inútil, que tenía que llevar muletas por la vida, sus muletas eran Walter y Uta, y resulta que tenía un mundo propio que no conocíamos. Después de la confesión el Julián de siempre volvió a tomar el mando y yo regresé a Barcelona dejando a mi tío y a Kossi adorando una botella de Bourbon y mirando con recelo una lata de berberechos que parecía fabricada a principios del siglo XX. Me acosté feliz por no tener al lado a ningún imbécil y, a la vez, triste por no poder acariciar ni siquiera a un imbécil.

 

Walter, de pie en la puerta del «Tiro de Teo», recibió una llamada de Justina anulando la reunión, estaba con su abogado valorando denunciar a la empresa de seguridad que custodiaba la galería. Uta bajó de un taxi y, contrariada al enterarse de la anulación, le pidió a Walter que la acompañara a dar un paseo, bajaron hasta la calle Sepúlveda y continuaron en dirección a la Ronda de Sant Antoni. Walter no salía de su asombro, la hermana de Uta, porque Uta tenía una hermana, una irresponsable con el cráneo vacío y especialista en meterse en follones, su hermana estaba encarcelada en Marruecos por tráfico de drogas, la habían cogido junto a un belga mucho más joven, con el coche de ella llenito de hachís. Estaba condenada a una pena de once años de cárcel y a pagar una multa de un millón de euros; ese era el motivo de los continuos viajes de Uta a Madrid, a la embajada de Marruecos y de otros viajes a Rabat, pero no estaba avanzando. A Uta se le escaparon unas lágrimas y, en ese momento Walter vio a Carlitos Sopelana caminando por la acera contraria con una mujer espectacular, Teo no tiene opciones, pensó, y ¿de qué me suena esa tía?

— ¿Se lo has dicho a Julián? —preguntó Walter.

—No.

— ¿Por qué?

—Da igual. Mirra Walter, mucha gente me conoce, así que he ido muchas veces a la embajada de Marruecos en Madrid y he pedido al señor embajador que saquen a mi hermana de la cárcel, que la lleven a un piso con vigilancia, y que me den uno tiempo para reunir el dinero. Estoy intentando vender la mi masía de Sóller y el ático de Berlín, perro tardará. Y me dice el embajador que es todo muy complicado. Así que me voy a Rabat y hablo con uno persona conocido mío que no te digo, y ha sacado a mi hermana de la cárcel, pero me dice que para soltarla del todo confía en que yo le haga un regalo de su auténtico gusto. ¡Y qué cojones quierre que le regale! ¿Una puta corbata?

— ¿Acostarse contigo? — preguntó Walter antes de recibir un capón de arriba abajo en toda la coronilla.

—Tiene una esposa —contestó Uta furiosa—, por el qué dirrán. Es más marica que tú.

Walter insistió en que se lo dijera a Julián; quieras que no, mi tío sí que tiene contactos importantes, aunque no lo sepa.

 

La intendente Nuria Pou no podía esconder las ganas que tenía de encontrar los Picasso y la pista para dar con el asesino antes que su ex, y así darle una patada moral en los testículos. Había entrado en modo «actividad frenética» y delante de su despacho había una cola interminable de subasteros, falsificadores, peristas, anticuarios decentes, los indecentes y los de medias tintas; ya se había olvidado de los profesionales prestigiosos del día anterior, y cada minuto que pasaba estaba más segura de que los dibujos eran falsos y de que todo aquello, incluido el desgraciado asesinato, podría ser un montaje de Justina, la galerista, para cobrar algún seguro; en España no, que ya lo habían mirado, pero ¿en el extranjero?.

 

«El otro Pastís» no está físicamente muy lejos del auténtico «Pastís», el del carrer de Santa Mónica, pero en cuanto a concepto están a galaxias de distancia. Lo que en uno es Montmartre, Piaf, Brassens, amour, Paris y fumée musicale, en «El otro Pastís» es olor de orines, caspa, vejez, esputos y decadencia. Pero allí, en ese otro Pastís es donde estaban los veteranos, dejando pasar la vida, al mando de Rosendo Callo, el más hablador de los confidentes y el más guarro de los cocineros. El inspector Palomo bajó los tres escalones que daban acceso al bar cuidándose de no resbalar. A Rosendo las normas sobre tabaco se la traían floja, pero el aire de su bar era impoluto, nadie fumaba, por prescripción facultativa: Hola Mariona, saludó Palomo, ¡Qué tal Agustín!, ¡Coño, qué bien te veo Rosita! Eran los tres clientes en ese momento y en casi toda la historia del bar; un transexual calvo y taoísta, un carterista manco y obeso, y una prostituta septuagenaria. ¡Hombre Rosendo! voceó el inspector dirigiéndose al hombre que salía de la diminuta y grasienta cocina, Contigo quería hablar, ponme una cerveza.

— ¡Cuánto tiempo Palomo! ¿Qué es de tu vida? ¿Ya tienes niños? ¿Quieres algo de picar?

—No, gracias —respondió el inspector mientras apartaba el vaso y limpiaba con un pañuelo el cuello de la botella de cerveza—. Mi vida bien y no he parido. Tengo un muerto y no me hace ni puta gracia —Palomo le puso en antecedentes con discreción en la esquina de la barra, plenamente consciente de que a sus espaldas tenía pegados como garrapatas a Mariona, Agustín y Rosita. No se iban a perder la cosa sin más ni más.

—Pues… —Empezó a decir Rosendo como meditando— Pues…sí que se ha escuchado algo de una gachí forastera que sale con un gachó.

— ¡Joder, Rosendo! Gachí, gachó…si eso ya no lo dice nadie. ¿Y qué más? ¿Nombres, vivienda, algo?

—Que la gachí esa es francesa y su negocio es el arte, por lo que dicen, que vete tú  a saber.

— ¿Y él?

—Que es un pimpollo, poco más.

—Cómprate un diccionario nuevo —dijo Palomo mientras le deslizaba un billete de veinte euros.

— ¡Esta mierda na más!

—Si la mierda tuya me sirve de algo te lo subiré a cincuenta.

 

El boxeador se comió el último Post-it al notar la brisa que bajaba por las escaleras del metro en la parada de Bellvitge. Ya era de noche y el mercado del barrio estaba cerrado, pero había gente paseando. Paró a un matrimonio mayor y les preguntó por la parroquia, eran tan amables que se ofrecieron a acompañarle, estaba a unos trescientos metros, no más.

— ¡Que no, que no! No hace falta de verdad, solo indíquenme la dirección.

El matrimonio insistió en acompañarle y el boxeador, más lúcido de lo normal, inventó una llamada urgente que tenía que hacer en ese mismo instante, sin demora y que les haría perder tiempo a los señores. El matrimonio se fue y el boxeador simuló una llamada durante cinco minutos, en medio de la calle hablando solo como un idiota. Ese fue el tiempo necesario, el tiempo justo para que el boxeador se librara de la cárcel. Acabada la falsa llamada fue caminando tranquilo hacia la parroquia, de una puerta entraban y salían voluntarios y gente del barrio, en la otra estaba el despacho de Oriol Maceta, el párroco. Delante de él entraron dos hombres grandes, más grandes que el boxeador, y él se sentó paciente en unas sillas que estaban en la salita de espera. Cuando acabaron los ruidos y los dos hombres salieron, el boxeador se comió el papel escrito en mal francés y llamó a urgencias. Luego se largó de allí echando leches.

A las cuatro de la mañana sonó el móvil, era el paralepípedo con corbata preguntando por el asunto.

—Mira, entraron dos tipos antes que yo y se encargaron del cura. ¿Tú sabes algo?…No, no los conozco de nada…Llamé a urgencias… ¿Qué querías que hiciera, salir corriendo delante de todas aquellas personas? ¿Y con los putos móviles que fotografían cualquier mierda?

 

El «pater macetas» fue ingresado en el hospital de Bellvitge con múltiples contusiones, y con una pierna tan fracturada que parecía como si se le hubiera caído un altar encima. Pero como dice mi tío, los jesuitas son duros de cojones.

 

Por la noche me acerqué a la Plaza Real, voy a menudo, quiero conocer a Nazario, el artista, es como una obsesión, el vive allí y yo espero dando vueltas con la ilusión de tropezarme con él algún día y comenzar una conversación. Ya sé que es una bobada, que lo más fácil es ir a su casa y preguntar, pero es mi ilusión. Me pasó lo de siempre, de Nazario ni rastro, pero me di de bruces con un tiarrón de calendario y, como siempre, caí en la trampa. Este no era un imbécil, era un facha que estaba muy bueno, estudiante de Derecho, que se desenvolvía muy bien delante de unas cervezas, pero cuando me lo llevé a casa se puso raro. No me apetece explicar los detalles, pero se puso tan raro, tan raro, tan raro, que le tuve que disolver  una pastilla anti gilipollas en el ron, y cuando se amodorró, de la rabia que tenía, antes de tirarlo en el rellano de la escalera, le metí un pincel por el culo. Me pasé el resto de la no

– Miércoles – 2 D 2015 – mañana

Julián Arias, luciendo una enorme camiseta estampada con decenas de Homer Simpson y unos calzoncillos de cuadros escoceses, desayunaba junto a Pili en la cocina, como cada día; o más bien, Pili desayunaba mientras mi tío ingería un enorme café americano y leía los periódicos en el portátil.

—Anda que…vaya pandilla de…es que es la hostia…—iba musitando noticia tras noticia, mirando a Pili de reojo—…Si es que les votan porque quieren ser como ellos…Pili ¿cuándo empieza Gabi a trabajar?…Ah, sí el catorce de diciembre…

El móvil sonó y Julián se sobresaltó; desde la muerte de Ainhoa, de su esposa, cualquier llamada entre las nueve de la noche y las nueve de la mañana le encoge el corazón, a esas doce horas las llama El arco del silencio, cualquier llamada telefónica, o al timbre de la puerta en ese tiempo trae desgracias, dice, que para un ateo no supersticioso es mucho decir. Y volvió a acertar, era el inspector Palomo notificándole que al pater Macetas le habían dado una paliza y estaba ingresado en el hospital de Bellvitge.

—No, está bien, dentro de lo que cabe, solo una pierna rota y algunos hematomas. Dice que fueron dos tipos grandes que le reclamaban un dinero de Esteban Coroto, el asesinado, ¿se acuerda, maestro? —¿A qué viene ese ¿se acuerda?? Pensó mi tío, ¿qué me insinúa? ¿Otra vez me señala?— No sé qué creer. ¿Y si tiene que ver con los dibujos?

Julián llamó a Gabi para pedirle que lo llevara a Bellvitge. A eso de las once, dijo, si no te va mal. Duchado y vestido bajó un momento al estudio, y, al volver a casa, se encontró a Pili amenazando con una escoba a un tipo desgarbado que gritaba y gesticulaba como un loco; creo recordar que tenía veintiocho años, pelo largo abundante y barba cumplida de color castaño, que no dejaba de gritar mi nombre, ¡María! ¡María! ¡Sal de ahí y devuélveme mis cosas! ¡Cerda, mala puta!…Del nombre no me acuerdo. Sé que era uno de mis últimos imbéciles, que estuvo en casa un par de semanas, hasta que lo eché una noche y al amanecer dejé su mochila en el portal. Mi tío se encaró con él agarrando la escoba de Pili y logró que desapareciera al aparentar que llamaba a la policía local.

— ¡Y aquí no vive ninguna María! ¡Idiota! —remató Julián en la distancia.

Pili y mi tío se sentaron en la terraza, hacía una mañana turbia, apenas se distinguían los barcos del puerto.

— ¿Cómo os va? — preguntó Julián.

—Bien, bien, por ahora bien…Lo que pasa —Pili alzó la vista al cielo— es que me siento un poco responsable de que haya tomado una decisión tan drástica, y ya tenemos una edad…

—Pues eso, que Gabi ya no es un niño, y tiene una cabeza muy bien puesta. Además, a Rubén le…

—Pero escucha, Julián, que yo, desde que vine a España y dejé a mis padres, solo he convivido con el padre de Rubén…y esos dos años no los pasé nada bien…y en cuanto nació el niño y vio que tenía parálisis cerebral, desapareció…y todo eso me vuelve ahora. Gabi y yo estábamos bien viéndonos de mes en mes, ¿y si ahora todo falla? No fallará Julián ¿verdad? ¿A que no?

Julián le cogió la mano y no dijo nada. ¿Qué sabemos del futuro?, pensó, Nada. Hoy son felices, y mañana lo serán, y luego… ya se verá. Calentémonos con este sol de ahora. Yo era muy feliz y soñaba fantásticos futuros con Ainhoa, y un buen día, de madrugada me la atropellaron.

 

Walter paró el Peugeot delante de la puerta de la galería, recogió a Uta, a su maletín negro y a una pequeña maleta de ruedas. A esa hora su cometido era llevarla al aeropuerto, preguntarle por su agenda hasta el día de la inauguración y comprobar que entraba en un avión y desaparecía temporalmente de Barcelona. Uta le había dicho claramente que se iba a Rabat, vía Madrid.

—Perro tú le dices a Julián que yo estoy en Soller, en mi casa ¿A qué sí?

El día anterior, entre Walter y Uta, habían caído muros muy personales, ella le habló del problema de su hermana, y Walter, al cabo, se derrumbó y le lloró en el hombro su relación con Teo, lo que le amaba, las discusiones, los roces en la convivencia, la promiscuidad de Teo y lo peligrosa que era… en fin, abrieron los corazones y crearon un vínculo que ahora les llevaba por las pasarelas de la terminal 1 del aeropuerto con Walter hablando por los codos y la teutona asintiendo también, si se puede decir así, por los codos. La inercia de toda una vida y la conversación llevaron a Uta a la puerta de embarque del vuelo de Mallorca; Cómo logró embarcar con un billete a Madrid se podría explicar  a causa de la familiaridad con el personal de tierra habitual. Lo inexplicable es que Walter, sin dejar de hablar, y sin billete, se sentara a su lado en el avión hasta que un caballero sudoroso, le juró que la fila ocho, ventana, era su asiento. Walter se disculpó, volvió a la realidad, y aunque quiso salir por su propio pie, parece ser que las normas, por un lado, y un grupo de niños que se pusieron a gritar ¡Terrorista, terrorista! Indicaban que era aconsejable que lo custodiara la Guardia Civil. Con el revuelo que se armó, Uta no se dio cuenta de que no estaba en su vuelo, su asiento no estaba ocupado y la mujer acabó desembarcando en Palma de Mallorca sin entender qué ocurría. Llamó a la embajada de Marruecos para anular la cita, cogió un taxi y se plantó en su masía de Soller con una idea rondándole la cabeza. Apeada de sus tacones y acurrucada en el sofá, con el pijama de felpa rosa y las enormes zapatillas de Micky Mouse, parecía aquella niña frágil de la República Democrática Alemana, de la que todos se burlaban por su extraordinaria estatura, una niña que, por una casualidad, pudo atravesar el muro con su familia y convertirse en una experta en arte, a la par que en azote de machos, varones, hombres, muchachos y género masculino en general.

A Walter, cuando lo dejaron diez minutos solo en una salita cerrada de algún rincón del aeropuerto, casi se le aflojan todos los esfínteres. Luego entró un Guardia Civil apuesto pero de poca conversación.

—Contra esa pared…Dese la vuelta…levante los brazos…abra las piernas —Todo eso mientras lo magreaba de arriba abajo.

El apuesto fue sustituido por una mujer que hablaba más, preguntaba mucho y no dejaba contestar.

— ¿A qué ha venido? Es usted boliviano, ¿qué hace en España? Esta tarjeta de residencia parece falsificada ¿Lleva usted drogas?

—Mire. Es que yo trabajo desde hace much…

—¡Calle, coño!. ¿Cómo logró llegar al avión? ¿Tiene algún cómplice entre el personal de tierra? ¿O de vuelo?

—No. Lo que le digo es que…

—Quédese aquí, y no haga el imbécil.

Una hora después lo dejaron libre sin darle más explicaciones, y nunca ha sabido qué ocurrió.

 

El lavabo de mujeres estaba lleno, como cada día al acabar la hora del almuerzo. Nuria Pou era la tercera en la cola y se estaba meando de verdad, esa costumbre de tomarse tres cafés para acompañar a un menguado palito dietético no le estaba dando muchas alegrías, no. Iba avanzando, ya era segunda e intentó distraer a su vejiga pensando en lo poco que avanzaba el asunto de los dibujos; al fin se puso primera en la fila, ya quedaba menos para aliviarse, se abrió la puerta del lavabo: Intendente Pou, la llaman de Marsella, urgente, lo de los Picasso.

— ¡Merda!… ¡Cago en Déu! Diles que voy en dos minutos, que esperen —Pero ya era tarde, un chorro incontrolable la obligó a pasar por la taquilla y cambiar los pantalones por la falda de gala.

La Policía nacional francesa había dado con alguien que podía autentificar los Picasso, era un conocido periodista retirado, de unos ochenta años, hijo de un grabador y colaborador de Picasso, que en 1937 jugaba con Paulo, el hijo mayor del pintor. Este hombre tenía cinco dibujos semejantes que Picasso le regaló a su padre, estaban sin firmar y decía que eran bocetos iniciales del Guernica.

—Vous devriez venir à Marseille —dijo la cabo francesa.

—Oui. Demain matin. À dix heures? Va bien? —contestó Nuria Pou tras comprobar que no encontraría vuelos directos a una hora razonable—. Prefiero salir esta tarde —pensó— en coche, y dormir cómodamente en Marsella.

Más tarde Nuria llamó a Justina, la galerista, invitándola a ir con ella, quería que viera los dibujos del periodista francés, pero faltaban dos días para la inauguración y no podía ausentarse. Nuria dijo que lo entendía, pero que sería interesante que ella viera esos dibujos, Sí, a mí también me gustaría, contestó, ¿No podría ser dentro de un par o tres de días? Era evidente que no y, entonces, a Justina se la encendió una bombilla, ¡Vamos en avioneta, salimos esta noche y me vuelvo mañana después de ver los dibujos! ¿Qué le parece? Uno de los clientes de Justina, y en ocasiones otra cosa, era piloto retirado y tenía una avioneta. Lo llamó y le gustó el plan.

 

Gabi conducía el Peugeot hacia Hospitalet de Llobregat mientras Julián, de copiloto, intentaba localizar a María.

— ¡Joder, no me coge! ¿Tú te crees que es normal que se presente un energúmeno en mi casa, pegando gritos y asustando a Pili? ¿Qué cojones habrá hecho esta cría?

