OLIVIA «COLA DE GOLONDRINA»
Guillermo Martín Urquizu
«Olivia «cola de golondrina»
Un día de junio, a media mañana, Luna se dio un susto enorme. Tan enorme que cayó de culo en el suelo. Un monstruo repulsivo se estaba comiendo el perejil que su madre tenía plantado en una jardinera.
— ¡Mamá, mamá! —Gritó Luna. Estaba tan asustada que ni siquiera era capaz de levantarse del suelo.
La madre de Luna salió a la pequeña galería y vio como Luna, llorando y pálida como un fantasma, señalaba la jardinera con el dedo de su mano derecha.
—Mamá… un monstruo con…con millones de ojos naranjas… y milmillones de patas pelu…peludas se está comiendo el perejil y… crecerá y crecerá hasta que…hasta que nos pueda comer a nosotras…
— ¿Qué pasa? —dijo el padre de Luna, que apareció amenazante, blandiendo una espumadera y luciendo un precioso mandil estampado con decenas de tomates, dispuesto a defender a su hija a espumaderazos, si hacía falta.
La madre de Luna la cogió de la mano y removiendo la enorme mata de perejil con su otra mano, la tranquilizó. Allí no había ningún monstruo, pero de repente dio un brinco y saltó hacia atrás.
— ¡Lo ves, lo ves! ¡Un monstruo! —chilló Luna abrazándose a su madre.
— ¿Alguien puede decirme qué ocurre? —preguntó su padre con cara de no entender nada.
— ¡Ja, ja, ja! —La madre de Luna se empezó a reír con ganas mientras volvía a mirar entre el perejil de la jardinera—. Es una oruga, cariño, una oruga preciosa. No hace nada.
Entre el perejil, agarrada a una ramita y comiéndose una buena hoja, había una oruga espectacular, una oruga verde con rayas negras y blancas. ¡No! Una oruga negra con rayas blancas y verdes. ¿No sería una oruga blanca con rayas verdes y negras? Daba igual, una oruga como fuera, pero manchada de montones de puntitos naranjas bien ordenados a todo lo largo. La madre de Luna sacó su teléfono y le hizo una foto. Luna, más relajada, incluso le preguntó a su madre si la podía tocar.
—Puede —dijo su madre—. Vamos a averiguar de que clase es esta oruga y si podemos tocarla o no.
La madre de Luna empezó a menear su teléfono, que tenía un montón de aplicaciones, buscando una que te decía qué animal era el que había en una fotografía, pero se empezó a hacer un lío.
— ¿Elefante asiático? ¿Cómo va a ser un elefante si es una oruga? ¿Conejo? ¿Pero…? ¡Esta aplicación se ha vuelto loca! —exclamó la madre mirando al padre.
El padre de Luna asomó las narices por encima de su hija, estiró el brazo con la espumadera bien agarrada y apartó el perejil.
—Macaón —dijo—. Es una Macaón, una mariposa de cola de golondrina. Una mariposa guapísima.
— ¡Sabiondo! —dijo Luna mirando a su padre con cara de burla—. ¡No es una mariposa! ¿No ves que es una oruga, tonto?
Su padre, que sabía mucho de animales y otros bichos, se agachó junto a Luna, le dio un beso con sabor a tortilla de patatas y dijo: «Ahora es una oruga, pero dentro de unos veinte días, o así, se convertirá en una mariposa muy chula».
Luna miró a su madre como diciendo: «Mamá ¿Este señor se ha vuelto loco?».
Su madre le explicó que las mariposas ponen huevos, como las gallinas, y que los huevos de mariposa se convierten en orugas que comen mucho durante unos días, poniéndose gordas y acumulando energía, para poder hacer una crisálida, una especie de probador de ropa, donde, durante unos días más, se quitan el traje de oruga y se ponen el traje de fiesta, el de mariposa.
A Luna las palabras traje, fiesta y mariposa le sonaban de maravilla, así que decidió hacerse amiga de la oruga.
— ¿Cómo se llama la oruga, mamá? —preguntó.
—Pues oruga — respondió su madre.
—No, no y no. Yo no me llamo persona, me llamo Luna y ella no se llama oruga, la llamaré Olivia. Olivia «cola de golondrina».
