Sátrapa

La palabra me salió de repente. Cosas del inconsciente. La busqué en el diccionario y, sí, era un sátrapa.

Yo vivía en un octavo, él también vivía en el mismo rellano junto a su mujer y a sus dos hijos. Ella, Mercedes, había sido compañera mía en clase, no era una amiga, pero teníamos una relación más allá de la vecindad. Coincidíamos en la panadería y charlábamos un rato.

Yo escuchaba esas voces de él, con ese tono rudo y grave, normalmente a partir de las siete de la tarde. Los chicos le gritaban y, a menudo, daban un portazo y se iban de casa, a pasar la noche vete a saber. Mercedes no. Ella no gritaba nunca, y no se iba.

El rellano lo limpiábamos a semanas alternas, no daba para un servicio de limpieza en un edificio tan grande. Solo la planta baja y el parquin. Ella salía el martes, que era el día que yo había decidido limpiar, me iba bien ese día, y me saludaba. Preguntaba si quería que le subiera el pan y yo le contestaba que no. Que tenía que salir a airearme.

No había una pauta, ni un ritmo, algo musical. No, las voces venían de las siete a las doce de la noche, pero de manera aleatoria. Había, eso sí, una armonía, una detestable belleza en esa voz gruesa y falta de amor. Ella bajaba a por el pan con ojeras y hablaba del tiempo. Del tiempo meteorológico y del tiempo pasado, en la escuela, de los muchos tiempos.

Era muy molesto. Esas horas eran mis mejores horas de trabajo y la concentración era fundamental. Quise darle un toque musical. Una octava. Rodó del octavo al séptimo, luego del séptimo al sexto, seguía vivo. Del sexto al cuarto ya no sé. Del cuarto a la planta baja seguro que ya no estaba aquí. Puede que muriera en sol bemol mayor, tan contento.

Cuando vinieron a detenerme ella estaba en el rellano y me apretó la mano.

 

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