— ¿Follar? —preguntó Gabi—. Ya es mayorcita, pero puede que necesite centrarse. Tú no eres su madre, ni Pili; Salió de Bilbao, de las faldas de la familia y se metió de lleno, y sola…

— ¡Sola no!

— ¡Sola, Julián! ¡Sola! Ha hacerse adulta de golpe. Tiene que tener escapes por todas las juntas. Deberías acercarte más a ella, y no hablo de que trabaje en tu estudio cuando quiera ni de conversaciones de arte.

—Pero si tengo con ella más confianza que con…

— ¡Ya! Encima eso, confianza para explicarle tus cosas. ¿Le escuchas las suyas?

Gabi dejó a Julián delante de la puerta principal del Hospital de Bellvitge, 1006, habitación 1006, acuérdate, planta 10 habitación 6.

Oriol Maceta, estaba como un tomate pocho, pero sonriente, en la habitación había cuatro personas más que custodiaban la rígida mortaja de la pierna izquierda. Al ver a Julián abrió los ojos como platos, debió de dolerle.

—Coño —musitó Oriol— ¿Cuánto hace? ¿Dos años? Ya solo veo tus donaciones, que está bien, pero de vez en cuando…

— ¿Cómo estás?

— ¿Has venido para hacer preguntas idiotas?

—Vale. A confesarme no he venido.

—Eres tan tonto que no tienes ni pecados. Un tal inspector Palomo me ha dicho que tenemos un muerto en común, acompáñame esta tarde a casa y hablamos.

— ¿Ya te dan el alta?

—Solo es una pierna rota y unos bollos, comeré aquí y si luego me llevas en taxi te invito a…bueno, solo hay cerveza.

 

– Miércoles – 2 D 2015 – tarde

 

Faltaban dos días para inaugurar la exposición y parecía que a Uta y a Julián no les importara un pimiento. Una intentando sacar de la cárcel a su hermana y el otro a sus cosas, en su mundo; Julián, incluso, se había negado tajantemente a hacer una previa, un pase privado entre compradores que se realiza antes de inaugurar, que es cuando se vende de verdad, luego hay más curiosos que otra cosa. Walter, aún sabiendo que no formaba parte de sus atribuciones, decidió meter la nariz y se presentó en la galería con la sana intención de ayudar. Justina y Olive se negaron, ¡Por supuesto que no! Tendrás otras cosas más importantes que hacer, decía Justina, Aquí está todo controlado, el catering, los programas, la música, el sonido, todo, todo, insistió Olive. Walter se quedó mirando fijamente a aquel pedazo de mujer que abrumaba a cualquiera fuera cual fuera su tendencia sexual, sacó el móvil y solo pudo decir: Al menos dejadme sacar unas fotos para enseñarle a Julián…si lo veo.

 

Oriol Macetas vivía en un bloque de pisos de Bellvitge junto a tres jesuitas más; en un piso alto, un doce. El taxi paró delante del portal y Oriol, con unas muletas que no dominaba y un Julián que, por ayudar, molestaba más que otra cosa, se pasó veinte minutos saludando vecinos alegres, vecinos apenados, vecinas animosas, vecinos iracundos y todo tipo de vecinos variados. Cuando llegó al ascensor resopló de alivio. A esas horas los otros jesuitas no estaban en casa.

—Tío llámame tú, por favor —dijo Julián sentado en el salón— Sabes que soy un desastre, antes me traía Ainhoa, pero, si no me dan una patada, me encierro en mis cosas y se me pasa la vida entre colorines. Además en este barrio he metido la pata más de una vez.

— ¡Ja, ja, ja, ja…! —El pater intentaba aguantar la risa porque le dolía todo el cuerpo, pero recordaba las meteduras de pata y no podía parar—. …Ayyy..Ayyy…pecados veniales, pero que mal le sentaban a tu mujer. Ya en serio, tengo que contarte algo, acércame ese paquete de tabaco y el mechero.

Sobre una de las estanterías del mueble del salón había un paquete de tabaco mentolado.

— ¿Siguen vendiendo esta guarrería? ¿O lo fabrican solo para jesuitas averiados?

—Escucha —ordenó Oriol soltando una bocanada de humo—: Esteban Coroto, el hombre al que han asesinado, era un hombre de la parroquia, con muchos problemas, pero buena gente. Un poco meapilas para mi gusto, se pasaba de beato. Los que me han dado la paliza eran matones del juego, Esteban debía dinero, bastante. Hasta hace un año se cubría  bien con sus ingresos, pero la crisis le dio de golpe y fue alargando los pagos con excusas. Ahora te voy a contar una historia: Esteban era montador, un buenísimo montador, especializado en armarios móviles, de esos que se colocan en los archivos, las bibliotecas y los museos para guardar los fondos. Esos armarios necesitan que las vías sobre las que ruedan estén colocadas de una manera perfecta, es un asunto muy técnico que no entiendo bien, pero se ve que todos los suelos están torcidos, si tiras una canica se va hacia un sitio u otro, y esas vías no pueden estarlo, en grandes instalaciones se colocan con un nivel topográfico. Esteban filmaba su faena en Valencia, en un gran museo, donde montaba una instalación enorme de armarios de esos. Su idea era hacer tutoriales, montar un proyecto y venderse como formador. Vamos que estaba intentando mejorar para aumentar sus ingresos y pagar la deuda.

—Y eso que tiene que ver con…

— ¡Coño Julián! Perdona. Ves a la cocina y trae un par de cervezas…y unas patatas fritas, que me he quedado con hambre.

Sonó el móvil de Julián, era Walter ofreciéndose para llevarlo a Garraf. Julián prefería coger el tren, así no le condicionaban la hora.

—Hay algo que creo que tú tienes que saber —dijo el pater—. Podría ser cualquier otro, pero tú tienes cierta relación con este crimen, te conozco desde hace muchos años y sé que sabrás hacer lo correcto…porque me he de saltar el secreto de confesión —Julián arqueó las cejas y preguntó: ¿Pero eso se usa todavía? —. Sí, joder, no se usa, es parte fundamental de la Iglesia y nunca me lo he saltado, pero con todo esto, lo mal que lo está pasando la gente, cómo están robando lo que es de todos y, ahora… asesinatos. Te cuento: Esteban, en el museo de Valencia, se quedó solo a la hora del almuerzo, lo habían contratado para dirigir una cuadrilla de montadores; ahora, con la crisis casi todos son autónomos; según decía Esteban, los depósitos de los museos, los archivos y las bibliotecas son caros y no dan votos, son una parte fundamental, pero que la gente no ve. Montó un trípode en el pasillo, con su cámara de vídeo, para filmar algo del montaje y se colocó en el lugar de trabajo, tras uno de los armarios, la instalación es enorme, más de seis kilómetros de estanterías, y él quedaba fuera de la vista. Esteban es…era aficionado al cine y a la fotografía, aunque casi siempre tenía sus equipos empeñados por deudas; la cámara era buena y tenía un audio excelente. Acabada la obra, ya aquí en Bellvitge, al ir a editar lo grabado escuchó el audio y, por decirlo mal y pronto, se cagó las patas abajo. Había grabado una conversación entre el subsecretario de Fomento y el dueño de la constructora, PERCAMSA. Sí, dijo Julián, Ot Camarasa i Codina, el otro día me presentaron a su hermano. Esteban, continuó el pater, al escuchar la conversación vio la manera de saldar las deudas y aliviar su economía, envió una copia de la grabación al constructor, escondió un USB en algún sitio y se sentó a esperar. A la semana le entraron en casa y la pusieron patas arriba, se asustó y vino a confesarse, me dijo que iría a destruir el USB, pero que si le pasaba algo antes, le guardara este papel, el pater sacó un post-it de la cartera y se lo enseñó a mi tío. Ponía «7D – MG». ¿Qué coño significa? Ni idea, respondió Oriol Maceta, aunque puedo intuir que es una pista del lugar donde escondió el USB.

—Y tú crees que lo mataron por esto y no por las deudas ¿No? ¿Por qué no vas a la policía?

—Primero por el secreto de confesión…

—Si te lo acabas de saltar.

—No es lo mismo. Tú eres mi amigo, te doy esa información para que la uses como mejor te parezca, pero sin meternos ni a mí ni a la parroquia por medio; no quiero asesinos revoloteando entre los vecinos. Ah, Julián, si vas a ir a la policía, que irás, no les digas que la información te la he dado yo y espérate unos días, a que la gente se olvide de que le han dado una paliza al pater Macetas.

 

—Tú eres idiota, un imbécil del culo.

En un chalet de la zona alta de Barcelona, con la mirada perdida frente a la esplendida panorámica de Barcelona, Ot Camarasa i Codina aguantaba firme la bronca de su hermano Albert.

—Hay que ser gilipollas. Por Dios. Cargarse a un chantajista y darle una paliza a un cura…

—Al cura no le hicimos nad…

—Da igual. ¡Joder! Y no vuelvas a decirme que no se te puede relacionar, porque a todo Dios se le puede relacionar. Y el subsecretario ¿Le has dicho algo?

—No.

—Pues que ni se te ocurra. Olvídate del tema y manda a tu hombre de vacaciones…

—Ya lo está. Se ha ido a…

—No quiero saber a dónde ha ido nadie. Estate tranquilo y no menees nada; mira, yo conozco a la dueña de la galería donde encontraron el cadáver y soy coleccionista, tengo excusa para pasar por allí e intentar encontrar un Pen Drive o un CD, o donde quiera que sea que grabó la conversación. Si en una semana no he encontrado nada nos olvidamos. El tío está muerto, y el cura no creo que sepa nada, y si lo sabe no tardarás en tener visita de los mossos. ¿Está todo pagado? El matón, el boxeador, ¿todo?

—Sí.

 

Carlitos Sopelana estaba muy nervioso, le habían encargado marear a un tipo hasta que le diera una grabación y se lo había cargado, no había cobrado porque se le fue la mano, y no se podía quejar porque el cliente, el paralepípedo con corbata, era un hombre peligroso de verdad; para colmo su compañera había escondido los dibujos y Carlitos se olía que quería venderlos por su cuenta sin darle tajada. Ella trabajaría hasta tarde, tenía dos horas, al menos, de margen, así que cogió el metro hasta una zona industrial de Cornellá, al lado de Barcelona. Allí, en el sótano de una nave abandonada, estaban los dibujos escondidos. Había anochecido y de la humedad las farolas daban una luz amarilla y difusa, por las calles apenas caminaban unos cuantos sin techo, la puerta de la nave estaba abierta, entró y avanzó hasta el fondo, allí apartó varias cajas que dejaron libre una trampilla en el suelo; bajó al sótano y dentro de una carpeta de dibujo encontró un folio en el que ponía: « ¡SERÁS CHORIZO!»  Salió de allí cabreado y con ganas de matar a su compañera.

— ¡Eh mira, un pijo mierda! —dijo una voz que salía de un rincón de la nave.

— ¡Un guapito! ¡Eh tío, dame tabaco! —otra voz acompañando a un hombre sucio apareció de entre las sombras, luego salieron dos tipos más. Carlitos Sopelana corrió hasta la puerta de la nave para darse de bruces con un inca con navaja.

Diez minutos después, totalmente desnudo, corría sin saber hacia adonde y pensando que no podía ir a la policía, que tenía que taparse con algo antes de que lo viera alguien y le hicieran fotos con los jodidos móviles, y que tenía que volver a casa y, esta vez de verdad, matar a su compañera. Encontró unas telas en un contenedor con las que podría pasar por un chalado disfrazado de escocés, tardó veinte minutos en encontrar un taxi libre, le explicó el asunto por encima al conductor, llegó a casa, pagó al taxista, se metió en la ducha y al salir se dio cuenta de que no había un solo frasco de ella, ni perfume, ni desodorante, ni cepillo de dientes, ni todo aquel maquillaje que usaba, nada. En el resto de la casa tampoco. Se había largado la muy…Sabía donde trabajaba pero no podía aparecer por allí. Jodida francesa. Jodida Olive.

 

Nuria Pou no las tenía todas consigo, volar en aviones de verdad, como ella llamaba a las que tenían apellidos como Iberia, British Airways, Lufthansa, etc… no le gustaba nada, lo de la avioneta la tuvo temblando toda la tarde, y a punto estuvo de no subirse, pero el piloto, el amigo de Justina, era de esos hombres que te miran a los ojos y te desarman. Salieron para Marsella a las ocho de la tarde.

 

Walter besó a Teo y se acurrucó en un rincón de la barra mientras su pareja acababa de servir unas copas. El Tiro de Teo estaba lleno y los camareros interpretaban una coreografía delirante y frenética. Walter no se atrevía a decirle nada a Teo, simplemente sacó el móvil, lo levantó con la mano izquierda y cuando Teo se movió en su dirección levanto el índice de la mano derecha. Dos Gin-tonic y un mojito más tarde Teo se dejó caer por ese lado de la barra.

— ¡Coño! Si esa es la tía de Carlitos.

 

– Jueves – 3 D 2015 – mañana

A las ocho menos cuarto de la mañana el inspector Palomo se tomaba un café y un donut en la cafetería que había a unos veinte metros de la galería de arte. Vio pasar por delante de la puerta la apabullante figura de Olive Aguerre, pagó la consumición y salió

—Buenos días señora Aguerre —Olive estaba agachada abriendo el candado de la persiana, apretó el mando a distancia y la persiana y Olive se levantaron.

—Buenos días inspector. ¿Qué desea?

El inspector Palomo miraba hacia arriba buscando los ojos de aquella mujer de metro ochenta, intentando apartar unos lúbricos pensamientos para centrarse en averiguar cuándo llegaría Justina, la propietaria. Su cara de sorpresa al enterarse de que Justina estaba en Marsella con su ex mujer fue mayúscula. Olive desactivó la alarma y ambos entraron en el local. Si Justina no estaba probaría con Olive, al fin y al cabo ella encontró el cadáver y la compañía era mejor.

—Pero tengo poco tiempo —dijo ella—, mañana es la inauguración y a las nueve empezará a venir gente, los del catering, periodistas y todo eso.

En el expediente del caso se recogen los datos que obtuvo el inspector en esa visita: Olive llevaba un año trabajando para Justina. No podía confirmar cuándo Esteban Coroto había estado en casa de Justina, pero sí sabía que había estado al menos una vez durante 2015. Esteban Coroto llevaba, efectivamente, el mantenimiento de los peines móviles de la galería desde hacía varios años y fue él el que llamó a la galería para avisar de que tocaba revisión, Olive le atendió por teléfono. Esteban Coroto puso las fechas. El muerto estuvo tres días porque dijo que había encontrado rodamientos rotos y una vía desviada. Esteban salía con Olive cuando esta cerraba la galería, así que era posible que viera la contraseña de las alarmas. La noche de su muerte salió con Olive, pero en lugar de acompañarla hasta la zona azul, dijo que tenía el coche en la revisión y se fue a coger el metro, en dirección contraria. El cuadro de las cámaras de seguridad está en el almacén, por lo tanto Esteban pudo desconectarlas. Los Picasso llevaban en la galería cinco meses más o menos y estaban en una carpeta especial dentro de uno de los peines móviles. Eso decía el expediente. Luego supe que el inspector representaba los probables movimientos del muerto de manera teatral, queriéndose hacer una idea  de cómo pudo pasar todo. Vamos, que estaba haciendo el payaso ante la bella, razonando en voz alta e impostada y sacando conclusiones peregrinas. Sacó a relucir unas supuestas relaciones con la mafia calabresa y su experiencia con la oligarquía rusa, muy dada al coleccionismo de arte, incluso habló de una supuesta red de captación de obreros y profesionales autónomos para la comisión de delitos. Se estaba haciendo un Sherlock. Olive lo miraba cada vez más raro, entonces entró Walter en la galería y Palomo cerró su libreta y se fue a comisaría.

 

En Marsella Justina, sentada  en un sofá estilo Luis XV junto a Nuria Pou, no salía de su asombro. En la mesa colonial que tenían delante cinco dibujos similares a los suyos recibían los primeros rayos de sol que atravesaban la preciosa galería acristalada. El anciano periodista que tenían enfrente las miraba sonrientes. El papel era el mismo, al igual que la técnica y los motivos, y, como los suyos, estaban sin firmar.

—Si recuperamos sus dibujos —dijo Nuria cogiéndole la mano a Justina— los tendrán que autentificar un grupo de expertos. Le costará un riñón.

—Tengo dos riñones y soy heterosexual —respondió Justina retirando la mano.

—Perdón, perdón…No…yo también lo soy…estuve casada, ha sido… un gesto mecánico…no quería…perdóneme.

El periodista, tan francés como chauvinista, no hablaba castellano, pero sintió el malestar en el ambiente y en los tonos y adujo una reunión con colegas para acabar la entrevista. Lo que Justina sabía por su abuelo coincidía plenamente con la historia del periodista, las mismas fechas, el mismo lugar, el encargo para el pabellón de la República, y él sí los había autentificado.

 

Eran las once y media y salí de la Llotja muy cabreada, ya había entrado con mal pie sabiendo que uno de mis imbéciles se había presentado en casa de mi tío, Pili me había llamado para advertirme. Además un gilipollas, un profesor ayudante, durante la primera clase de la mañana, una sesión de óleo con desnudo natural, me metió la mano por debajo del pelo y acariciándome el cogote preguntó: ¿Cómo haces el color marrón a partir de los básicos? Le aparté la mano mirándole a los ojos y no pude reprimirme.

— ¿Comes fresas rojas, plátanos amarillos, naranjas de la china, pescado azul, verdes lechugas y col lombarda? Pues mira de qué color es tu mierda. Capullo.

Sabía que en cuanto viera a Julián tendría bronca y conferencia sobre la vida buena, así que intenté dilatarlo todo lo posible. Pili me esperaba en la fuente de Canaletas para comprar ropa, algo decente para la inauguración, dijo; me había convencido de que mis zapatillas agujereadas, mis faldas ajadas y las camisetas antisistema desentonarían con el decorado general. Caminamos y caminamos viendo ropa, y a eso de las dos, con las piernas reventadas, había adquirido unos zapatos  de medio tacón a juego con un vestido azul, sin mangas y con un escote de infarto. Cuando Pili insinuó que pasáramos por un centro de estética para depilarme las piernas y las axilas, salí huyendo; que una cosa es vestirse de una u otra manera, y otra muy diferente renunciar a mis principios. Volviendo a casa caí  en la cuenta de que en la inauguración estarían varios profesores y compañeros de clase, ¡qué horror! me verían vestida de Barbie. Justo delante del portal recibí un whatsapp de Pili: Jlián spera tds comr a las 3h kan ramiro. Xfa no falles. Respondí: k. Subí a casa dejé las bolsas y me fui a Can Ramiro pensando en Pili y en lo rápido que se había adaptado a la jerga de whatsapp. Por mi culpa, claro, le dije que si me enseñaba a cocinar le enseñaría como escribir rápido en el móvil. Ahora yo preparo un cuscús con cierta dignidad y ella está perdiendo su ortografía  a chorros.