Luna se pasó el resto del día haciéndole compañía a Olivia, sin molestarla, como le había explicado su madre. Luna le estuvo contando a Olivia millones de cosas, hasta que se puso el sol y llegó la hora de cenar. Si Olivia no hubiera sido una oruga, si, por ejemplo, hubiera sido una amiga del colegio, seguro que le hubiera dicho: «Mañana te quedarás muda porque has dicho todas las palabras que existen. ¡Pesada, que eres una pesada!». Pero Olivia era una simple oruga, preciosa sí, pero tan solo una oruga, así que no dijo nada y Luna entró a cenar en la cocina con sus padres. El padre de Luna se preguntaba cómo habría llegado la oruga hasta la jardinera del perejil. Era un asunto raro y misterioso, porque ellos no vivían en el campo ni nada de eso, vivían en medio de la ciudad, en el piso número doce de un edificio, donde no solía haber mariposas de ese estilo y, además, el perejil y todo lo demás que había en la galería lo habían plantado con semillas, el huevo del cual nació la oruga no pudo venir de fuera. Luna apuntó que el huevo se pudo haber caído de una nube o pudo recorrer la Tierra subido en el viento y aterrizar en su casa. La conversación derivó hacia los cuadernos de verano, un tema que a Luna no le interesaba tanto, y hacia los horarios para usar la consola y la tableta, que Luna creía que eran excesivamente cortos, hasta que fue el momento de irse a dormir. El cielo ya estaba negro y lleno de estrellas, pero Luna, muy educada, no podía irse a la cama sin darle las buenas noches a Olivia «cola de golondrina». La oruga movía el cuerpo despacio, pero las mandíbulas no paraban «Tric, tric, triquitric, tric» devorando el perejil, se estaba dando un festín.
—Deja algo para papá —dijo Luna—, mañana quiere hacer un bacalao en salsa. ¡Ah! Y… ¡Buenas noches Olivia!
— ¡Pst, pst! ¡Oye Luna! ¡Niña! ¡Psssst! ¡Luna —Un susurro que se repetía en el cerebro dormido de Luna, la llamada de una voz suave y agradable que la invitaba a despertar. Luna abrió un ojo y lo vio todo oscuro, eran las tres de la madrugada. La voz que la llamaba venía de la misma almohada y Luna tuvo miedo, pero abrió el otro ojo y encendió la luz de la mesilla. Luna dio un brinco enorme en la cama y casi se cae. Allí, sobre la almohada, Olivia «cola de golondrina», con su cuerpo de oruga casi levantado, le hablaba.
— ¿Cómo sabías mi nombre? —preguntó la oruga—. ¿Cómo sabías que me llamo Olivia?
Luna, por supuesto, no le contestó. A las orugas no se les contesta. Se le puede hablar y decirles cosas, pero ¿contestarles? ¡Jamás! ¡Si las orugas no hablan! Es sabido. Luna solo la miraba, la miraba mucho, con los ojos grandes y redondos como dos huevos fritos mientras agarraba la sábana con todas sus fuerzas.
—Niña. Luna. ¿Te encuentras bien? —dijo la oruga preocupada por el aspecto pálido y tembloroso de Luna—. ¿Estás enferma? ¿Te puedo ayudar?
Pasaron cinco minutos larguísimos, pero, al fin, Luna reaccionó.
— ¿Qué haces tú aquí? —Se atrevió a preguntar Luna. Una pregunta bastante rara y estúpida puesto que una oruga puede estar aquí o allí sin más explicaciones, y eso era una muestra de que Luna aún estaba muy alterada, ya que la pregunta correcta hubiera sido: «¿Cómo es que hablas?» Que eso si era extraño.
—Pues, que he venido a verte porque tengo que hablar contigo —susurró Olivia a la vez que caminaba medio encogida por la almohada de Luna, como si creyera que alguien la estaba espiando.
—No puedes venir a hablar conmigo —Luna respondió convencida—. Las orugas no hablan.
—Es que, niña, no soy una oruga, soy un hada —respondió Olivia.
— ¡Las hadas no existen! —Luna, algo nerviosa levantó la voz.
— ¡Vaya! Todo son pegas. Pero no grites ¡Por favor! —dijo Olivia escondiéndose en un doblez de la almohada—. Y apaga la luz.
—No me da la gana. Esto es un sueño. Es mi sueño, y en mis sueños no apago luces porque no quieeeeee…… ¡AY! ¡Mi cabeza!
Luna se había puesto tan al borde de la cama que, con la discusión, se despistó y cayó al suelo, dándose un buen calamochón en la cabeza. El dolor no fue mucho, lo suficiente para saber que ahora estaba despierta y que despierta no existían orugas parlanchinas. Así que apagó la luz, subió a la cama, cerró los ojos y se dispuso a dormir.
