DE COSAS CIERTAS E INCIERTAS

A mí, siendo chico o adolescente, jamás me abusó ni un sacerdote ni un docente de colegio religioso, que son los lugares donde me eduqué, tampoco tuve ningún problema con los curas de mi pueblo de origen, al que iba a pasar los largos veranos de entonces, donde, para no molestar, me enviaban a la escuela, que cerraba a finales de julio. Allí comí queso amarillo, bebí leche en polvo y canté el Cara al sol, como bien explica Luis Pastor, el cantautor. Todo lo que se dice sobre abusos debe de ser falso, o, a lo mejor,  yo era muy raro.

A los cinco años me pusieron sobre una yegua, mi primer deporte. Ya no puedo montar por una lesión en la espalda culpa de un viaje al Círculo Polar Ártico y esas jodidas motos de nieve. El segundo deporte, antes de abrazar el atletismo, fue la vela. A los diez años, en el colegio, se hizo un curso de vela y mi padre me apuntó. Dicho así parece claro que no era un colegio cualquiera, era el San Faustino del Amor Hermoso, el más exclusivo de mi ciudad, Torremerroque, junto al Mediterráneo.

El hermano Serenguetti era el monitor y tutor de los cinco alumnos que hicimos aquel curso de vela. Durante la singladura por el puerto de Torremerroque todo eran risas y aprendizaje, normal, luego, ya en San Faustino, te llamaba a su despacho y te soltaba una perorata sobre ni recuerdo qué, te ponía una mano sobre la rodilla, te enseñaba un Play Boy y te preguntaba que qué opinabas de aquello. A mí jamás, porque se ve a la legua que soy tonto, pero en otros aquella mano subía hacia la ingle. Eso no son abusos, es cariño.

No recuerdo el motivo, pero no pude ir a unas colonias de esquí a las montañas de las Molinillas. De allí bajó Santiago, un compañero, abrumado de tanto cariño del padre Serenguetti. Y es que el cariño tiene eso, te abruma, especialmente si eres un muchacho de doce años. Yo cumplí los trece, y mi padre comprendió que yo no era muy sociable, así que, mientras me expulsaban del San Faustino  por hacer unas caricaturas del padre Tachón en pelotas, me apuntó a un club de la congregación de la Ubre de Dios. Al padre Tachón se le ha acusado recientemente de pederasta. Mentira, le gustaban las madres.

En la Ubre de Dios me aficioné a la fotografía y al cine. Allí había unos señores que, sin ser sacerdotes, habían hecho voto de castidad, y un cura. Vivían allí, cada uno tenía su habitación. Los sábados se hacía cine y los de fotografía éramos los encargados de montar los rollos de celuloide. El responsable del cine, un universitario bajito y regordete, nos daba las llaves del cuartito. En uno de los cajones tenía revistas pornográficas en francés. Claro, con voto de castidad se necesitan muchas manualidades.

Algunos fines de semana se hacían retiros en mansiones de empresarios miembros de la Ubre de Dios. Allí se jugaba al Tío Maragato mató a un gato. Si perdías te tenías que tomar un chupito de anís. El chaval más bebido solía dormir con un monitor. Eso no es abuso, es responsabilidad.

Suspendí dos asignaturas, así que en verano, en el pueblo, mis padres me pusieron a hacer clases particulares con don Federico, el cura, conmigo estaba también Charo, de la que me enamoré enseguida porque era muy guapa, muy simpática y llevaba una falda de tablas fantástica que don Federico, bajo la mesa recorría hasta donde quería. Se lo conté a mi madre y con un bastón me persiguió por la casa gritando que no se me ocurriera decírselo a nadie. Don Federico se lió con una señora de otro pueblo, se fue a Toledo, se salió de cura y se casó con la hija de la señora cuando cumplió la mayoría de edad.

Eso me recordó a don Servando, el cura anterior, que vino al pueblo con dos primas, una de tres años y su hermana de unos veinte. Cuanto cariño se desprendía.

De regreso a Torremerroque volví al colegio, allí organizamos el viaje de fin de curso a Paris. Sí, era un viaje caro, pero éramos hijos de familias pudientes y tuvimos la colaboración del padre de Nacho, el dueño de Chocolitos, esos pastelitos de chocolate, que nos daba gratis y vendíamos en el patio del colegio. La experiencia de Paris fue magnífica. Los paseos por Montmatre, las salidas a Pigalle, ver el Último Tango en Paris y descubrir lo que es un cine porno. Eso puede que motivase a Tomás, uno de los tutores, e hijo de un famoso director de orquesta, a cogerle cariño a Ramón, mi compañero de habitación.

De vuelta a casa, volví al club de la Ubre de Dios  y nos reunieron a unos cuantos para presentarnos al pope de aquella Ubre y que nos hiciéramos acólitos, pero sin decírselo a nuestros padres. Yo lo primero que hice fue decírselo a mi padre, que me sacó de allí al momento. Estuvieron dando la tabarra por teléfono y por escrito unos tres años. Al fin se cansaron, puede ser que el que mi padre fuera comisario de policía influyera de algún modo.

Y colorín colorado………….

*Todos los hechos son reales con nombres falsos.

 

 

 

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