 

Walter estaba tan desesperado que no tenía tiempo de estar enfadado. Teo se había liado la noche anterior con un jovencito de apenas veinte años mientras él lo esperaba en el salón de su casa con un pijama de raso y un frasco de vaselina, como un marica gilipollas. Al día siguiente era la inauguración y Uta no le contestaba, no tenía ni idea de si estaba en Barcelona, en Madrid, en Mallorca o en la misma Luna. Julián le dijo que había quedado con Pili y con Gabi y que no pensaba ir la galería hasta la tarde, que se fuera encargando él de todo; en Barcelona no estaba ni Justina, que se había ido de paseo a Marsella. Solo quedaba Olive Aguerre, que le daba miedo porque sospechaba que tenía algo que ver con el robo y con el asesinato. El inspector Palomo acababa de salir de la galería y Walter no quería quedarse solo con aquella mujer. Levantó ostensiblemente su cartera de piel de animal en extinción hacia las narices de Olive.

—Mire. Todo esto son papeles y contratos que tengo que gestionar urgentemente. No puedo quedarme. Me fío totalmente de su criterio. Adiós.

Ya estaba encarando la puerta cuando al escuchar su nombre se quedó pálido. Le habían pillado.

—Walter cariño. Mua, mua y qué gusto verte, oye. No sabía que estarías en la prueba de catering —Ramona, la dueña de la empresa de catering que habían contratado, llegaba escoltada por dos mozos esculturales que empujaban un par de carros de comida—. Te va a encantar, ya verás. ¿Dónde está  el artistazo de tu jefe?

Olive declinó la invitación por motivos de dieta y Walter, ante la ausencia del resto de la humanidad, tuvo que darle el visto bueno a una colección interminable de aperitivos salados, agrios, semidulces, dulces, umamis, semiagridulces, agrisalados y umamilados, que acompañó generosamente con cerveza artesanal, vino tinto, vino blanco y cava, obvió los refrescos de marca, no tanto por conocidos como por no vomitar. Olive mientras tanto hablaba con unos tipos de la prensa que tenían un ojo puesto en su escote y otro en los canapés.

Mientras Walter cogía la maleta de piel de lo que fuera y hacía de tripas corazón para no eructar delante de toda aquella gente, Uta entró como un Tiranosaurio arrastrando con una mano una maleta rígida y blandiendo su maletín igual de rígido con la otra.

—Sabía que estarrías aquí. Me acompañas al hotel y vamos a comer —Uta se fijó en Ramona, en los mozos macizos y en los periodistas; saludó y se quedó mirando fijamente a Olive—. Hasta luego a todos. Vamos Walter.

Nada más salir de la galería le enorme teutona abrazó por el cuello a Walter y se puso a llorar. Gimoteó durante el trayecto en coche, mientras hablaba de su hermana y lo mal que lo tenía para sacarla de la cárcel de Marruecos. Walter, tan educado, asentía y la consolaba con frases hechas: Verás como todo va bien, a los extranjeros los tratan mejor, tu hermana es alemana y eso impone, llorar no te la devuelve y todas esas chorradas. Uta era Uta y de repente se calmó, se fue a otra cosa y, mirando a Walter con cara de loca, dijo: Hoy es jueves, paella. Tú te vienes a comer conmigo. Me conozco un lugar bueno. ¡Vamos, querrido! Y a ver quién le dice a la valquiria que no quiere compartir una paella con ella. Walter se estaba poniendo amarillo, pero cumplió con la paella y con el postre, sabiendo que antes de una hora tendría la necesidad de estar en su casa lo más suelto posible y olvidar al mundo hasta el día siguiente.

Uta, sola en la habitación del hotel, hizo unas cuantas llamadas y se tumbó en la cama con una media sonrisa. Se quedó dormida y se despertó a las cinco de la tarde con una llamada de Julián.

 

Carlitos Sopelana se duchó dos veces, se vistió, se tomó un café con leche y dos madalenas, sacó cien euros de una caja que escondía en el altillo y salió a la calle dispuesto a cobrar su trabajo. Posiblemente fuera el delincuente más guapo de la provincia, pero no el más listo, eso estaba fuera de toda duda; aunque tonto, tonto tampoco, y había seguido al paralepípedo con corbata un par de días después de la oferta que le hizo; incluso lo fotografió con el móvil. Entró decidido en la sede de PERCAMSA y con el móvil en la mano izquierda se dirigió a la chica morena que se parapetaba tras el mostrador de la recepción.

—Quiero hablar con este caballero —dijo enseñándole la foto del paralepípedo con corbata.

—Buenos días —dijo la chica, y se calló, dejando a Carlitos desarmado y con cara de bobo durante unos segundos, hasta que cayó en la cuenta.

—Perdone. Buenos días. Quisiera hablar con este caballero —repitió con más educación y volviendo a mostrar la foto.

—Lo siento, señor, no sé quién es.

—Oiga, que sé que trabaja aquí. Que lo he visto entrar varias veces.

La chica puso una mano sobre el mostrador sosteniendo un bolígrafo en vertical. Inmediatamente se acercó un guardia de seguridad. Carlitos Sopelana alzó el tono y, ante su insistencia la chica hizo una llamada. Un crío encorbatado y vestido con un traje gris merengo que le iba corto y demasiado estrecho lo llevó hasta una salita de reuniones, allí esperó durante más de media hora mientras se iba calentando más y más a medida que el tiempo pasaba. Cuando estaba a punto de reventar y liarse a patadas con los muebles entró un hombre elegante, de unos cuarenta y muchos años.

—Soy el jefe de seguridad. ¿Y usted es?

Hablaron durante cinco minutos y el hombre salió.

— ¡Me cago en la hostia! —bramó Ot Camarasa— ¡Pégale cuatro tiros a ese cabrón!

—Va a ser que no, jefe —respondió el jefe de seguridad.

—Ya… ya… tienes razón. No sé. Asústalo, dale la mitad de lo acordado y lo montas en un avión, hoy mismo, a… ¡yo qué sé! Si tiene pasaporte a América, y si no a Polonia…o donde te dé la gana, pero que le quede claro que si vuelve antes de un año será para comprarse un apartamento en el cementerio de Montjuich.

Carlitos Sopelana con una maleta ligera, una nueva cuenta bancaria interesante y sin tener claro si estaba contento o simplemente agradecido, desapareció durante un par de años en el Caribe colombiano sin percatarse de que la hipoteca, los impuestos municipales, la luz, el agua, el gas, las letras de la nevera y del televisor, las cuotas del BMW y otras minucias seguían corriendo imputadas a una cuenta vacía y a un tipo desaparecido. Su regreso no fue muy agradable.

 

– Jueves – 3 D 2015 – tarde

Llegué a Can Ramiro a la vez que Pili, Alex nos abrió el pesado portón de madera. Alex llevaba toda la vida trabajando en Can Ramiro, un restaurante clásico medio escondido en una placita del barrio gótico por el que mi tío tenía debilidad. Las pocas veces que se estiraba para celebrar algo aterrizábamos en Can Ramiro. Nos extrañó no ver a Gabi y a mi tío en alguna mesa moldeando la espera con cerveza, entonces apareció Ramiro III, el nieto del original, y nos llevó a uno de los reservados. Julián jamás había usado un reservado; inmediatamente pensé que era una encerrona para abroncarme por lo del idiota que se había presentado en Garraf y por mi vida disoluta, pero no, tío Julián parapetado con Gabi en el reservado y agarrado, efectivamente, a una jarra de cerveza, con cara seria quería contarnos un cuento de espías.

Cuando acabó de explicarnos la historia del pater Macetas, lo de la conversación grabada entre el constructor y el ministro y la posible relación con el asesinato de Esteban Coroto, Julián dijo con total inocencia:

—Y es que no tengo claro si debo decírselo al inspector Palomo o no.

— ¡Coño, pues claro! —salté.

—Eso creo yo también —dijo Gabi—. Si Oriol se ha saltado el secreto de confesión para contártelo no es para que te lo comas con patatas.

—Sí, pero como me dijo…

—Julián —dijo Pili— tienes que saber leer entre líneas, lo quiere el pater es que se lo cuentes a la policía.

Entró el camarero con un picapica de ibéricos y quesos, y Julián asintió al tiempo que decía por lo bajo: Vale, se lo diré el sábado, después de la inauguración.

— ¡No! Se lo tienes que decir ya —dije—. Es un asesinato. Las pistas y esas cosas desaparecen rápido. ¿No ves la tele? Ya vas tarde. Llámalo ahora.

Julián, algo nervioso, llamó a Palomo.

— ¡Hombre, maestro! ¿Cómo está?…Sí…Ya…Ya, pero…Mire ahora es que no puedo, le llamo yo más tarde…sí, urgente, pero le llamo yo. ¿Vale?…Venga. Hasta luego maestro.

 

El inspector Palomo colgó y miró a los ojos de la mujer que tenía delante.

—Perdona Lucy. Según esto se llama Coeur Lupin, pelirroja, pecosa, ojos verdes, metro setenta —Palomo miraba las fotocopias de una ficha policial francesa. La fotografía mostraba el frente y el perfil de una mujer de 27 años zanahoria total, de piel blanca llena de pecas color caramelo con las pestañas las cejas y el cabello de un naranja subido—. Experta en arte, especialmente en el arte ajeno. Detenida en tres ocasiones tan solo tuvo que pagar una multa en una de las ocasiones por dejar su coche en un lugar que impedía el paso de otros vehículos mientras alguien robaba la vivienda de un empresario. No se le ha podido probar ningún robo. ¿Cómo sabes que está en España?

—Porque es mi trabajo. Tengo que saberlo todo. Te has de fiar porque no te diré cómo lo sé. Sólo te diré que suele trabajar por encargo y que hay alguien en  Rusia que se pirra por unos Sorolla que hay aquí, en Barcelona.

—Joder, Lucy, que se trata de unos dibujos de Picasso. Aquí Sorolla no pinta nada.

—Bueno, puede que se los haya cruzado por casualidad. A nadie le amarga un dulce. Es todo lo que tengo para ti y, que yo sepa, no hay nadie más rondando ahora por Barcelona. Lo que me chirría es el asesinato, no es propio. Es como si una casualidad hubiera juntado dos cosas diferentes en el mismo momento.

El inspector Palomo peinó Barcelona enseñando la foto de la pelirroja a sus contactos. Era tan llamativa que no sería difícil dar con ella.

 

Mi tío llamó a Walter para quedar a las cinco y media en la galería. Pili y Gabi se fueron a buscar a Rubén y yo tenía la intención de irme a Garraf para trabajarme a Kossi.

—María, espera un rato, tómate otro café —Me había pillado—. Esta mañana apareció un tipo muy agresivo por casa, preguntaba por ti —Julián se calló y estuvo unos segundos taladrándome los ojos—. Te iba a meter una bronca de niña pequeña, pero Gabi me ha puesto las cosas claras. Tu vida es tuya, pero intenta ser un poco más amable, no cabrees a tus parejas, y, sobre todo, no les digas que tienes una casa en Garraf, Pili se ha acojonado esta mañana.

—Vale. Es que son todos tan imbéciles. Es como si tuviera un imán para los gilipollas.

Salí del restaurante aliviada y, sí, cogí el tren para Garraf, Kossi me atraía de una manera diferente que los otros. De él sabía que no era un imbécil, pero como se enterara Julián…

 

—Mañana voy a la galería, a la exposición de Julián Arias —Le decía Albert Camarasa al subsecretario de Fomento—. Intentaré averiguar algo sobre la grabación, pero si en unos días no consigo nada nos olvidamos. Y durante un par de meses no hables con mi hermano, ni de coña. ¿Te queda claro?

—Sí, sí. Claro. Nada de hablar con tu hermano. Vale. No nos conocemos, nunca…

—Tampoco te pases joder. Sois conocidos, nada más. Por el trabajo y eso.

—Claro, claro.

—Y no vuelvas a llamar por teléfono para ciertas cosas, ni envíes correos. ¿Es que sois todos gilipollas? —Y sin más Albert colgó el móvil—. ¿Y a ti te ha quedado claro? —dijo mirando a su hermano—. Ya se han acabado las tonterías, que no quiero que por tu estupidez me salpique ni una gota de barro. Que aquí todos tenemos nuestro basurero y la basura no se enseña en público. Y deja ya de contratar matones, que no estás en Chicago.

 

Nuria Pou llamó a su exmarido:

— ¿Qué quieres? —contestó el inspector.

—Hacerte un favor, Palomo. He estado en Marsella esta mañana. Saben de alguien que está por Barcelona intentando pescar obras, es una…

—Sí tía, llegas tarde. Se llama Coeur Lupin, busca Sorollas y es pelirroja de la hostia. Llegas tarde, y me alegro.

—…Bueeeno…pero no es pelirroja siempre. Me han dicho que suele llevar pintas extremas y alternativas para camuflar sus pecas y su pelo. ¿Ves? Ya te he hecho un favor.

 

Justina estaba esperando a Julián y a Uta junto a los trípticos y los libros con la obra de Julián. Walter llegó primero, abrió su maleta de piel y sacó un listado con todo lo que había que revisar.

— ¡Ay! Pero que ordenado y que eficiente eres Walter; y que elegante —Dijo Justina con sorna—. Mira, ves con Olive y empezad con el listado de prensa para la comida de mañana.

—No, no. Ya me espero a que llegue Julián, que yo no me encargo de esto, solo he venido a darle las listas a Uta. Luego me voy, que he de reservar habitaciones de hotel para mañana, para que Julián y familia se puedan duchar y cambiar tras la comida con la prensa—Walter estaba decidido a sacar las cosas de Teo de su casa y dejárselas en el bar. Borrón y cuenta nueva, pensaba con rabia.

Uta salió del taxi con una energía desbocada, besó a Justina y a Walter, cogió las listas, agarró a Olive por el brazo y desaparecieron hacia el fondo de la galería. Julián llegó a su ritmo, con una bolsa de plástico llena de trozos de maderas diferentes y un paquete de chicharrones.

—Hola Justina. ¿Qué, revisamos todo? Walter, antes de que desaparezcas, resérvame habitación para esta noche en el hotel. He quedado con alguien bastante tarde y no me apetece volver a Garraf. Pili se encargará de todo mañana. ¿Y Uta?

Uta y Olive, al fondo de la galería estaban discutiendo por algo. Uta, enfática, le hacía sombra a una Olive sentada ante el ordenador que la miraba con ojos fríos pero mejillas ruborizadas. Justina y Julián se estaban acercando y escucharon la voz de Uta:

—Ne sois pas bête. Vous ne “trouverrez” pas un meilleur.

— ¡Hombre, maestro! Debí imaginar que lo encontraría por aquí —Uta y Olive callaron de golpe al escuchar las voces del inspector Palomo—. Vengo a verla a usted, Justina, y a su secretaria, esa tan guapa. Tenemos una pista y quisiera enseñarle la foto de una persona, por si la han visto por la galería, o por las cercanías, o cerca de su casa. Como es tan peculiar no será difícil que la recuerde —Metió la mano en el bolsillo interior del chaquetón y sacó una ampliación de la foto de Coeur Lupin y la plantó ante las narices de Justina—. ¿Ve? Así al natural es difícil de olvidar. ¿Le suena? —Justina se alejó de la foto, se puso las gafas y negó con la cabeza. No había visto a la pelirroja en la vida—. Sabemos que también suele disfrazarse con pintas estrafalarias, pelucas de colores, ropa alternativa, rastas postizas, cara pintada y cosas así. Piense un rato, puede que tenga algo que ver con el asesinato y el robo. Mientras voy a hablar con su secretaria.

—No es mi secretaria, es la encargada y se llama Olive.

—Sí, sí. ¡Señorita! ¡Señorita! Acérquese por favor —Olive se levantó de la mesa del fondo, y ella y Uta se acercaron al inspector Palomo —. Piénselo bien, medítelo, que es muy importante. ¿Ha visto a esta mujer aquí en la galería o por los alrededores? —Palomo, como si estuviera delante de un muro infranqueable, alzaba la foto hacia el cielo. Olive y Uta, desde sus alturas, negaban ambas con la cabeza—. Pues si la vieran, o vieran algo sospechoso no duden en llamar a comisaría.

Palomo se extendió un rato en dar explicaciones sobre la pelirroja a Justina, a Julián, a Olive y a Uta. Al irse Palomo, misterioso se acercó a Julián y le musitó: «Usted, Maestro, ya sabe. A las once donde dijimos».

—D’accord. Marché est conclu —Le susurró Olive a Uta.

 

— ¡No joda! —Fue todo lo que se le ocurrió al inspector Palomo tras escuchar la historia de la grabación de voz que Esteban Coroto, el muerto, había hecho en Valencia y donde el constructor Ot Camarasa y el subsecretario de Fomento ponían nombres y apellidos al reparto de comisiones millonarias. Nombres y apellidos, por lo oído, jugosos—. A ver si ella tenía razón y son un conejo y una merluza que se han juntado en el mismo guiso.

— ¿Perdón? —inquirió Julián.

—Sí, hombre. Un asesinato por un motivo y un robo por otro, que no tienen nada que ver entre sí, pero se han superpuesto en el espacio y en el tiempo. Como una paradoja de Star Trek.

Julián valoró sus tres bourbon dobles a palo seco. Él estaba bien, así que los tres Gin-tonic de un curtido inspector de policía no debían suponer un impedimento. Eso no va a ser el alcohol, eso va a ser que está un poco mal de la cabeza, pensó.

—Bien. Registraremos la galería, el domicilio del muerto y la parroquia de Bellvitge. Tendré que hacer un informe y pedir efectivos. Y usted, Maestro, tendrá que firmar mañana una declaración.

—Pero mañana —Julián miró el reloj—. Hoy, es la inauguración.

—Pues yo le espero a las nueve en punto en comisaría, no será más de una hora.