—Gracias, gracias por apagar la luz.
Luna dio otro bote en la cama y esta vez el corazón le latía a millones de velocidad. Volvió a encender la luz otra vez, y otra vez estaba la oruga en la almohada, encogiéndose y diciendo: «¡Apaga, apaga!».
Luna, siguiendo los consejos de su abuela, se pellizcó en la mejilla para saber si estaba despierta, y no solo estaba despierta, sino que se hizo daño en el moflete. Había que afrontar la realidad, en su almohada tenía una oruga a la que había bautizado como Olivia, que hablaba y decía que era un hada y no hacía más que pedir que se apagara la luz. Lo normal.
— ¿Quieres que apague? —le preguntó Luna.
—Sí, por favor —respondió Olivia. Y Luna apagó.
A partir de ese momento Luna conoció cosas que muy pocas personas conocen y visitó lugares que casi nadie ha visto, a pesar de que pasamos constantemente por ellos.
Olivia «cola de golondrina» relajada sobre la almohada al ver la luz apagada le contó a Luna lo contenta que se había sentido cuando la niña le puso el nombre de Olivia, porque, en realidad, era su verdadero nombre, Olivia «de las aguas dulces», el hada que protegía los ríos y los lagos de casi media Europa, provocando las lluvias y las nieves necesarias. Para demostrarlo movió su cabeza de oruga en círculo y aparecieron unas gotas de aguas transparentes y luminosas que se convirtieron en cristales de hielo sobre la almohada, emitiendo una tenue luz blanca, como si fuera una hoguera de hielo, que iluminaban a la oruga y a un trocito de la cara de Luna. Olivia siguió hablando, diciendo la suerte que había tenido al llegar a la casa adecuada. Que al principio no confiaba en que «Picogordo» diera con el sitio, pero que acertó de pleno y eso significaba que Luna tenía el «Don», y que con el «Don» la niña protegería al hada y la ayudaría, primero durante la metamorfosis y después en el «Bosque de los robles caminantes». Luna iba diciendo que sí con la cabeza todo el rato pero, en realidad, no entendía un pimiento.
Olivia notó que Luna se estaba durmiendo sin comprender nada, y eso no podía ser. Era importantísimo que la niña entendiera esa misma noche todo lo que había pasado y todo lo que tenía que pasar, porque de lo contrario no podría ayudar al hada. Así que Olivia dio un meneo a su cabecita de oruga y lanzo decenas de copos de nieve helados sobre la nariz de la niña, que se despejó de golpe.
Olivia empezó por el principio y con más orden.
Olivia «de las aguas dulces», es decir, la oruga, era el hada encargada de que los ríos y lagos de Europa tuvieran el agua necesaria y de la calidad suficiente para dar vida a las tierras de esa parte del mundo. Como todas las hadas, cada cien años sufría una metamorfosis, un cambio total, para renacer con más sabiduría, pero durante ese proceso eran muy frágiles y cualquier animal o cualquier enemigo podía matarlas. Durante esa metamorfosis las hadas se camuflaban en forma de huevos de mariposa y seguían todos los pasos de una mariposa normal, oruga y crisálida, y de esta crisálida salía de nuevo el hada. Si una oruga normal, como ahora parecía Olivia, tarda un mes y medio en hacerse mariposa, las hadas de verdad tardan solo cinco días. A Olivia le faltaban solo un día.
Luna estaba atenta, aunque le costaba entenderlo todo. Le quedaba claro que Olivia era un hada y que, al menos, había cumplido cien años, porque se había convertido en oruga para ser más lista. Y mañana volvería a ser un hada. O algo así.