 

La «Flor de Jara» se mecía suavemente en su amarre del puerto de Garraf. Hacía frío y yo alucinaba en cubierta, mirando a la bocana, abrazada por Kossi. Cuando me vio llegar al puerto supo exactamente qué ocurría, no dijo nada, simplemente dejó en el suelo una llave inglesa, sonrió y me besó. Kossi no solo no era imbécil, era sutil, delicado y tenía un cuerpo como Dios, además de un rabo interesante sin llegar a excesivo. Follamos hasta el cansancio en el camarote de proa. Podemos ir a por unas pizzas, dije, Kossi hizo una llamada con el móvil y a la media hora apareció un chaval con una bolsa de papel. Dentro había una especie de termo desechable con una botella fría de Blanc de blancs, Un paquete de salmón salvaje danés y una docena de trufas de chocolate. ¡Coño con el negro! ¿Esto te habrá costado un huevo? Le dije. Mi trabajo se paga bien, y no gasto, siempre estoy aquí. Después de la cena salimos a cubierta un rato y, con el frío, enseguida volvimos al camarote de proa. Allí amanecí como hacía años, como cuando el sol entraba por la ventana de la casa de Bilbao y mi madre abría la puerta para que entrara el aroma a Cola Cao caliente y a madalena. Creí que podría vivir para siempre navegando junto a aquel hombre.

 

– Viernes – 4 D 2015 – mañana

Serían alrededor de las siete y veinte cuando el sol asomó por el horizonte y Kossi y yo dejamos la «Flor de Jara» para desayunarnos unos cafés calientes con churros en la taberna del puerto. A esas horas estaba vacía, los pescadores de cerco ya se habían ido a casa tras dejar sus capturas en la lonja de Vilanova. Yo no tenía mucho tiempo, tenía un examen y debía de volver a Barcelona, así que me puse matraca: Kossí, tienes que acompañarme esta tarde a la inauguración. ¿Cómo que no? Joder. Para mí es muy importante. No me puedes hacer esto. Tío, me tienes que acompañar. No. No lo entiendo. Si, además, Julián te invitó. Pues ahora ya no vas solo, coño, vas conmigo. No me jodas. Vienes sí o sí. Nos subimos en su ciclomotor para que me llevara hasta la estación del tren. Yo no paré, como el muy chulo iba sin casco: Si no estás allí a las siete te corto los huevos ¿Me entiendes? Cariño, si a ti te encanta la obra de mi tío y es uno de tus mejores amigos. Sí, ya sé que la has visto en el estudio, mientras la creaba, pero es un detalle que te agradecerá. No seas capullo. Además, me estás gustando mucho y quiero que vengas conmigo ¿No es razón suficiente? ¿Qué dices? ¿A las siete? No me falles cabrón. Te espero en la puerta de la galería. No me hagas la putada ¿vale? Me bajé del ciclomotor, le devolví el casco, lo besé y le metí mano dulcemente para reafirmar el compromiso. En el tren me amodorré pensando en el arte de entreguerras, entre 1918 y 1939, y el despertar de las vanguardias; es decir, en el examen.

 

A mi tío Julián y a Justina, sin embargo, el nuevo día les entró de través. Ambos se miraban con cara de tontos en la entrada de la galería. Uta no contestaba a las llamadas de Julián, mi tío llamó al hotel y le dijeron que Uta había dejado la habitación a las cinco de la mañana, el recepcionista recordó que la fue a buscar otra mujer, una joven muy guapa, dijo.

— ¡Me cago en Dios! —exclamó—. Justina, tengo que hacer algo urgente, no será más de una hora y media. Si aparece, llámame —Salió a la calle, paró a un taxi y fue a comisaría a firmar la declaración sobre Esteban Coroto y la grabación del constructor y el subsecretario.

Justina, al ver el mensaje de Olive diciendo que tenía fiebre y náuseas, y que estaría en el médico casi toda la mañana, se desesperó y maldijo al mundo entero, recibiendo tan solo la mirada crítica de las obras colgadas en las paredes. No se permitió pensar durante mucho rato, había mucho que hacer y, rápidamente, se puso a gestionar la inauguración de la tarde. A media mañana Justina me llamó:

—María, guapa, soy Justina, la galerista. Mira, te llamo para proponerte un encargo, si es que puedes y tienes libre de una a cuatro, más o menos. Sí, sería para que te quedaras en la galería durante ese rato, mientras Julián y yo tenemos la comida con la prensa. No, no, por supuesto que te pagaré, faltaría más. Pues entonces a la una aquí. Un beso.

Yo, que ya estaba contenta por el examen, que me había salido de puta madre, me llevaba un buen extra por tres horas de mirar al techo; miel sobre hojuelas, que dicen.

 

Mi tío recordó de repente el post-it que le dio el pater, el que ponía «7D-MG».

— ¡Ah, inspector! Que se me olvidaba una cosa —dijo mientras repasaba la declaración—. Que hay un papel con algo que puede ser una pista de dónde guardó el muerto la grabación.

— ¡No joda, maestro! ¿Y se acuerda ahora? Hay que incluir eso en la declaración. Tardaremos otro rato…

—Mientras ¿puedo salir a hacer unas llamadas?

El inspector Palomo casi había borrado de su mente los Picasso y a la pelirroja, eso bien podía endosárselo al completo a su ex, a la gente de Patrimonio. Lo de un asesinato relacionado con la corrupción política, era un caramelo, que si lo gestionaba bien le podría suponer un ascenso.

Una vez firmada la declaración, Palomo fue con ella al despacho del comisario.

—Tenemos que hablar —dijo con un ridículo tono de teleserie. Y sentándose delante del comisario desgranó todo el asunto, lentamente, como paladeando cada sílaba para hacerlo más interesante y alargar lo que se podía resumir en un simple «Puede que hayan matado a alguien por grabar una conversación muy jodida».

—Pero oiga, Palomo, esto es muy gordo —Eso es todo lo que se le ocurrió al comisario antes de levantarse, invitar a Palomo a salir del despacho y cerrar la puerta con un: «Ja parlarem».

Al inspector Palomo la mañana se le presentaba de cara, iba de excursión, como él decía; tocaba registrar la casa de Esteban Coroto, y los registros, además de para obtener pruebas esenciales para resolver delitos,  deleitaban  ese alma cotilla que tenía.

7D –MG. ¿Qué podría ser? El piso era un piso de Bellvitge de los de 90 metros cuadrados y nada minimalista, estaba atiborrado de todo tipo de cosas, no iba a ser fácil encontrar algo que se suponía escondido. Con sus guantes de nitrilo, Palomo y tres mossos iban abriendo y cerrando cajones y se iban desesperando. Habían caído en la casa de un aficionado a la música y a la fotografía, había miles de CD originales y montañas de CD y DVD grabados por el muerto, tres discos duros externos, once Pen Drive de 32 G cada uno. ¿Quién coño revisaría todo aquello? Se preguntaba el inspector. ¿Y cuánto tardaría?

Palomo dejó a dos mossos en el piso y, con el tercero, se fue a un bajo que Esteban había usado como almacén. Todo eran cajas de herramientas y manuales, pero en la esquina de una estantería había cinco CD, todos con sus pegatinas correspondientes: Instalación de la Biblioteca Nacional, Instalación del archivo de Hospitalet, Instalación del Arzobispado de Sevilla, Instalación de Gas Natural, Instalación del Museo San Pío V.

—Esto primero. Empecemos por aquí —Recogieron todo el material del piso, los CD del almacén y se fueron.

 

—Es usted absurdamente caro. Un ladrón, diría yo, pero lo pago con gusto… y a usted no le interesa el motivo —Walter, enfundado en una bata de raso que imitaba a un kimono japonés, se despidió del cerrajero, eran las cinco y media de la madrugada. Walter se había desvelado a eso de las tres y cuarto dándole vueltas a la cabeza y en su arrebato de celos tomó una decisión. Una de esas que son para siempre, que no permiten una vuelta a atrás. Del todopoderoso internet sacó el número de teléfono de un cerrajero de urgencias que le cambió la cerradura por el módico precio de 750 € por hora y media de trabajo.

—Oiga, sin insultar, que estos precios son homologados, y no soy el más caro. Mire la tarifa: 40 € por desplazamiento, 40 € por hora de…

—Por favor no me explique nada. Lárguese y punto.

—Y los extras por noctur…

—Adiós. Váyase por favor. Eso, adiós.

Nada más cerrar la puerta Walter se fue a buscar la maleta de Teo y metió allí toda la ropa y  todo el neceser de su, definitivamente, ex.

A las siete, insultantemente elegante, como siempre, metió la maleta en el Peugeot, pasó por el Tiro de Teo, cerrado, y dejó la maleta de Teo delante de la persiana cerrada y con un folio pegado con cinta de carrocero que decía: La distancia hace el olvido. Mamón. Luego se acercó al hotel Gallery a comprobar que las reservas estaban correctas y continuó con su rutina de gestiones. Hasta la comida con la prensa su jefe no le esperaba.

 

Pili recogió la ropa de Julián y la bajó a la furgoneta. Eran las diez de la mañana y el sol se abría paso entre unos jirones de nubes, un día estupendo para pasear. Rubén, anclado a su silla de seguridad, estaba nervioso y excitado. Sabía que algo especial pasaba, no lo habían llevado al cole. Mamá y Gabi habían puesto una maleta con ropa nueva en el maletero de la furgo, y le habían dicho que irían a una fiesta con Julián, por eso no paraba de preguntar: ¿Hay mona? Yo quiero mona ¿Julián compra una mona de chocolate grande? ¿Dónde está la mona?

—Hola guapo —Le dijo la recepcionista del hotel Gallery.

— ¿Tú tienes la mona escondida?

Gabi intentó cambiar de tercio y le dijo a Rubén que en cuanto dejaran la ropa en las habitaciones irían a ver el Zoo, otra de las pasiones de Rubén.

—Pero Gabi, que las monas del Zoo no son de chocolate. No y no. ¿Y esa camisa tan chula que me ha comprado mamá? Me la quiero poner.

Frente al enorme bostezo del hipopótamo, una debilidad de Rubén, sonó el móvil de Pili. Era Julián interesándose por Rubén.

—Pili, pásamelo… No te preocupes chaval esta tarde en la fiesta tendrás una mona enorme. Dile a tu madre que se ponga —Gabi le cogió el teléfono a Rubén—. Gabi, hazme un favor, llama de mi parte a la Pastissera Boci, a ver si pueden llevar antes de las siete una mona, o algo grande, de chocolate a la galería…Si ya me conocen, no te preocupes. Debería haber pensado en Rubén y sus monas. Ponme a Pili.

La preocupación de Julián era la ropa. Que Pili no hubiera cogido la que había preparado Walter “el dandy”.

 

A la una en punto, puntual como un clavo, entré en la galería. Justina, con el bolso en la mano me dio un papel con tres instrucciones básicas y se fue mandando al aire un ridículo «Mua,mua». Por allí, entre la una y las cuatro, solo tenía que aparecer un electricista, así que me senté en la mesa más cercana a la entrada, desde la que veía la calle y los peatones, saqué mi tablet y me dediqué a leer un ensayo sobre Giacometti. El tiempo transcurrió veloz, del electricista ni la sombra, hasta que un taxi paró delante de la puerta y apareció Olive. Fue más una sensación que una observación, pero me dio la impresión de que Uta iba en aquel taxi. La bella Olive me dio el relevo explicándome de manera gratuita unas molestias intestinales muy desagradables que habían sido tratadas con eficacia durante la mañana. Ya solo quedaba irme a casa, tumbarme en el sofá esperando la hora de la ducha y el vestido azul escotado. Yo seguía sin verme con aquella indumentaria.

 

Dice mi tío  que la comida con la prensa no estuvo mal, y eso en él es un halago enorme. Fueron seis periodistas especializados en arte y uno que llegó desde una revista de arte y literatura de la universidad de Extremadura. Lo más destacado fue el esfuerzo de Walter por ligar con el periodista que estaba a su lado, un hombre de unos treinta y pocos, muy afeitado y con cara de niño. El coqueteo fue siendo más evidente a medida que el vino se hacía con las venas de Walter y aumentaba su rabia para con Teo.

— ¿Te gustaría llamarme? —insinuó Walter sacando una tarjeta de su chaqueta y colocándola junto al plato del ruborizado periodista.

—No, mira, a mí estas cosas no me van y… además soy del Opus. No insistas.

— ¡Oh! Entonces te van los cilicios. Eso debe poner muchísimo.

—Ya está bien —susurraba el hombre—. No me atosigues más.

—Vale, vale…Pero que eres maricón, eso lo sé yo.

A los postres apareció Uta, con la cara iluminada y una sonrisa de satisfacción que mi tío jamás había visto. A la pregunta obvia ¿dónde había estado? Tan solo respondió con un «Cosas mías, cosas mías, cosas mías» previo a ventilarse tres profiteroles, un trozo de tarta de arándanos, helado de chocolate y dulce de calabaza, todo sin dejar de sonreír.

 

– Viernes – 4 D 2015 – tarde

Desde que estoy en Barcelona he cogido un taxi en cuatro ocasiones. Tres fueron urgencias que no admitían otra solución; la cuarta fue el día de la inauguración, y fue por vergüenza. Me sentía incapaz de ir por la calle vestida de fiesta pija, con el vestido azul, un ridículo bolso mínimo, maquillada y abrigada con una especie de conejo gigante que me prestó Justina. Me sentía como la Cruella de Vil del barrio Gótico. Llegué a las seis, con una hora de adelanto por si había que echar una mano. Justina, Uta y Olive estaban radiantes, se les notaba la costumbre. Las camareras y camareros impolutos; hasta los fotógrafos vestían con cierto decoro, no me lo podía creer. Walter era con diferencia el más…el más…llamativo, eso: llamativo, con una camisa cárdena, pajarita y pañuelo albero y traje chaqueta aceituna; vamos, lo suyo.

Mi tío Julián llegó caminando, un buen paseo desde el hotel, para bajar a comida. El muy zorro llegó a las seis y veinte, cuando sabía que lo suyo ya no tendría remedio. Walter, al verlo, le preguntó:

— ¿Vas a cambiarte aquí?

Julián, mirando hacia su barriga dijo: ¡Hostia, es verdad! No me he dado cuenta, satisfecho por poder continuar con sus tejanos y su camisa de mercadillo. Walter propuso ir él en taxi a por la muda del hotel, pero Julián puso pegas, y yo me di cuenta de que, como siempre, lo había hecho a propósito: los zapatos sí eran los de la muda, se los había cambiado, y la camisa, que decir de la camisa: Tío, ven un momento, que te quito la etiqueta, le dije. Se habría manchado la otra en la comida con la prensa.

 

Tío Julián cogió a Uta del brazo y la llevó al despacho de Justina, yo salí a esperar a Kossi en la calle, junto a un armario ropero que Justina había contratado como vigilante.

— ¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó Julián a Uta—. Llevas un mes rara, muy rara. No te puedo localizar, desapareces sin decir nada, desde ayer que te ríes como una tonta. ¿Qué te pasa? Dímelo, por favor. Si es por mí…

—Nein, es ist nicht für Sie. No por ti. No te lo querría contar, que sé que te preocupas mucho. Pero ahora está acabado, y bien acabado. Son cosas de la familia, de mi hermana, que ha tenido un problema grande en Marokko pero ahora ya está. Me ha costado un dinero grande; tan grande como la masía de Soller con su terreno y mi apartamento en Berlín.

— ¡Joder! pero eso es… ¿Has tenido que vender? ¿Qué coño le ha pasado a tu hermana?

—Es que, Julián, la vida es una mierda —dijo Uta riendo mientras las lágrimas le resbalaban hasta las comisuras de los labios—. Si solo vivimos de una vez una y entre todos nos hacemos hijos de puta con los demás. ¿Para qué? Si todos nos equivocamos alguna vez, joder, pues ayudemos a salir de la mierda, pero no. El dios ese que dicen, llenó el mundo de cabrones también…y todos la hemos cagado, yo mucho, pero hay una frontera. Pero ya está. El cabrón tiene lo suyo y yo a mi hermana en casa. Ya está Julián, ya está.

Se oyó el disparo de una botella de cava al abrirse y la voz de Gabi llamando a un brindis antes de abrir puertas. Entré en la galería, Rubén, en su silla de ruedas, devoraba un conejo de chocolate. Era imposible que una mona de Pascua y él mantuvieran una relación en la distancia. Pili se me acercó para comprobar cómo me quedaba el vestido. Ella estaba muy guapa, más por esos ojos que brillaban como estrellas desde el día que Gabi decidió irse a vivir con ella y con Rubén, que por el magnífico vestido que llevaba. La galería se iba a abrir a las siete menos cuarto para la prensa y a las siete en punto para el público, ya se sabe que en estos casos, entre gente fina y educada, se llega minutos después de la hora, con parsimonia, lo contrario no es educado, nunca lo entenderé. No fue el caso de mis compañeros de clase que colapsaban la puerta desde las seis y media, sin dejar pasar a los fotógrafos, con cánticos del estilo: ¡Ábreme la puerta Vilma!, ¡María ábrela ya! Que atrajeron a unos guardias urbanos dispuestos a llamar a los antidisturbios. El gorila de la puerta lo arregló dialogando. ¡Fíjate! Pensé.

Pasaron los fotógrafos, más interesados en fotografiar la escena del crimen y en las copas que en la exposición, y pasaron mis compañeros, a los que mataré próximamente, que al ver mis pintas me hicieron fotos desde todos los ángulos posibles y las colgaron en las redes. Los dos meses siguientes tuve que aguantar cachondeos variados sobre una supuesta alfombra roja y un photocall. Salí a la puerta a esperar a Kossi, y la gente empezó a llegar, gente que no conocía aunque algunos rostros me sonaban, otros conocidos, algún cantante, una actriz inglesa con Óscar, un beduino con gafas de sol escoltado por siete tipos poco recomendables y que daban mucho miedo…gente así. Luego le pregunté a Pili: ¿Para qué nos hemos vestido así? ¿Has visto las pintas que llevan casi todos? No sé, respondió con un trozo de chocolate en la mano, yo le pregunté a Walter.

Kossi no llegaba, y yo me estaba cabreando, cuando apareció el inspector Palomo. No venía para nada oficial, quería ver la exposición, lo acompañé hasta mi tío, cogí una copa de cava y me mezclé con la gente.

Albert Camarasa llegó con su señora y se la presentó a Justina. A él le hacía tanta ilusión ver los fondos de la colección de la galerista, pero tanta, tanta, e insistió tanto, tanto, que Justina lo dejó solo en el depósito anexo al despacho mientras lidiaba con la esposa, una mujer insustancial como un volován para la que todo era increíble, fantástico, maravilloso y «¿de verdad vale eso?».

Rubén había tomado el mando en una zona de la galería. Sin soltar los restos de la mona miraba hacía lo alto, hacia el lugar donde se encontraban los rostros de unos cuantos hombres y mujeres que acababan de comprar obras de Julián. ¿Te gusta el chocolate? Le dijo a uno de melena blanca, Toma, es rico. ¿No te gusta?, si no te gusta eres tonto, el chocolate le gusta a todos. Te lo doy gratis, le dijo a una mujer, no te debe quedar dinero, ja, has comprado ese cuadro de Julián, mira el cartelito, es mucho dinero. Hay que ser bruta, si se lo pides te los hace gratis. A mí me los hace, ja, ja. Qué tontos. ¿No queréis mona? Esa corbata que brilla tanto es como antigua ¿No? Como del tiempo de los piratas. Ja.

Gabi, detrás de la silla de Rubén, hacía esfuerzos por no reír.

Un hombre grande y gordo comentó un cuadro de Julián: …Podemos apreciar perfectamente la intención de Julián, creo. La intención de fundir la tradición con la modernidad en lo que ha sido  la España profunda. ¿Veis  como mezcla técnicas y recursos del siglo XIX con mecanismos contemporáneos? Eso es lo que quiere decir el autor; habla de la evolución sin renunciar a la historia. Vamos a preguntárselo. Vamos a preguntarle por qué hizo esta obra.

—Yo ya se lo pregunté cuando la estaba pintando —saltó Rubén—. Me dijo que la hacía porque le salía de la punta de la polla. Ja, ja.

Gabi no pudo más y partiéndose el culo de risa sacó a Rubén de aquel círculo y lo llevó con su madre.

 

—Maestro, estar aquí no tiene precio —dijo Palomo—. Yo tengo los estudios justos, pero el arte me llega de alguna manera y lo que hace usted me ha gustado siempre. Voy a sincerarme, si no le molesta. Soy una rata de museos. No soy un pensador ni un intelectual, solo me pongo delante de una obra y la miro durante un rato. Si al cabo me emociona por dentro me parece buena, y si no, me parece banal. Solo es eso.

— ¡Coño! — dijo mi tío abrazando a Palomo—. Es usted de los pocos que conozco que saben de arte. ¿Puedo tutearle?

 

Con el jaleo que había nadie se percató de la bronca que estaba teniendo lugar en la calle hasta que el gorila dialogante que había contratado Justina no entró volando en la galería para estrellarse contra el suelo. Tras él apareció Kossi con un cabreo monumental.

— ¡Gilipollas! ¡Racista de mierda! Te voy a meter tu puta cabeza vacía por el culo. ¿Quién cojones te ha dicho que no puedo entrar aquí? Y negro se lo vas a llamar a la mierda de tu padre… ¡Julián, Julián! ¿Estás por ahí? ¿Has contratado tú a este nazi de mierda? ¿Pero cómo se le ocurre meterse con un negro criado en medio de una guerra? ¿Está tonto?

Salí disparada hacia Kossi y hacia el inspector Palomo que ya había sacado la placa de policía. Julián vino detrás y no tardamos en tranquilizar la fiesta y que todo quedara en nada, o casi nada, porque Kossi, al día siguiente fue a poner una denuncia por delito de odio. Nunca se me olvidará la cara de mi tío cuando me vio besar a Kossi y cogerle de la mano, ni la de Pili, ni la de Gabi; Rubén fue el único que pareció alegrarse: María tiene novio, María tiene novio, y el novio es mi amigo,  y no es otro imbécil.

 

— ¡Julián, Julián! —llamó Justina—. Ven, corre — Se lo llevó a un rincón y susurró—. Ya está todo vendido. Todo.

—No puede ser, si no ha pasado ni una hora y media.

—Hora y cuarto, para ser exactos. Ven conmigo que vamos a hacernos unas fotos con la prensa. Coge una copa de cava.

Walter, viendo solo al inspector Palomo se acercó a él.

—Inspector, quisiera decirle una cosa.

Tras escuchar pacientemente las sospechas razonadas que Walter tenía sobre Olive Aguerre y sus consideraciones sobre el extremo peligro que suponía el que aquella posible asesina despiadada anduviese suelta, el inspector, con la nariz apuntando hacia la corrupción institucional, argumentó, con toda la razón, que la ladrona de los dibujos era una pelirroja pecosa diez centímetros más baja que Olive y que, con toda probabilidad, a estas alturas estaría lejos de Barcelona intentando vender la mercancía. Walter se quedó mirando de reojo los vertiginosos tacones de Olive mientras el inspector Palomo desaparecía de los corros con la intención de cotillear.

— ¿Se encuentra bien? —Le preguntó el inspector a un sorprendido Albert Camarasa que, azorado, cerraba uno de los armarios móviles del depósito de la galería.

—Sí, sí…solo estaba viendo las obras que guarda Justina.

— ¿Nos conocemos? Su cara me es familiar —dijo el inspector— ¿Es del mundo del arte? No, quizá abogado…

—No, no. Soy Albert Camarasa, empresario, me habrá visto en la prensa. Bueno, me voy a tomar una copa. Adiós.

¡Coño! Pensó el inspector, y se puso a mirar en los armarios hasta que decepcionado se quedó pensativo delante de ellos.

Kossi y yo buscamos un sitio tranquilo y aterrizamos en el depósito, allí vimos al inspector mirando los armarios.

—Hola —dije.

— ¡Ay, hola! ¿Te has fijado? 1I, 1D, 2I, 2D, 3I, 3D, y así hasta seis, y en este otro grupo de armarios fijos 1, 2, 3, 4, etc…

— ¡Ya! ¿Y? —dije encogiéndome de hombros y mirando a Kossi sin entender.

—Es como se numeran los armarios de ruedas —dijo Kossi— armario 1 lado izquierdo, armario 1 lado derecho, y eso. En el club náutico de Castelldefels también están así.

— ¿Y tú ya no armarás más líos? —le preguntó Palomo.

Le di al inspector las explicaciones justas sobre Kossi y se fue sonriendo, dejándonos solos.

La inauguración languideció en una sala de fiestas con Justina, Uta, mi tío, Kossi y yo. Me libré de las explicaciones sobre lo nuestro y Julián nunca me ha preguntado nada. Me alegro.

 

– Sábado – 5 D 2015 – mañan

Lo bueno: despertar en mi apartamento junto a Kossi. Lo malo: la puñetera resaca. Para colmo el día no era ni carne ni pescado, nubes y claros con una luz triste que no animaba a levantarse de la cama.

— ¡Joder! Cómo tengo la cabeza —exclamé.

—Ya. Te bebiste el Mediterráneo. Tómate un ibuprofeno —dijo Kossi.

—Eso no me hará nada.

—Pues hazte una infusión de jengibre, naranja y pétalos de romero, o de lo que te apetezca; pero tómate antes un ibuprofeno.

Todo fue muy lento durante mucho rato. Kossi se levantó y llamó a Julián por si necesitaba la «Flor de jara», respuesta negativa, acto seguido me trajo un enorme vaso de agua, un ibuprofeno y galletas. Eso pareció colocar ciertas partes de mis entrañas en mejor disposición, me senté en la cama y Kossi se marchó a poner una denuncia por delito de odio a la comisaría más cercana mientras hablaba solo.

—Se va a enterar ese facha, le voy a pedir cárcel y una indemnización que se va a cagar…A ver si por no tener papeles me las voy a cargar yo… que el jodido racista me insultó, pero yo le di dos hostias guapas…Ya lo que me faltaba es que por pegarle a ese tío me hicieran un expediente de expulsión…¿Qué hago?

Tardó dos horas y media en volver, ya creí que había pasado de mí. En la comisaría se había liado de mala manera. Para hacerse valer sin documentación lo primero que dijo es que era amigo del inspector Palomo, de Homicidios, al que, por supuesto, en aquella comisaría no conocía nadie. Luego narró los hechos a su manera, involucrando como testigos a Julián, a Gabi, a mí, a Pili, al inspector, a unos estudiantes de Bellas Artes, a la encargada de la galería y a la dueña, a unos camareros y camareras que atendían,  y a gente muy importante que estaban en la galería, así, en general: gente muy importante; para rematar: músicos, empresarios, artistas y políticos. «La crème de la crème». Y el vigilante, un nazi racista me puso la mano en el hombro para pararme, y me dijo: ¿A dónde vas negro? Y luego: Aquí no se admite basura como tú, y me empujó, y señalando un árbol me dijo que me subiera  a mi casa. Y eso señorita es un delito de odio tipificado en el código penal de este país. La mossa d’esquadra que lo atendió iba metiendo baza de tanto en tanto: Sí, pero oiga, ¿a quién quiere denunciar? ¿Cuál es el nombre del sujeto?… Pues tendrá que averiguarlo… Yo puedo escribir todo lo que usted quiera, pero sin sujeto, no puedo registrar la denuncia… ¡Claro!, tendrá que llamar a alguien que le dé razón. Eso es, vuelva cuando lo sepa.

Yo estaba en la ducha cuando sonó el timbre, dejé un reguero de agua por la casa pensando que era pronto para darle una copia de las llaves a Kossi, que, al menos, venía desahogado. Me preguntó si tenía el teléfono de Justina para preguntar por el vigilante. De repente el día se despejó y Barcelona se inundó de una luz brillante; a su vez mi resaca había remitido con el agua, el ibuprofeno, las galletas y la ducha. Oye, que me pareció que una cervecita en alguna terraza del Borne no estaría mal, y a Kossi le pareció mejor.

 

Mi tío Julián madrugó muy a su pesar. Se había acostado sobre las tres de la madrugada en la habitación del hotel de Barcelona, y, como es un desastre que tierne tres rutinas aprendidas y poco más, al estar fuera de su casa, olvidó ese ritual sagrado: apagar el teléfono móvil y dejarlo lejos del dormitorio por si se pone en marcha solo.

—Siii. ¿Quién es?

—Kossi. ¿Qué si vas a necesitar la Flor de jara hoy?

— ¿Hoy? ¿Para qué? No, no. Llévatela. Tío no son horas…

—No, es porque le falta combustible. Por si querías que fuera a Garraf a llenarla.

— ¿No estás en Garraf?… ¡No jodas! Ya hablaremos, y cuídala bien o te mato…No, a la barca no, imbécil, a María — Ycolgó sin más.

Cuando aún se estaba situando y medio se arrastraba camino del wáter volvió a sonar el dichoso teléfono. Esta vez era Uta.

—Julián ¿estás bien? Es bueno. Mirra, la exposición ha salido grande, fantástica, y yo te expliqué ayer la cosa de mi hermana. Así que no te enfades, perro me voy a Rabat a buscármela. ¿Ok?  Voy a tardar un tiempo, no sé cuánto, porque la llevo a la casa de la familia, en Tuttlingen, y quierro vigilar un poco y arreglar cosas. Ya es la única casa que me queda. No te procupes, que yo vuelvo para hablar contigo cara a cara. Ahorra tengo una gran preocupación y déjame que lo solucione. ¿Te parece?

A mi tío le dio la sensación de que de repente todo un mundo se hundía a su alrededor. Yo con Kossi, dejando de ser su niña, Kossi conmigo dejando de ser su cómplice, Uta yendo a Alemania y, posiblemente, sin regreso, Pili con Gabi; y él solo en medio de todo con sus pinturitas y sus manías. Se vistió y un taxi lo llevó a Garraf, le costó una pasta, pero no tenía ganas de ver ni el paisaje a través del tren, ese vicio suyo que perduraba desde aquel primer viaje, siendo niño, acompañado de su madre, desde Extremadura hasta Barcelona.

—Esto lo arreglamos con un vermut de Reus, unas olivas y unos boquerones en vinagre —le dijo Gabi cuando Julián le contó todas sus preocupaciones—. Vamos. ¿A que sí Rubén? Pili ¿Dónde te apetece? Hace muy bueno.

Gabi condujo hasta el Club Marítimo de Castelldefels. Delante de la terraza tenían la marina seca y el embarcadero. Los patines salían uno a uno a navegar, no había mucha gente en la playa, era diciembre, pero la temperatura, al sol, era magnífica. Habían dejado a Pili y a Rubén junto a la orilla, a ver quién le decía al chico que no metiera los pies en el agua. El sol atravesaba el vaso de vermut mostrando un rojo sangre que acariciaba la rodaja de naranja y en algún punto se estrellaba con el verde oliva de la aceituna; lo que podríamos definir como una plácida y maravillosa mañana de sábado.

—Bueno. A ver si te aclaras —dijo Gabi—. ¿Qué quieres hacer ahora? Ya estás con la exposición en marcha, tenemos ese proyecto tuyo de la fundación, tienes dos trabajos grandes entre manos y dices que no quieres trabajar más…

—No he dicho eso —respondíó Julián—. Lo del gilipollas ese de Camarasa no lo haré. Y pienso pintar, pero a otro ritmo; sin tener a Uta sobrevolándome. Mira, eso de Uta, al final, va a ser fácil. Creo que quiere cambiar de aires.

— ¿Y la fundación?

—A eso me pongo ya. El lunes hablo con Adrián Urramendi.

Una moto de agua hizo un mal giro en la orilla y una ola fantasma mojó a Rubén y a Pili; ella se reía pero Rubén se asustó y comenzó a dar voces. Entre todos lo llevaron a los vestuarios del club y lo secaron.

—Ese hombre cabrón —decía— me debe una bolsa de patatas fritas y chocolate. ¡Mira que ha hecho, mamá!

—Nunca te perdonaré —susurró Pili a Julián— que le hayas enseñado todas las blasfemias y tacos que aparecen en el diccionario. No me hace gracia.

—Tú es que eres muy fina, guapa, pero también te quiero.

El móvil de Julián volvió a sonar. Al ver la pantalla encaró las cejas y resopló. Era Palomo. A punto estuvo de rechazarla, pero lo pensó mejor y puso el altavoz. Al menos se entretendrían un rato.

—Buenos días, Maestro. ¿Cómo le va? Lo de ayer me gustó un montón. Es usted muy bueno, un referente de nuestro arte. No le importará si le digo a mi gente que somos amigos ¿Verdad? Aunque la mayoría no saben quién es usted, son unos cazurros. Yo es que soy de familia trabajadora ¿Sabe? —Julián miró a Pili y  a Gabi, y pensó: Pues como casi todos. Este se cree que nací pintando en una mansión.

—Ya. ¿Y qué quiere Palomo? —Pili y Gabi sonreían.

— ¡Quiero verlo, quiero verlo! —gritó Rubén con la boca llena de patatas fritas—. ¿Cómo hay un palomo en el teléfono?

— ¿Quién está ahí? Julián ¿me oye? Le llamo porqué hemos averiguado que la nota que me dio, esa que ponía «7D-MG», es de un armario móvil; aunque no sabemos de dónde. ¿Se  le ocurre algo?

Gabi se metió por medio y Palomo se molestó al saber que todo el mundo le escuchaba, pero ya no quedaba bien cortar. Si el muerto, dijo Gabi, era especialista en montar grandes instalaciones para archivos y museos, trabajaría normalmente para empresas fabricantes, y de esas en España no había más de cinco o seis. Gabi lo sabía porque tuvo que resolver un concurso público del CSIC que licitaba una instalación de esas en Guadalajara.

—Inspector, solo tiene que averiguar qué empresa hizo lo de Valencia, los montadores suelen trabajar siempre con la misma, y que le den los dosieres de las que hizo después de esa hasta el día de su asesinato.

—Buena idea. Pero, cojones, ¿quién es usted?

—Un catedrático pedante, inspector —dijo mi tío—. Alguien sin importancia.

 

El inspector había abusado ligeramente del cava la noche anterior y pretendía acabar con las molestias ingiriendo una medicinal manzanilla y dos donuts de chocolate. Sentado en la terraza de la panadería de su barrio, mientras esperaba a que lo atendieran, se repetía: Es sábado, mierda, ¿porqué tendrá que ser sábado? Es que es sábado…y mañana domingo. El asunto del asesinato y la grabación le urgía, lo habían puesto para él, para hacer méritos y ascender, y no pensaba dejar pasar dos días aciagos. Tenía que contactar con el fabricante para el que trabajó el muerto inmediatamente. Entre donut y donut, con una llamada certera a una compañera de la Jefatura central, averiguó el nombre y el teléfono de la empresa que hizo la instalación del museo de Valencia, en el que el asesinado grabó, supuestamente, la conversación. Pidió un tercer donut, normal, para digerir de la mejor manera posible que nadie respondiera sus llamadas, salvo un contestador que repetía el horario hábil de la empresa y le derivaba a la página web. Enfadado con el mundo fue a comisaría, se puso delante del ordenador y no paró hasta conseguir el teléfono móvil del propietario de la empresa, que es algo bastante sencillo para casi todo el mundo, más para la policía, pero Palomo es una persona que tiene una guerra abierta con las tecnologías y parece que va perdiendo, por no decir que es un ciego tecnológico. Con el número de móvil del tipo en cuestión escrito en un papel adhesivo, se arrellanó en la silla disfrutando de su logro y marcó. El propietario de la empresa era un hombre muy educado y atento, que le confirmó que Esteban Coroto trabajaba para él casi en exclusiva, salvo alguna pequeña reparación o mantenimiento en instalaciones como la de Justina. Las oficinas de la empresa estaban en Barcelona, todo se ponía de cara, además le dijo que estaría encantado en recibirlo y enseñarle los planos de las últimas que hizo con Esteban, el lunes, cuando regresara de Andorra, que estaba esquiando con la familia. El inspector Palomo rechinó los dientes, ¿Y no hay nadie que me pueda abrir esta tarde? Piense que se trata de un caso de asesinato. El hombre le dio el teléfono de la secretaria, Pero no sé si está en Barcelona, dijo.

 

Cerca de la basílica de Santa María del Mar Kossi y yo vimos a Walter caminando junto a Ivo, un antiguo novio suyo pesado como una losa de granito. Tiré del brazo de Kossi para meterlo de golpe en una tienda de sombreros y esperar que pasaran de largo. Si yo ya sabía que a Walter le perdían los sombreros ¿Porqué elegí esa tienda?

— ¡Oh, María guapa! ¡Qué casualidad! —Walter miraba nuestras manos entrelazadas con incredulidad.

—Pues sí. Es lo que piensas, estamos juntos. ¿Y vosotros dos? ¿Habéis vuelto?