Hacía tres días que Olivia se había convertido en huevo de oruga y se había colocado cómodamente bajo una hoja de la mata de albahaca que crecía junto al «arroyo Claro», porque Olivia vivía en el nacimiento del «arroyo Claro», en una pequeña colina de roca llamada «Manantial de Plata», ese era el lugar desde donde ordenaba las aguas y las lluvias. Tuvo la mala suerte de que ese día una familia, de esas que salen al campo sin conocerlo ni respetarlo, se pusieron a arrancar plantas y a levantar piedras, entre ellas una buena rama de albahaca, donde estaba Olivia convertida en huevo. Esas personas sin conocimiento, al regresar a su casa, pararon el coche y, entre risas bobaliconas, tiraron todo lo arrancado en la cuneta. El mal ya estaba hecho y a Olivia se le pusieron las cosas muy difíciles. Su huevo de oruga, en su ramita de albahaca, cayó al otro lado del «Bosque de los robles caminantes», el bosque mágico que rodea el «Manantial de Plata». Un tipo de bosque que ningún hada puede atravesar con los ojos abiertos y en el que se han de defender de unos seres malvados, los «inféctubos». Defenderse con los ojos cerrados no suele tener un buen final. Ninguna de las hadas que en alguna parte del mundo tuvieron que enfrentarse con «inféctubos», en bosques de árboles caminantes, y sin la ayuda de algún humano que tuviera el «Don», sobrevivió.
«Picogordo», siempre atento, se dio cuenta del desastre y recogió la ramita de albahaca. «Picogordo» era un jilguero, el pájaro amigo de Olivia «de las aguas dulces». Todas las hadas tienen un animal amigo que las ayudan cuando hay dificultades y que las guían si hay que encontrar personas que tengan el «Don». Hay personas que pueden ver a las hadas tal y como son, hablar con ellas y saber sus nombres nada más verlas, esas personas tienen el «Don». Y Luna lo tenía.
Luna ya no se dormía, escuchaba con los oídos atentos y los ojos abiertos como platos.
—Y ¿Yo que puedo hacer? —dijo.
—Pues tendrías que esconderme en un cajón de tu habitación hasta mañana por la noche, darme un buen ramo de perejil para comer, mucho perejil porque la metamorfosis necesita de mucha energía, y vigilar que no me encuentre ningún «inféctubo». Después, cuando vuelva a ser un hada me acompañarás al «Bosque de los robles caminantes» para decirme donde están los «inféctubos», porque yo he de atravesarlo con los ojos cerrados. Tú me dices donde están y yo les lanzo un hechizo de hielo.
—Y ¿Por qué no te lleva tú pájaro volando por encima del bosque? —respondió Luna con sensatez.
Eso era imposible en las metamorfosis, dijo Olivia. Si por un accidente, como le había pasado a ella, las hadas salían de la tierra mágica para obtener los nuevos poderes y la nueva sabiduría, tenían que atravesar los bosques de árboles caminantes andando y enfrentándose a los «inféctubos». Obligatoriamente necesitaban a un humano con el «Don».
—No me parece mala idea —dijo Luna, e inmediatamente abrió el cajón de su mesilla, sacó el yo-yo, los clips del pelo y las gomas de colores, la linterna y el libro ilustrado de «Alicia en el país de las Maravillas». Olivia se metió dentro del cajón y la niña salió a la galería y volvió con un enorme ramo de perejil fresco. Al fin, Luna se durmió.
La madre de Luna entró en la habitación y levantó la persiana. Un buen trozo de sol se estampó en la cara de la niña, que arrugando la nariz abrió los ojitos un milímetro. A los pocos segundos se dio cuenta de que ya era de día, tenía un apetito gigantesco, saltó de la cama y salió corriendo tras su madre.
— ¿Está el desayuno, mamá? ¿Ya está el desa…¡Ay, ay, ay! ¡Que me olvido…
Dio la vuelta y, a toda prisa, volvió a su habitación. Abrió el cajón de la mesilla y… ¡Anda! dijo, solo quedaban cuatro hojas de perejil y las ramitas peladas, y en una esquina, agarrada a la pared del cajón, estaba la crisálida que envolvía a Olivia, una preciosa cápsula de color entre marrón y verde donde el hada estaría cambiando de traje hasta el día siguiente.
Luna cerró el cajón, miró a todos lados, por si descubría algún «inféctubo» de esos y, ya tranquila, se fue a desayunar. Mordió con ganas una tostada con aceite y… entonces lo vio, allí fuera, en el alfeizar de la ventana, había un pájaro precioso, con la cara roja y el cuerpo de varios colores, negro, amarillo, marrón…y el pico gordo. «Ese es Picogordo, seguro.» pensó. Y lo era, claro que lo era. Además, Luna supo que «Picogordo» la miraba a ella, con esa mirada que tienen los pájaros, que miran como de lado, porque al no tener los ojos juntos delante de la cara, no pueden mirarte de frente.