—No, no. No por ahora —dijo Walter mirando a Ivo hacia arriba. Walter medía apenas metro sesenta e Ivo sobrepasaba el metro noventa, pero hacen buena pareja—. Oye, María ¿Tú conoces a Olive? La encargada de la galería de Justina —Asentí—. Es que verás…

Y empezó a contarnos sus sospechas y sus miedos. Por mucho que dijera el inspector Palomo, Walter no se bajaba de su burra, el asesino había sido un tal Carlitos Sopelana, y La Olive esa era su cómplice, la que había robado los dibujos de Picasso, o algo más, decía, porque al tal Carlitos se le había dejado de ver por el barrio, a lo mejor la francesa le había dado puerta a él también, y aunque se lo ordenara Julián, él no pensaba asomar las narices por la galería, que vida solo hay una y no hay por qué acortarla a lo tonto. Desconocía ese punto extraño de Walter, mezcla de hipocondría y paranoia, pero pagó las cervezas y el aperitivo.

 

– Sábado – 5 D 2015 – tarde

Ot Camarasa i Codina abría un par de latas de berberechos en la terraza del ático de la calle Ganduxer. Su hermano Albert, sentado en un sillón de mimbre, mordía la aceituna de su vermut rojo mientras mantenía la vista perdida en los tejados del colegio de las Teresianas, un edificio de Gaudí. Sus esposas, firmes, cara al sol que por fin se abría paso por completo, hablaban amigablemente.

—Pues yo me hubiera ido este puente de la Constitución con el niño a Llivia, No entiendo porqué Ot se ha empeñado en que nos quedáramos.

— ¡Ay, Cuca! Haberte ido tú sola, total.

— ¡Claro! Y mi nuera amargándome el finde; y mi Ot aquí solo cuatro días. No.

— ¿Qué no te fías?

— Cuando está de viaje, allá él, pero aquí nos conocemos todos. ¿Y tú, Nani? ¿Te fías de Albert?

—Mira, guapa, dime ¿Qué has encargado de comer?

—Es sorpresa. Solo te puedo decir que lo he pedido a Semon, y eso, como mínimo, es calidad chachi . ¿Quieres otro gin-tonic…

—Cuca —voceó Ot—, porqué no vais adentro y le enseñas a Nani las miniaturas japonesas que compré la semana pasada en subastas Segre. ¿Vale cariño? —Cuca, educada con el esmero correspondiente a su clase social, entendió la orden y, cogiendo a Nani de la mano, desapareció del mapa.

—No había nada, hermano. La grabación no está en la galería — dijo Albert Camarasa saliendo de su ensimismamiento.

— ¿Seguro?

—Seguro. Olvídate del tema, y por si algún día aparece algo, adelántate y habla con…

—Ya he hablado. Si sale algo lo pararán. El problema es que sea la prensa la que lo saque, entonces…

—Si supieran algo ya habría salido. Mañana nos vamos a Palafrugell, ¿os venís?, hasta el martes. Estará bien.

 

Kossi y yo acabamos comiendo unos pepitos de lomo en un food truck varado en el parque de la Ciudadela.

— ¿Tú crees que lo nuestro tiene futuro? —le pregunté.

—Tía, que llevamos juntos un día y ya te haces pajas mentales —respondió con clarividencia.

—Es verdad. Pero, mira Kossi, es que yo…yo soy un poco complicada. Mi carácter…

—A ver, María. Hace cinco años que te conozco, y no eres complicada, eres un puto cubo de Rubik. Es parte de tu encanto. Ya se verá, déjalo fluir, que corte el mar suavemente y evolucione…

—Una cerveza más y se acabó. ¿Vale?

—Bueno. Pero no te agobies, tú en tu casa, yo en  El Garraf, y poco a poco vamos viendo que ocurre. ¿No te parece?

Me sonó el teléfono. Era Justina, con voz suave y embaucadora, me hizo una oferta de esas que es difícil rechazar aunque no te la haga Vito Corleone. Me ofrecía trabajar como encargada en la galería, en horario de tarde. Mi reacción de alegría indisimulada debió de ser espectacular, todo el mundo me miraba y Kossi, delante de mí, tenía esa cara  de « ¿Qué coño pasa?». Es normal, podría dejar de depender de la ayuda de Julián, dejar de ser un apéndice de mi tío para ser yo, por fin. Pasados los primeros segundos de euforia pregunté: ¿Y Olive? Habían estado comiendo juntas, y la francesa le explicó que le había llegado una propuesta de Suiza para hacerse cargo de una fundación de arte privada, mucha pasta, una pasta indecente que no podía dejar escurrir. Tenía que irse el lunes por la mañana. Lo sentía mucho, había estado muy a gusto trabajando con ella; y le proponía que contratara a María.

— ¿Puedes venir mañana? —preguntó Justina—. Para que te explique cómo va todo, y comemos juntas, con Olive. ¿Te va bien?

—Claro, claro. ¿A qué hora?

Al día siguiente casi no llego a la hora. Quise celebrarlo a lo grande y nos pasamos tres pueblos. Kossi tenía que estar a las ocho en el puerto del Garraf, cuando me levanté se había ido, vete a saber en qué condiciones, y crucé los dedos para que hiciera un tiempo de perros y no tuviera que salir a navegar con ningún cliente. Nubes y claros de mierda.

 

El inspector Palomo tuvo una tarde gloriosa y a eso de las nueve de la noche llamó a mi tío para contarle sus cosas. ¿Pero este tío?, pensó Julián, que me llama a mí para darme novedades de una investigación de asesinato. No es normal. Y, mira que sabe de pintura, pero está tarado.

Según le contó Palomo, a mediodía, mientras se comía un triste kebab en la comisaría, pudo hablar con la secretaria de la empresa donde había trabajado el muerto. Una chica muy amable y educada que, después de escuchar sus explicaciones, y el argumento de que eran órdenes de su jefe, se avino a acompañarle a las oficinas a las seis de la tarde, y enseñarle todo lo que fuera necesario, salvaguardando su honra, a la que tenía en gran estima. La chica, una mujer de unos veintitantos, rubia y guapa y con media melena lacia, le esperaba en la portería del edificio. Vestía un chaquetón beige, de esos acolchados, sobre una blusa de flores abrochada hasta arriba, la falda marrón, hasta media tibia, daba paso a unos zapatones negros. Era como un disfraz hecho a medida para ocultar cualquier indicio de personalidad. Nada más presentarse Palomo, la chica le dio un díptico impreso en papel barato con la foto de un tipo con barba, según le dijo ella, una foto de Dios. El inspector desvió el asunto y se centró en convencerla de que necesitaba ver los expedientes de las instalaciones que había hecho Esteban Coroto desde una fecha determinada. Durante un rato estuvieron revisando planos y papeles, no eran muchas instalaciones, solo nueve, pero de muchos armarios y con muchas especificaciones.  Todas las instalaciones tenían un armario 7D, pero nada más.  No hubo resultado. Palomo sacó un papel del bolsillo y se lo enseño a la chica.

— ¿A usted le suena esto? 7D – MG.

— ¡Manda cojones! ¡Pues claro, coño! Haberlo dicho antes tío.

—No le hacía a usted con ese vocabulario —dijo Palomo sorprendido.

—Ya. Es que verás, yo pertenezco a la iglesia de los Apóstoles del Retorno Divino, pero a tiempo parcial, por presiones familiares, ya sabes…y porque mis padres pueden sufrir represalias si me desvío del camino correcto, pero ahora estoy en modo civil. He venido vestida así por ser sábado, mi madre no me hubiera dejado salir de otra manera, y le he traído el panfleto por si cuela. Me llevo una comisión por cada pringao que se acerca al templo con un papel mío. ¿Ve?, van numerados.

—Bueno. Bueno, bueno —Palomo se había hecho un nudo en las neuronas—. ¿Y entonces, el papel?

—MG, Museo del Gas. Tal cual.

—Aquí no hay ningún museo del gas —dijo el inspector.

—Toma tío —La chica le dio un expediente a Palomo—. Instalación de Gas Natural. Han hecho un museo en Sabadell —Desplegó el plano—. Mira. Armario 7D. Es ese. Oye, me invitas a un gin–tonic al salir…Es que no llevo un duro, y los fines de semana en casa de mis padres son tristes de cojones.

El inspector le pagó más de un gin-tonic, y parece que aquello fue algo más que el principio de una gran amistad.

 

A Walter, después de pasar la tarde paseando y charlando con Ivo, le dio un arrebato y entró en un chino a comprar una libreta de espiral.

—Ahora escúchame atento. Vamos a sentarnos en un sitio relajado, pediremos una botella de cava bien frío; solo cava, sin nada para comer, y vamos a redactar un contrato de convivencia que firmaremos los dos. Una vez firmado, hoy mismo, te vienes a vivir a casa, pero a vivir a vivir, nada de a ratos. ¿Quieres?

— ¿Cómo un matrimonio? —preguntó Ivo riéndose irónico.

—Lo del matrimonio ya se andará. ¿Qué, guapo, quieres o no?

Walter se puso a pensar en voz alta ya redactar:

Punto 1: Nadie traerá amigos o conocidos a casa sin tener el consentimiento del otro.

Punto 2: No se admitirá más de una infidelidad al mes. Y jamás en el domicilio propio.

Punto 3: Las infidelidades serán notificadas a la pareja para poder disponer eficazmente de los mecanismos de prevención de enfermedades de trasmisión sexual.

— ¿Estamos de acuerdo en esto?

Punto 4: Todo lo referente a la limpieza de la ropa será responsabilidad de Walter (yo). Esto incluye el calendario de lavadoras, la separación de la ropa en grupos homogéneos, gestión de la tintorería, elección de los productos de lavado y de limpieza del calzado, mantenimiento y limpieza del calzado, y el modo de tender la ropa. El uso de la secadora será esporádico y por motivos de urgencia. La plancha es responsabilidad de la asistenta.

Punto 5: Cada uno de los miembros de la unidad de convivencia dispondrá de su propio cuarto de baño, y se abstendrá de hacer uso del de la pareja, salvo en caso de extrema necesidad (atascos, roturas, inundaciones…). Siempre bajo la autorización del otro.

Dos botellas de cava más tarde, Ivo firmó aquel contrato leonino que acabó conteniendo treinta y ocho puntos. El precio de la felicidad.

 

Un taxi dejó a Olive en un vacío polígono industrial de Badalona que, a esas horas de la noche, parecía la periferia de Shanghái, lleno de enormes letreros luminosos escritos en mandarín y decenas de chinos caminando, de un lado para otro, bajo las luces amarillas de las farolas. Entró en el restaurante chino donde estaba citada, en la parte inferior de la pizarra que había en la puerta, «5 €» nos daba a entender que toda la caligrafía indescifrable que había en la parte superior, nos hablaba de un menú. Un chino con uniforme de cocinero le indicó un asiento junto a una mesa redonda. No había nadie más. El hombre le preguntó si quería tomar algo, dijo que no y se quedó sola durante diez minutos. Al cabo, se abrió una puerta roja y apareció su contacto, un chino de no más de veintidós años, bien trajeado y con un reloj de esos que se ven a la legua que no son dorados, que son de oro de verdad. Se sentó enfrente de Olive, apareció el camarero con un bol de arroz y el chino comió.

— ¿Ya está? —preguntó el chino sin mirarla.

—Sí —contestó Olive— Ha de ser mañana. Con el puente de la Constitución se han ido todos al extranjero. Tampoco habrá vigilancia privada.

— ¿Tiene los planos y las claves?

—Sí — Y abrió el bolso sacando una carpeta de cartón.

El chino levantó la mano derecha y el cocinero golpeó en la puerta roja. Aparecieron tres chinos más, peor vestidos y más mayores, se sentaron en la mesa y, mientras el primer chino seguía comiendo, estudiaron los planos y las claves de las alarmas junto a Olive.

—Recuerde —le dijo el chino del reloj a Olive—, usted encárguese solo de autentificar el Sorolla. La mitad de lo convenido ya está en su cuenta de Suiza. Buenas noches. Le acompañarán a casa.

—Hijos de puta —pensó Olive—. No se fían.

Al llegar a casa volvió a ser la pelirroja de siempre, se duchó y, antes de acostarse, se asomó a la ventana. El mercedes que la había traído no estaba, pero en la esquina con la calle Villarroel un chino estaba plantado en la penumbra mirando hacia el portal. ¡Pues que se joda toda la noche!, pensó. Y descansó plácidamente. Al día siguiente le pasaría el relevo a María, se despediría de Justina y volvería a sus negocios.

 

– Domingo – 6 D 2015 – mañana

Me levanté abotagada, Kossi y yo nos habíamos dado un homenaje exagerado. Él ya se había ido, y yo tenía que estar a las diez en la galería de Justina. Ni de coña, mal comienzo para un trabajo. Dejé que me cayera el agua caliente de la ducha un rato y, cuando me estaba amodorrando de nuevo, cambié a la fría de golpe pensando que me pondría las pilas, pero no, tan solo me dio un susto. Fue la llamada de Julián la que me libró de quedar como una imbécil.

—María, voy a la galería, Justina me ha dicho lo de tu empleo. ¿Te paso a recoger?

Sin desayunar, ni apenas peinarme, me monté en el taxi, con una sensación desagradable en el estómago, y recitando mantras por lo bajo entre semáforo y semáforo. Justina y Olive nos esperaban en la puerta. Está claro que mis condiciones no eran las mejores, así que, el hecho de que Olive fuera apenas un par de centímetros más alta que yo se lo imputé a mi estado, hasta que me tomé el segundo café y el cruasán se hizo un sitio en el estómago. Olive llevaba unas zapatillas deportivas, planas, y unos tejanos ceñidos, en lugar de los pantalones anchos habituales,  que tapaban sus zapatos de tacón, eso sí la chaqueta era de Prada. Durante la inauguración se había hablado mucho del cuerpazo de Olive, y de su altura, por eso me extrañó que Justina no advirtiera el bajón, ya la habría visto antes sin tacones, aunque, para Justina, que es muy bajita, cualquier cosa de más de metro sesenta y cinco debe ser altísima. Y mi tío Julián cuando tiene el cerebro para dentro no se entera de nada. Pensé en lo que había dicho Walter sobre ella, pero lo descarté por increíble. Además, empezó el adiestramiento para mi próximo futuro profesional y me centré en él, mi cerebro necesitaba todas sus energías para no dejarme en ridículo.

 

Mi tío recibió una llamada telefónica mientras sellaba y firmaba los certificados de autenticidad de las obras que le pasaba Justina.

— ¡Feliz día de la Constitución, Maestro! ¿Cómo va todo?

—Palomo. ¿Qué quiere?

— ¿A que no sabe dónde estoy? ¿Eh, Maestro?

—Todavía no soy adivino —dijo Julián con un cansancio repentino—. Mire, tengo muchas cosas…

—Si ya le dejo. No se apure. Estoy en Sabadell. Sé dónde está lo que usted y yo sabemos. He averiguado lo del papel…Ya me entiende ¿verdad? Solo quería decírselo. Le mantendré informado. Buenos días, Maestro.

Julián colgó el móvil y se quedó quieto mirando a Justina.

— ¿Y a mí qué cojones me importa? —dijo—. Tú, tú…escúchame, por favor. Ese policía…es que…no para de llamarme, y me informa de la investigación… ¿Tú qué crees? Al principio creí que me consideraba sospechoso. Ahora me siento acosado. ¡Tía!, ¡Justina!, ¿tú lo ves normal?

—Lo vi en la inauguración. Y también vi cuando lo abrazaste diciéndole que él sí sabía de arte. Es un admirador tuyo, un poco excesivo, un fan, pero nada más que eso. Por cierto: Con lo que aguantas el whisky ¡Qué mal se te da el cava!

El inspector Palomo llevaba un rato sentado en la plaza del Gas de Sabadell, esperando que abrieran el museo del Gas, y pensando en el poder. Eso era el poder, la plaza de Palomo, y el museo de Palomo, el edificio Palomo y la calle Palomo. Eso, y evadir impuestos. Una fachada que combinaba la historia con la modernidad; la modernidad, pensaba Palomo, para muchos, consiste en ser diáfano, grandes vidrieras que dejan entrar la luz para que atraviese el espacio de lado a lado, como diciendo: no escondemos nada. Y una mierda, pensaba, luego, todo lo importante lo meten en sótanos.

El museo abrió las puertas a las diez en punto, Palomo se identificó ante la señorita de información, luego ante un vigilante de seguridad, a los diez minutos ante un tipo que llegó en coche y sudando, y, tras una llamada telefónica a alguien muy importante, el vigilante, mosqueado, lo acompañó al depósito de archivo, en los sótanos. ¡Ves! Pensó, siempre en los sótanos. Pensó en llamar a Julián Arias, al fin y al cabo la pista se la había dado su pintor preferido, y, si lo mantenía informado, quizá tendría más posibilidades de conseguir su objetivo.

—Bueno, comisario ¿qué es lo que tiene que hacer? —dijo el vigilante de seguridad delante de la doble hilera de enormes armarios de color rojo infierno.

—Inspector, inspector, no comisario. Quiero abrir el armario 7D…Este —señaló Palomo.

—Pues venga.

— ¿Cómo se abren?

—Ni idea. ¿No tiene usted las llaves magnéticas?

— ¿El qué?

— ¡Coño! Pues unos cacharrinos de plástico que se pasan por delante de esos paneles y abren la instalación. Vamos… que no los tiene. Pues hemos de subir a las oficinas.

Subieron por las escaleras principales, había un ascensor directo, pero el vigilante, ya que lo estaban incomodando, tenía ganas de joder.

— ¡Palomo! ¿Què cony fas aquí? —Era su ex, Nuria Pou, vestida de paisano y cogida de la mano de un tipo de metro ochenta y algo, y espaldas enormes—. ¿Qué me estás siguiendo? ¿Ahora vienes a mi pueblo a ver qué hago?

—Señora —intercedió el vigilante—, el comisario está aquí trabajando.

—No jodas que te haces pasar por comisario —dijo Nuria mirando a Palomo con sorna.

—Vete a la mierda. Inspección de rutina, así que coge al maromo y sigue a tu rollo —Al acompañante no le sonó bien el sustantivo y levantó un brazo enorme.

— ¡Déjalo! Es mi ex. Vamos a lo nuestro…Palomo, creo que me has dejado colgada con el asunto de los Picasso. Te la guardo; y tanto que te la guardo.

—Es usted un lince para las mujeres —Murmuró el vigilante mientras abría los despachos.

Costó un rato encontrar el pendrive, estaba enganchado con cinta americana en la parte inferior del armario, por detrás del pequeño motor que lo movía. Contento, por no decir eufórico, Palomo subió las escaleras casi bailando; antes de salir del museo se lo pensó dos veces, y recorrió las salas hasta dar con su ex.

—Nuria. Buen domingo y que te den —Salió disparado con una sonrisa de oreja a oreja, viéndose ya con los galones de intendente.

Nada más llegar a su casa, el inspector se comió un donut mientras preparaba un ritual. Colocó el pendrive en el portátil, sobre la mesa de centro del salón, abrió dos latas de berberechos y las aliñó con su salsa preferida, colocó una jarra de cerveza fría que rellenó con una Duvel, y se sentó en el sofá.

La sensación era extraña, la imagen era la del muerto, agachado en el suelo y mostrando herramientas y piezas a la cámara, haciendo un tutorial de cómo montar un armario compacto paso a paso, en silencio porque la voz la ponía en casa haciendo un guión. Durante un minuto no se oía nada, luego un carraspeo inició una conversación.

—Aquí, aquí es perfecto. Están almorzando.

— ¿No estarás grabando con el móvil, capullín? —Era la inconfundible voz aflautada del subsecretario de Fomento.

—Je. Bueno, ¿cómo lo guisamos esta vez? —Esta segunda voz debía de ser de Ot Camarasa i Codina.

—Diferente. Quiero el estofado entero. Esta vez nada para la gaviota. ¿Te parece?

—Es mucho estofado. Que son seiscientos mil, cabrón. Y no los querrás en actos de campaña ¿verdad? Querrás papelillos. Es chungo, ese estofado…sin postre…

—El postre ya te lo he comprado. Burgos y Soria para el 2017, y por 129 millones.

—Y si no estáis arriba ¿Qué?

—Estaremos Ot, estaremos. No te preocupes.

—Ya, y estás tan seguro que quieres hacerte un ahorrillo por ahí fuera ¿verdad?

—Bueno, ¿qué?

—Dame postres para el 2016, que estén comprometidos ya, y no se puedan caer.

—Tú de desaladoras ¿qué sabes?

—Tío, que yo sé de todo.

—Pues Canarias, 28 kilos, e intentar que te metas en Emiratos Árabes. Si vas de mi mano entras.

—Vale. ¿Y dónde…?

—Aquí está el número. El papel te lo comes después de que esté la pasta.

—Me invitarás a un gin-tonic, supongo.

—Hecho.

Aquí se acabó la grabación de voz. Esteban Coroto siguió otros diez minutos haciéndole mímica a la cámara.

El inspector Palomo dudó entre ir a la comisaría y poner en marcha el asunto, jodiéndole el puente al comisario y a unos cuantos compañeros, o disfrutar del momento en su apacible soledad durante todo el domingo. Se decidió por lo último y buscó, por internet, un buen restaurante. Hizo copia del archivo y lo metió en la pequeña caja fuerte donde guardaba el arma reglamentaria, un revólver y munición.

 

—No hay mejor plan para un domingo que planificar una nueva decoración para la casa. ¿No te parece? —Le preguntó Walter a Ivo mientras salían de la ducha.

—Eso y leer un libro mientras ves llover, pero como no llueve podríamos salir a tomar un aperitivo. Y compramos sushi para comer aquí —Ivo puso la radio y la apagó casi al instante. Todos hablaban de la Constitución y sus posibles o imposibles reformas—. Lo que tendrían que reformar es el Título II, para que las mariquitas podamos ser reinonas jefas de estado, aunque fuera reinonas consortes, que al Felipe ya le daría yo un repaso.

—Con mi beneplácito, según lo acordado —dijo Walter mientras ponía un lápiz y una libreta de espiral sobre una silla—. ¿Por dónde empezamos?

— ¿Por vestirnos un poco? ¿O vamos a pasar la mañana bandeando el badajo por toda la casa? ¡Ah! Y no vale con cambiar los muebles de sitio y ya está; Hay que tirar y comprar, el paradigma capitalista y liberal…a…tope.

A  la una menos cuarto, cuando ya se estaban vistiendo para ir a tomar el aperitivo, sonó el timbre de la puerta. Ivo abrió, era Teo. Se creó una situación embarazosa, en la que ambos enmudecieron mientras se miraban con ojos poco amistosos. Walter asomó la cabeza desde el pasillo.

— ¿Qué leches haces tú aquí?

—Creo que ya nada —respondió Teo sin mirar a Walter. Y se dio la vuelta.

—No. Espera un momento —dijo Walter.

— ¿Cómo que espera? —Saltó Ivo, girándose para mirar a Walter—. ¿Cómo que espera?

Walter propuso buscar un terreno neutral para poner en claro ciertas cosas, y los tres acabaron en una terraza del Paseo Marítimo, enfrentándose a un arroz caldoso, que eso siempre apacigua espíritus y difumina rencores. Los vapores del Marc de cava acabaron por limar asperezas, y mientras Teo citaba a Luis Eduardo Aute:

Una de dos,

o me llevo a esa mujer,

o entre los tres nos organizamos.

Si puede ser.

Ivo y Walter, cogidos de la mano, contoneaban sus hombros de derecha a izquierda.

 

Una chica pecosa, tocada con un turbante, que calzaba botas militares por encima de unos pantalones bombachos de infinitos colores, arrastraba una maleta cara, de esas rígidas con ruedas, por una acera del Poblenou, mientras buscaba el hostal en la que había reservado habitación hizo una llamada con el móvil.

— ¿Uta?

—Allô. Coeur? Ou je dis Olive? Tout va bien?

—Oui, tous parfaits. Llámame como quieras. Y a ti, ¿cómo te va? ¿Ya está lo tuyo resuelto?

—Sí, del todo —contestó Uta—. Tengo a mi hermana cogida de la mano, y esta tarde tenemos una entrevista con quién tú sabes. Le han encantado los dibujos. ¿Me invitarás alguna vez a Soller?

—Considérala tu casa. No tengo mucho tiempo para disfrutar de un hogar, ya sabes. El piso de Berlín lo venderé, lo siento, pero la masía me la quedo hasta que puedas comprármela. Un beso.

Olive, o Coeur Lupin, se instaló en la habitación del hostal a la espera de que los chinos la recogieran. Mientras comprobó sus reservas de vuelo. El lunes a Palma de Mallorca a primera hora, por la tarde Palma – Berlín, El martes Berlín – Ginebra, luego tren a Milán, después difuminarse durante tres meses. Todos los pasaportes estaban bien. Bajó tranquilamente a tomarse una ensalada de lentejas con zumo de naranja; hasta las cinco quedaba mucho tiempo.

Uta, sin soltar a su hermana de la mano, recorría Rabat a pleno sol. ¿Quieres que vayamos al zoco?, le preguntó, pero la hermana solo quería sol y aire, y luz y mar, todo lo que le habían negado en la cárcel. Ya habría tiempo para los reproches y la reflexión, que la vida es corta, pero a veces se hace eterna.

 

– Domingo – 6 D 2015 – tarde

Nos despedimos de Olive sobre la una, y Justina y yo nos quedamos hablando del contrato y los horarios. El trabajo parecía sencillo y tenía el añadido de poder aprender mucho sobre el mercado de arte. Me comprometí a quedarme por la tarde con ella para estudiar a fondo, los clientes, el fondo de la galería y los contactos y mecánicas que usaba Justina para llevar a delante su negocio. Hoy en día la venta en galería es mínima, casos como el de la exposición de mi tío son excepcionales, y se deben más a una campaña publicitaria de la galería, que utiliza a artistas consagrados, que a otra cosa. El grueso de las operaciones se hace a través de la red, con clientes repartidos por todo el mundo; tener físicamente a una persona amable que atienda a los curiosos que entran, que son el noventa por ciento, es una cuestión de imagen; esa persona, además, ha de saber gestionar las herramientas de la red y tener iniciativa. Justina me invitó a comer y le expresé mis dudas sobre si yo podría ser la persona adecuada, pero el discurso de Justina es rico, y el restaurante sorprendente, así que no le costó ni quince minutos animarme. Justina, cogiéndome del brazo me había llevado hasta un callejón cercano a la galería, un callejón en el que dos personas, una al lado de la otra, rozaban las paredes con los hombros, y allí en medio, a unos diez metros, Un letrero con caracteres chinos, sobre un portón grande de madera, anunciaba algo. Justina entró en aquel restaurante con el desparpajo de la clienta habitual, Es el primer restaurante chino vegetariano de Barcelona, es muy barato, muy bueno y perfecto para mantenerte a raya de lunes a viernes. Y realmente lo es, yo, que soy carnívora declarada, lo sigo frecuentando hoy en día.

Yo no conocía apenas a Justina, pero tras dos chupitos de baijiu de sorgo, un licor chino semejante al alcohol de 96º occidental, quiso confesarse y me explicó que se había enamorado de Olive, por eso la contrató, y por sus conocimientos, claro, que más tarde le parecieron excesivos para una simple encargada de galería, pero la bella mujer era heterosexual, Mira, le dije a Justina, a mí me pasa lo mismo. Justina ya se imaginaba que Olive, con su formación no duraría mucho en la galería, pero un día Justina vio algo que le preocupó. Un chico alto fue a buscarla a la galería, y Olive se levantó de su mesa y salió, seria, con él a la calle. A Justina le llamó la atención una postal de un Sorolla que estaba en una carpeta abierta sobre la mesa de la chica, y se acercó; bajo la postal estaba el plano de una casa. Olive entró de nuevo y Justina se apartó. Aquel Sorolla figuraba como desaparecido desde julio de 1939, entre el fin de la guerra civil española y el inicio de la segunda guerra mundial, y su anterior propietario había sido un industrial valenciano de origen judío.

Cuando Justina escuchó a Walter decir que Olive era la que había robado los Picasso, se calló porque había un asesinato de por medio y se acojonó, aunque tras las explicaciones del inspector Palomo se quedó tranquila, y, además, ¿Cómo iba a ser Olive una asesina? No podía ser. Viendo los efectos del baijiu sobre Justina, le propuse pagar la cuenta y volver a la galería. Acabé cerrando la galería y llevándola a su casa en un taxi que, por supuesto, pagó ella.

 

Sabrina, la hermana de Uta, iba negando, cabizbaja. ¿Y no podemos irnos ya  al aeropuerto? Decía sin levantar la vista del suelo. Uta no respondió, tan solo la agarraba de la mano, por mucho que insistiera su hermana no iba a entender porqué debían visitar al cabrón que la había encerrado en aquel infierno. En la puerta del hotel les esperaba un Mercedes negro con las lunas tintadas y un chófer militar.

—Nein! —dijo Sabrina mirando a su hermana.

—Du bist bei mir, schwester —La tranquilizó Uta abrazándola. Sabrina es algo más baja que Uta, y más delgada, pero entonces, tras salir de la cárcel estaba esquelética. Uta tenía tantas o más ganas que ella de volar a Alemania y que un médico la reconociera, pero rechazar la invitación del alto cargo que, después de encerrar a Sabrina por posesión de drogas, la había estado extorsionando hasta conseguir algo que le apetecía, solo podía traer más problemas.

El chófer condujo hasta el barrio de Souissi, uno de los más exclusivos de la ciudad, y tras identificarse, entró en un bosquecillo amurallado y custodiado por hombres armados. Paró frente a la escalinata principal de la mansión, y una mujer con vestido gris y pañuelo rojo en la cabeza se acercó a las hermanas y les preguntó si preferían hablar en francés o en español.

—Español es mejor parra mí, gracias —contestó Uta.

El alto cargo las estaba esperando en la biblioteca, un lugar más personal que el clásico salón donde se toma el té con los invitados. Un Miquel Barceló de buenas dimensiones presidía la sala flanqueado de libros. Uta vio un Arranz Bravo, un Freud junto a un Bacon, un Turner…un batiburrillo incoherente, que supuso, más fruto de un gusto ecléctico o del ansia acumulativa de muchos millonarios, que de un interés cierto por el arte. En un hueco que parecía abierto a posta entre estanterías, estaban los cinco dibujos de Picasso que Uta había intercambiado con Olive en un ejercicio de trueque, que de no ser delictivo, podría parecer moderno. Una empleada sirvió el té en una mesita con ruedas y al salir cerró la puerta. El hombre, vestido con chilaba se acercó a las hermanas con la mano extendida. Uta se la estrechó a desgana mientras Sabrina se escudaba en ella.

—Tiene que comprender que ha pasado mal en cárcel.

—Lo entiendo, desde luego. Tan solo quería agradecerle el magnífico regalo que me ha hecho.

Uta se acercó a los dibujos incapaz de comprender como se podía ser tan hijo de puta. El hombre, obviando el té que les acababan de servir, se acercó a un escritorio de siglo XVII, tocó algo y al abrirse apareció un mueble bar muy completo.

— ¿No le apetecería mejor un whisky?

La entrevista dio para dos copas hablando de estupideces y banalidades. Al terminar Uta ya sabía que el único fin de todo aquello era conseguir una fotografía o una filmación de Uta y su hermana con los Picasso. No había visto las cámaras, pero seguro que estaban. Con eso les sellaba la boca, por lo que pudiera ocurrir en el futuro. El resto de obras que vio en las paredes ¿las habría conseguido de la misma manera? Cuando la luz que indicaba el uso del cinturón de seguridad se apagó, Sabrina se durmió como un ángel y Uta llamó a la azafata, pidió otro whisky.

 

Mi tío, con la cabeza y el cuerpo dispuestos a un cambio de vida, pasó la tarde en casa de Pili, en Castelldefels, jugando a la Oca con Rubén, Pili y Gabi; entre galletas y Coca Colas (algunas diluidas con ron) intentaba entender cuál era el motivo por el que siempre quedaba el último en todas las partidas, en un juego que carece de toda lógica y estrategia, que es puro azar. Mientras iba al lavabo calculó que estadísticamente tendría que haber ganado, al menos, dos partidas, y haber quedado en puestos intermedios en cuatro ocasiones. Mientras Julián vaciaba la vejiga, Rubén se moría de risa sin  acabar de entender cómo funcionaba aquella Oca que le había regalado Gabi, y que podía hacer que siempre perdiera el mismo. Esa noche mi tío se quedó a cenar y a dormir.

 

El inspector Palomo estaba nervioso, la tarde del domingo se le estaba haciendo eterna y ya no sabía dónde meterse. Miraba la caja fuerte, la volvía a abrir y miraba el pendrive, la cerraba y se asomaba a la ventana, así todo el rato. Se dio un buen bofetón en la mejilla, confiando en centrarse y pensar en otra cosa. El Barça había empatado el sábado con el Valencia, eso era un grado más de inquietud, esa inquietud propia de los culés veteranos. Bien; se le ocurrió que podría acercarse a «Lahostiaextea», un garito, entre bar y txoko, donde se juntaban vizcaínos, y otras gentes de mal vivir, a comer, beber y ver al Athletic, mayormente. Jugaban el Athletic y el Málaga, el ambiente sería bueno y le airearía la cabeza. El partido acabó en empate y la tasa de alcohol en sangre del inspector acabó ganándole a su cordura. De regreso a casa, con una sonrisa idiota, llamó al móvil de Julián, eran las once menos cuarto de la noche. Mi tío no se lo podía creer.

— ¿Palomo? ¿El inspector Palomo? No le reconozco la voz. ¿Qué quiere? Ya me ha llamado esta mañana…Ah… ¿Qué ascenso?… ¡Y a mí qué…! ¿Oiga se encuentra bien?…Ya, que me va a comprar un cuadro, pues muy bien, hombre…¿De verdad que no le pasa nada?…Sí, sí, por supuesto, venga cuando quiera. Pero hoy no…Claro, que ya es de noche… ¡Hala. Adios! Joder, Pili, esto va a más. Creo que estaba borracho. ¡Coño! Pili, Gabi, echadme una mano ¿Qué hago?

El inspector vomitó un cóctel monstruoso, se dio una ducha fría y se acostó.

 

A las ocho en punto, con disciplina oriental, la furgoneta de una empresa de seguridad paraba delante del hostal de Coeur Lupin, el verdadero nombre de Olive; dos vigilantes uniformados, los dos chinos, abrieron el portón trasero, y la pelirroja vestida de hippy subió cargando un petate militar. La furgoneta subió hacia la parte alta de Barcelona, sin prisas, quedaba mucho tiempo, Coeur y uno de los chinos revisaron los planos y el equipo para anular las alarmas. Un fuerte olor salía de una bolsa de plástico tirada en una esquina de la furgoneta. Cebo con droga, Por si hay perros, dijo el chino. Era la primera vez que Coeur trabajaba para los chinos, y estaba incómoda, tenía ganas de acabar el trabajo, nunca había trabajado con compañeros que llevasen armas, ni siquiera el imbécil de Carlitos Sopelana las llevaba cuando asesinó a Esteban Coroto. Cuando acabe esto he de replantearme los contactos, pensó, Soy de la vieja escuela, un vejestorio  de solo 27 años, pero esto siempre ha sido un negocio limpio, al menos desde los tiempos del abuelo Arsène. La furgoneta se paró en la esquina de las calles Carrasco i Formiguera con Dolors Monserdà, Coeur salió del vehículo llevando una bicicleta de paseo, los chinos siguieron su camino, y ella pedaleó tranquilamente hacia Pedralbes, era el tiempo de la vigilancia.

Las calles estaban vacías, el puente de la Constitución deja los barrios pudientes desiertos, no queda ni el servicio. Tan solo puedes intuir que tras los muros de algunas residencias hay algún vigilante jurado masturbándose en la garita. Coeur daba vueltas por el barrio con la bicicleta como si fuera una vecina más, la única vecina. A las diez menos cuarto bajó por la Avinguda Pearson hasta la Avinguda d’Esplugues. Allí le esperaban los chinos, con un pañuelo limpió la bicicleta, la tiró bajo un parterre y subió con ellos a la furgoneta. Lo bueno de los chinos es que nunca parecen estar nerviosos; Coeur los veía tan seguros que se convenció de que no habría tiros si algo iba mal.