Conocer a «Picogordo», saber que vigilaba y cuidaba de Olivia, tranquilizó a la niña, que como todos los chicos de su edad tenía una agenda complicada. Había acabado el cole y por las mañanas tenía que ir con su abuela al parque, a comprar o a cosas infinitas que se inventan las abuelas y, después de comer y de una pequeña siesta, por la tarde, iba al club de «esplai» con sus amigos. ¡Qué vida tan dura la de una niña en vacaciones!
Sonó el timbre de la puerta, la abuela, seguro. Luna, en la cocina, puso un bocadillo en su mochila mientras la madre abría la puerta.
— ¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Luna aterrorizada—. ¡Ven! ¡Ven! ¡Mátalos!
La madre y la abuela de Luna corrieron hasta la cocina, allí Luna, absolutamente pálida, agitaba un trapo de cocina delante de dos moscardones, dos moscardones negros y feos, de esos que hacen un ruido molesto, «bbbzzzzzzz, bbbbbbbzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz», o algo así.
—Cariño —dijo la abuela queriendo tranquilizar a la niña—, solo son dos moscardones. No pasa nada.
Pero Luna no veía dos moscardones. Ella tenía el «Don» y veía la realidad, dos «inféctubos» horrorosos revoloteando por la cocina mientras «Picogordo», muy alterado intentaba meterse por el angosto hueco de la ventana que habían usado los «inféctubos» para colarse en la casa. Eran unos seres de unos diez centímetros, con una cabeza negra casi triangular y grandes ojos rosados de pupilas alargadas. Tenían cuatro alas de mosca, pero grandes, y vestían una casaca roja, ceñida por un cinturón negro, y pantalones y botas negras. La cabeza era horrible, dos largos tubos articulados salían de los lados y donde tenía que estar la boca tenían como unas tenazas aserradas que daban miedo. Los pies, de tres dedos acababan en tres uñas, curvas y afiladas como las de los «velocirraptores».
La madre de Luna abrió la ventana y de dos servilletazos sacó a los moscardones a la calle. «Picogordo» aprovecho para entrar sin que la madre y la abuela de Luna se dieran cuenta.
—Mamá, cierra todas las ventanas. ¡Por favor! ¡Te lo pido por favor! —rogó luna.
Cerraron toda la casa y se fueron. El jilguero, escondido tras el sofá, se quedo de guardián.
La abuela de Luna había planeado ir al mercado a comprar verduras y, más tarde, visitar a una amiga que vivía en una casa con jardín y tenía dos nietos algo mayores que Luna. A Luna le encantaba ir al mercado, por los olores y por los colores, siempre que podía iba con sus padres. Si además de los infinitos olores y los infinitos colores pusieran música en lugar de barullo serían perfectos.
La verdulera, que conocía a su abuela de toda la vida, era una mujer grandota, de mofletes rosados, labios rojos y de pelo muy rubio. Todas las mujeres del mercado, las carniceras, las fruteras, las pescaderas, verduleras, chacineras…todas, todas, eran muy rubias, como una raza diferente, y seguramente lo serían, «las rubias del mercado». Luna metió la mano entre los manojos de perejil y de acelga y empezó a rebuscar.
— ¡Luna, no toques el género! Cariño, eso no se hace —dijo su abuela.
— ¿Es que buscas algo? —preguntó la verdulera.
— ¡Claro! —respondió Luna mirando seria a los ojos de la señora—. Busco hadas. ¡Qué si no!
La frutera se puso colorada como uno de sus tomates y forzó una sonrisa de circunstancias. Ella también tenía el «Don».
—Hay que ver que nieta más lista y más guapa tienes —dijo la frutera por decir algo.
Con la bolsa llena de verduras la niña y la abuela fueron a casa de la señora que tenía dos nietos. A Luna no le gustaba mucho ir a esa casa, esos niños le recordaban a los gatos siameses de «101 dálmatas», esa película de dibujos; siempre estaban liándolo todo y, al final, tú eras la mala. Pero no quedaba otra. Con esos niños siempre era lo mismo, había que jugar al escondite quisieras o no, y ellos siempre se escondían primero. Te dejaban allí, en la pared de la fuente, contando hasta cien como una idiota y, luego, búscalos. Era imposible encontrarlos en una casa enorme que no conocías así que, ese día, Luna cambió de estrategia. Contó hasta cien, se giró como para ir a buscar a los chicos y miró dentro de la fuente, puso cara de sorpresa y salió corriendo a pedirle a su abuela una cajita de costura que siempre llevaba en el bolso. Regresó a la fuente, se agachó y metió algo en la caja. Con la caja entre las manos y hablando con ella, se puso a caminar lentamente por el jardín. No había pasado mucho tiempo cuando escuchó la voz de uno de los chicos.