Tras dos vueltas al muro de la residencia, uno de los chinos bajó con la bolsa de plástico apestosa en un punto alejado de la puerta principal y se parapetó tras un pino piñonero. Mientras daban una vuelta más, Coeur desactivó las alarmas, al ver las señales de los faros el chino parapetado escaló el muro y entró en la residencia. A la vuelta siguiente la puerta principal estaba abierta y la furgoneta entró con toda normalidad. No había perros, no había vigilantes de moral disoluta, no había nadie. Fue coser y cantar. Coeur se entretuvo su buena media hora para certificar la autenticidad de la tela, los chinos se tomaron unos lingotazos de ron del bueno, y se llevaron los vasos. Cargaron el Sorolla en la furgoneta, revisaron  todo para no dejar rastro y apareció el tigre. Un enorme tigre de bengala entre ellos y la furgoneta. La puta manía de los ricos de coleccionar animales exóticos, pensó Coeur, hemos desactivado el cerrojo de la jaula, la hemos jodido. Los chinos puede que pensaran o puede que no, pero disparar, dispararon, y no uno ni dos, cada uno vació los ocho tiros de su revólver. El tigre entornó la vista, pero seguía allí, mirándoles fijamente. El jefe de aquellos hombres, un chino con conocimiento, sabedor de que en ciertos negocios la sangre complica mucho las cosas, les había cargado las armas con balas de fogueo. Coeur comenzó a retroceder para entrar en la casa, aquellas mansiones eran grandes, con grandes jardines, pero dieciséis tiros seguidos…a poco que por la zona hubiera un par de vigilantes de verdad, tendrían a la policía en cinco minutos. El tigre avanzó dos pasos hacia ellos, y, la verdad, los chinos, lo que es valientes, eran valientes, le hicieron frente con las culatas de los revólveres y con unas posturas muy de Bruce Lee. El tigre bamboleó la cabeza de lado a lado, abrió la boca, mostrando unos colmillos de la leche y cayó redondo al suelo. Se había comido la bolsa con narcóticos. Les fue de minutos, las sirenas sonaban por la popa mientras que por la proa apenas se intuía la Ronda de Dalt.

La furgoneta apareció un mes después bajo el Meditarráneo, y algunas cámaras habían grabado a un chino de uniforme bajar y subir a ella en un par de puntos de la ciudad. Nada más. De esto, Coeur Lupin ni se enteró, estaba disfrutando de las playas de Mallorca como Edith Piaff, con dos efes, nada que ver con la cantante, pero un nombre muy interesante para llamar la atención sobre una rubia platino que sabía sonsacar a los hombres. Se estaba enamorando de un tal Matisse.

 

– Lunes – 7 D 2015 – mañana

Kossi vivía en un tinglado del puerto de Garraf, justo delante de los amarres, un lugar pequeño, sin ventanas, con un lavabo mínimo, como la escasa cocina, donde se mezclaba la nevera con un armario plegable de lona y una mesa plegable con dos sillas de igual condición…y la cama, una cama enorme que lo dominaba todo, y cuando digo enorme, quiero decir enorme; la cama hablaba por sí sola y explicaba la afición de Kossi por la gimnasia sexual. Lamentablemente, junto al epítome de todas las camas, descansaba un reloj despertador como el de mi tío, uno de esos aparatos grandes y recios, como de hierro forjado, que de rutina suenan con  un «tic tac» estentóreo, y cuando trabajan, disparan un martillo pilón que descarga sobre dos campanas hemisféricas situadas en lo alto, capaces de despertar a los muertos y acogotar a los vivos. Cabrón, le dije, que son las cinco y media, Cariño, respondió, es la mejor hora para salir a navegar. Supongo que ver al sol dejar atrás Italia para venir a calentarnos a Kossi y a mí en medio del Mediterráneo fue una ceremonia iniciática, mereció la pena, aunque desde entonces le regulo ese tipo de arrebatos mañaneros.

Salimos del puerto con una ligera bruma que dibujaba un escenario irreal y onírico. Los dos en silencio, arrullados por el murmullo del motor, hasta que Kossi lo apagó e izó la mayor. La «Flor de jara» se deslizó, escorada, sobre las olas, empujada tan solo por el viento. Bueno, dije, ¿Y ahora? ¿Cómo nos arreglamos? La primera conclusión a la que llegamos fue que ambos necesitábamos una vida en solitario, por el momento. La segunda tenía que ver con el trabajo de Kossi, con mis estudios y con las irrefrenables ganas de follar. Esto nos empujó a un receso en la discusión con el fin de echar un polvo, observados por una gaviota que se había adueñado del mástil. Tras la muy recomendable experiencia, acordamos que, de lunes a jueves, cada cual viviría en su casa, y de viernes a domingo yo me quedaría en Garraf, salvo ocasiones especiales. Kossi continuó diciendo que iba a enseñarme a pescar, que no hay nada mejor que salir un sábado a navegar y volver a casa con la comida recién sacada del mar, de ahí pasó a indignarse por cómo Europa no hacía nada para sacar del mar a los refugiados, a argumentar con total coherencia que los refugiados de guerra y los refugiados económicos son el mismo patrón, que nadie se lanza al mar o atraviesa desiertos para joder a los blancos o para poner bombas; acabó como siempre, cruzando los dedos para que su situación de sin papeles se arreglara lo antes posible y abriendo un par de latas de cerveza. Entonces mi tío rompió la magia con una llamada al móvil de Kossi.

—Oye tío. ¿Han robado la «Flor de jara» o estás navegando tú?

 

El inspector Palomo terminó su donut y su café con leche, y, con aire triunfador y una sonrisa mal disimulada, subió hasta el despacho del comisario Jornet.

—Xavier, te traigo un regalo —le dijo Palomo a un hombre calvo y pasado de kilos que trabajaba con ahínco en resolver los crucigramas de La Vanguardia.

El comisario escuchó impávido las explicaciones del inspector y las derivadas que suponían para el caso del asesinato de Esteban Coroto.

— ¡Ya! Pero ¿tienes la grabación aquí? Coño, pues vamos a verla —Palomo sacó el pendrive de su chaqueta y se lo entregó al comisario—. ¿Este es el original?

—No, no quería llevarlo encima, lo tengo en casa bien guardadito. Pero apostaría cualquier cosa a que, entre el material de pruebas que recogimos de la casa, hay un CD con esta misma grabación. Debe estar en el depósito.

El comisario puso el pendrive en su ordenador. Al acabar la reproducción tan solo dijo: ¡Collons! Pide un coche y que te acompañen a casa, a por el original, yo bajaré al depósito.

Mientras Palomo se ausentó, el comisario hizo una llamada telefónica.

—Sí, Xavi. ¿Qué quieres? —Era el Comisario en Jefe de los Mossos d’Esquadra.

— ¿Puedes hablar? —preguntó el comisario—. Es que me han traído un regalito y te lo quería comentar…Un vídeo. Un vídeo grabado por un tipo que fue asesinado. ¿Te suena el robo de los Picasso?…Pues ese…Va a ser que no se lo cargaron por los dibujos. El hombre había grabado una conversación jodida entre un constructor y un alto cargo de Madrid. Imagino que quiso sacar provecho y acabó mal…la ha encontrado un inspector mío…Ya, pero tiene el original en su casa. Lo he enviado a buscarlo…Ot Camarasa, y el otro es Manuel Irigoyen, el subsecretario de Fomento…No, joder, las voces se distinguen perfectamente, y lo que hablan es una bomba… ¡Anda y que te den por culo! Yo no hago nada si no viene de arriba…Vale, Adéu.

Mientras el comisario bajaba hasta el depósito en busca del CD que había mencionado Palomo, el Comisario en Jefe se ponía en contacto con el Conseller de Interior.

— ¡Coño! —reaccionó el Conseller— Esto puede ser la hostia a dos semanas de las elecciones. No hagas nada. Dile al comisario Jornet que custodie el material hasta nueva orden…No, al Palomo ese que le dé largas, que no meta más las narices, sin quitarlo del caso por ahora, pero que no incordie…Tú mantente al margen hasta que yo te diga…Solo estate atento a que el comisario tenga todo el material, y me envías una sonrisa por WhatsApp…Venga, no te apures que estas cosas las bordo, lo voy a llevar personalmente. ¡Hala Xavi! Un abrazo.

Y querrás llevarte la medalla también personalmente, pensó el Comisario en Jefe, pero con lo inútil que eres no me extrañaría que saliéramos escaldados.

Mientras el Comisario en Jefe corría hacia el lavabo con la vejiga a punto de reventar, el Conseller de Interior marcó un número de teléfono. Saltándose al Director General de los Mossos, sí que quería colgarse una medalla, llamó al President.

—President ¿Qué tal por Tamariu?

—Cago en Déu… Ya puede ser importante, Hostias, que para una mañana que puedo estar con la familia…Jooodeeeer. Y seguro que son ellos…bueno, sus voces…así que inconfundibles, vaya…Pero… ¿cómo que meterles un gol?, tú estás gilipollas. No pienso usar eso para joder a nadie en las elecciones, no somos buitres, Catalunya sigue su camino y tenemos una ética. ¡Si ellos ya tienen mierda de sobra!…He dicho que no. Encárgate tú, ahora mismo, hoy, de coger el material, todo, y me lo llevas el miércoles al despacho. No, mejor, mételo en una valija y me envías un coche oficial, lo quiero aquí esta noche como muy tarde.

Mientras el Director General de la Policía pedía un chofer para ir a la Costa Brava por la tarde o tarde-noche, El President marcaba el número de Ot Camarasa i Codina.

— ¡Anda, chaval! Que te he librado de un buen marrón. Ya te puedes portar bien con el partido, y conmigo en particular.

El inspector Palomo agarraba el pendrive con la mano derecha, y con la izquierda, fruto de una educación discutible, se agarraba los testículos en señal de triunfo. A su paso, algunos compañeros, conociendo el paño, arqueaban las cejas, y muchas compañeras, sintiendo náuseas, intentaban relajar el plexo solar.

—Aquí lo tiene, comisario —dijo—. A esos dos los tenemos cogidos por las pelotas.

—Ya, Palomo, pero esto no es de homicidios, es corrupción —argumentó el comisario mientras cogía el pendrive—, y de arriba me han ordenado que les pase el asunto. ¿A que manda huevos?

— ¡No me toques los cojones! Este caso es mío. Mi pase para intendente.

—Ya no. Yo me encargo. Tú te vuelves a tú rutina y no quieras agarrarme las pelotillas.

Todo era muy testicular aquel lunes por la mañana.

Palomo estaba rojo de ira. No metafóricamente, sino rojo, rojo. La tensión se le disparó de golpe y tuvieron que llevarlo al médico. Se encontraba muy mal, mas no pensaba en sí mismo, su cerebro repetía un mantra: Hijos de puta, hijos de puta, hijos de puta, hijos de puta, hijos de puta, si tienes pasta todos te la chupan.

 

Ivo entreabrió los ojos y vio a Walter, de pie, con una cinta métrica en la mano.

— ¿Qué haces, chico? —preguntó.

—Tomo medidas —Ivo levantó la sábana y miró el pene de Teo, luego el suyo.

—No, coño, de la cama —dijo Walter—. Se ha quedado pequeña.

—Ah. Pues la verdad es que sí.

— ¿Qué hora es? —Teo, con unos ojillos mínimos y entreperdidos, se acababa de despertar sin saber muy bien dónde.

—Espabila —dijo Walter—, tú tienes un restaurante, tú preparas el desayuno. Y que sea de lujo, que hoy inauguramos el Trimonio. Ni matri ni patri.

— ¿De qué coños hablas, maricona? —Teo aún no acababa de aterrizar en la vigilia.

—De los tres —dijo Ivo—. Tres. Tri. De tres, trimonio…despierta. Y la cama es chica, hay que poner fondo para una más grande.

Veinticinco minutos más tarde Teo llamaba al timbre de la puerta y Walter le abrió.

— ¡Hijo de la gran mamona! —exclamó Teo— Haz el desayuno… haz el desayuno…si no tienes ni una puñetera loncha de pan de molde en casa. A tomar por culo he ido, hasta encontrar una churrería, y sin ducharme. A partir de hoy de la cocina me encargo yo.

—Vale —dijo Ivo—, pero no te quejes, que al menos has ido a tomar por culo.

 

Justina entró en la galería a las nueve, y en ayunas. Hasta las diez no abriría la persiana, le quedaba una hora para hacer papeles y salir a desayunar.

— ¡Señora! ¡Señora! ¿Es usted la dueña? ¿Es Justina?

Un chaval con chaleco amarillo le gritaba desde una furgoneta justo cuando estaba a punto de cerrar la puerta de la galería. Era un mensajero que le traía un bulto. Justina tuvo que identificarse mostrando su DNI.

— ¿Tengo que firmar algo? —preguntó. El chico negó con la cabeza y le dejó a sus pies una caja de madera muy apañada y de un tamaño regular. Será vino, pensó, ahora está de moda agradecer con vino.

Dio gracias a la previsión de Olive, que había comprado una caja de herramientas «Por lo que pueda ocurrir», pero el susto, al ver el contenido, bien se lo podía haber ahorrado: Perfectamente envueltos, en cartón y plástico especial, estaban los cinco Picasso que le habían robado; y la decepción al comprobar que eran reproducciones de calidad, no hizo más que ponerla de mala leche. Miró la caja, no había remite ni dirección, ni nota alguna; tan solo en una esquina un ínfimo sello para el que tuvo que ponerse las gafas. Decía: «Valise Diplomatique». Nada más. Sacó el móvil con la intención de llamar a la policía, pero una lágrima de lucidez la contuvo y, con una sonrisa, cerró la galería y se fue a casa a colocar las reproducciones en los marcos originales. Luego abrió una lata de berberechos, se sirvió un vermut de Reus y, sentada en el sillón, disfrutó de la vista. Una mañana de domingo perfecta.

 

Mi tío Julián había quedado con Pili y con Gabi. Como de costumbre el tiempo se le echó encima y aún no se hacía a la nueva situación de Pili. Con la inauguración y todo lo demás, su ropa estaba sin planchar. En el armario solo tenía la otra ropa, la que Walter le compraba para presentarse en público, y eso no se lo pensaba poner. Preparó la tabla de la plancha y el centro de planchado, un aparato extraterrestre que no comprendía. Seleccionó un tejano de color azul, una camisa de cuadros verdes y rojos (Y es un pintor famoso), unos calzoncillos de cuadros verdes y rojos (Hay que conjuntar), y unos calcetines jaspeados de lana marrón (Hay que cuidar los pies que por ahí entran todos los males). Mientras esperaba que se calentara la plancha preparó la cafetera, se lo había visto hacer a Pili miles de veces. El día era soleado, un buen día, se asomó a la terraza y miró hacia el puerto. La «Flor de Jara» no estaba en su amarre, inmediatamente llamó a Kossi, intuyendo que él y María estarían retozando sobre el Mediterráneo. Aquella relación le producía un desasosiego extraño, su sobrina putativa, por la que se desvivía, y uno de sus mejores amigos. Sabía que la vida fluye y cada cual encuentra su sitio en libertad, pero, por algún motivo, le incomodaba. Me he hecho demasiado viejo, pensó, con Pili y Gabi no me pasa lo mismo. Escuchó el sonido de la cafetera, entró en casa y apagó el fuego. Quizá cree que el café nace del interior de las cafeteras, no sé, pero sí sé que se desayunó un vaso de agua hirviendo con azúcar, porque acabó confesando hacia mediodía, cuando toda su flora intestinal había huido de sus intestinos. El agua que puso en la cafetera es pariente del agua que no puso en el centro de planchado, y si bien conserva los tejanos, que están hechos para durar, la camisa, los calzoncillos y los calcetines fueron incinerados como en un rito satánico. Pero hoy en día ¿Alguien plancha los calcetines, las bragas y los calzoncillos?

 

Ot Camarasa i Codina caminaba junto a su hermano por el camino de costa entre Llafranc y Calella, sus esposas se habían quedado tomando el sol en la playa de Llafranc, delante del hotel del Gitano. El teléfono sonó, Hay que joderse, dijo Ot mirando a su hermano. Escuchó lo que le estaban diciendo por el otro lado y, al cabo, colgó.

—Germanet —dijo riéndose—, avui fem festa major. Me han limpiado. Invito a lo que queráis.

 

– Lunes – 7 D 2015 – tarde

FIN

La verdad es que tengo otros proyectos y necesidades en la cabeza, y este folletín me lo impuse como ejercicio de disciplina semanal, principalmente con la intención de revisarlo y usarlo como aprendizaje de errores, que hay muchos y muy gordos. De todos modos puedo deciros (A quién interese) que María y Kossi tienen una empresa de veleros charter y dos niños hermosos, aunque están divorciados. María descubrió que era ninfómana y necesitaba libertad de sexo, Kossi practica una derivada extrema de la zoofilia y está enamorado de una lubina salvaje que vive en el pecio de lo que fue «La Flor de Jara», en fin, vidas incompatibles. Julián, el pintor y tío putativo de María, tuvo mucho éxito con su fundación para educar a jóvenes artistas de barrios marginales y, cuando pudo dejarla en manos de Walter y de Pili, se retiró al monasterio budista de Garraf, donde dicen que vive una vida plena y promiscua, además de pintar mándalas gigantes y efímeros que, dicen los entendidos, se pueden ver desde la estación espacial. Gabi y Pili son un matrimonio ejemplar, dedicados a velar por Rubén, y el asombro de sus vecinos, que alaban la manera que tienen de gestionar el sueldo del CSIC de él y el de ella en la fundación; una manera de gestionarlos que les ha permitido tener servicio en la casa, un matrimonio fijo, tres motos de gran cilindrada, varios coches de alta gama, un velero y una colección de arte interesante. Walter a logrado mantener su trimonio con Ivo y Teo, son felices y han adoptado una niña china; mientras Walter intenta averiguar qué ocurre con los fondos de la fundación, que desaparecen extrañamente, Ivo y Teo hacen campaña para la legalización de los matrimonios Plus. Justina, viendo la mediocridad y la mercantilización del nuevo arte, vamos, que quebró, decidió reinventarse y hoy regenta un selecto club para señores en la parte alta de Barcelona. El inspector Palomo, tras la decepción que le produjo el ser apartado del caso y que los culpables se fueran de rositas, dejó el cuerpo de los Mossos d’esquadra. Hoy es uno de los más respetados críticos de las bellas artes y de las artes escénicas, escribe para decenas de medios de todo el mundo, tanto especializados como generalistas, tan solo le pierde la coca. Uta, el femenino armario alemán, se retiró como marchante y, junto a su hermana, cultiva vides en el Rhin. Tras beberse todo lo bebible, machacar su hígado y comprobar que el vino alemán es infame, está empeñada en crear un priorato de Maguncia. Afortunadamente uno de los protagonistas de esta historia no se ha dejado llevar por las veleidades de la vida y conserva su oficio y su personalidad; Coeur Lupin, u Olive Aguerre, como prefieran, sigue ejerciendo su profesión de ladrona de cuadros, y con gran éxito, es una de las profesionales más demandadas por millonarios analfabetos y estúpidos que creen que ser es tener, y son capaces de colgar un Rembrandt en el lavabo de grifería dorada o hacerse con un Bacon para encerrarlo en una cámara acorazada porque es desagradable de mirar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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