— ¿Qué llevas ahí?
—No te importa —contestó Luna mirando a todos lados, buscando el escondite.
— ¡Oye niña tonta! —Era la voz del otro hermano—. ¡Hemos dicho que qué llevas en esa caja! Responde o te vas a enterar.
A Luna se le daba muy bien poner cara de pena y llanto. Se puso a hacer pucheros.
—No me hagáis nada…por favor…no me hagáis nada… solo es un hada… un…hada de la fuente…os la doy… pero no me hagáis nada…
Los dos hermanos salieron de sus escondites y se acercaron a Luna que, cuando los tuvo al lado, abrió la caja con las cosas de costura de la abuela y, moviendo la mano rápidamente a uno y otro lado, dijo con una enorme sonrisa: «PILLA Y PILLA. HE GANADO».
Luna regresó a casa con su abuela pensando en que no debería volver a esa casa, la venganza de los hermanos podría ser terrible.
La madre de Luna estaba calentando unos macarrones en el microondas. La niña no perdió un segundo y corrió a su habitación. Al abrir la puerta «Picogordo» se lanzó sobre ella y casi le pica la cabeza, pero al reconocerla se quedó tranquilo posado sobre el armario. Luna miró dentro del cajón de la mesilla y allí estaba Olivia dentro de su crisálida. Todo estaba bien y súper controlado. Orgullosa de cómo estaba llevando el cuidado de Olivia, Luna se fue a comer.
— ¿Tú no comes? —le preguntó a «Picogordo», más por educación que por esperar una respuesta.
El jilguero hizo un movimiento con las alas, como diciendo «Si me traes algo comeré, no puedo abandonar la vigilancia».
—Abuela ¿Qué comen los jilgueros? —preguntó Luna con la boca tan llena de macarrones y salsa de tomate que se le escapaban por todos lados.
La abuela y la madre se rieron con ganas viendo la cara de Luna con los mofletes hinchados intentando tragar tal barbaridad de macarrones.
—Pues…no sé —respondió la abuela— grano, creo. Trigo, alpiste, avena y cosas así —Miraba a su hija esperando que confirmara la respuesta—. ¿Por qué?
—Por nada, me ha venido a la cabeza —respondió Luna.
Avena. Avena era esa especie de pienso insulso que comía su madre cuando se ponía a régimen, cada mes y medio, más o menos. Luna era más de rebanada de pan con cosas encima. El momento era propicio, su madre se había ido a trabajar y la abuela se había dormido delante de la tele; Luna se subió a una silla de la cocina, abrió uno de los armarios y, de una caja de cartón sacó un puñado de avena, dejó todo como estaba y fue a su habitación para dársela a «Picogordo». Le puso el puñado de avena en la silla y el jilguero bajó del armario. Aquel montoncito de cosas olía a avena, pero no tenía la misma forma que los granos de avena que comía en el campo, no le hacía mucha gracia comer aquello, pero le daba vergüenza que Luna pudiera pensar que despreciaba su amabilidad. «Picogordo» empezó a picotear y a tragar, los pájaros no tienen dientes y lo tragan todo entero. Afortunadamente Luna se fue cuando el jilguero se había comido unas siete piezas de aquella avena extraña y, para no quedar mal, escondió el resto bajo la alfombrilla de la cama.
A las cinco de la tarde Luna y su abuela se fueron al esplai, dejando a «Picogordo» con un dolor de tripas insoportable.
Era tarde de bañador, guerra de globos de harina y manguerazo final, pero la monitora había preparado una primera media hora de limpieza y revisión de mascotas. En el taller de naturaleza había una colección variopinta de animales que, por uno u otro motivo habían ido a parar allí. Un perro inteligente que era el perro de la monitora, tres canarios cantantes de ópera cedidos por el padre de un chaval, Una enorme serpiente cariñosa (una boa) que la policía le quito a un señor y que estaba de paso por el esplai antes de ir al zoológico, igual que las siete tortugas rápidas y protegidas que aparecieron en el jardín de una señora, o el mono enfadado de Sudamérica, que un tipo malo tenía en su mansión y que la hija maquilló de rojo con un espray.
Luna estaba encantada, ella sabía que de mayor sería veterinaria, como su tío, y lo sabía porque ese olor que a todo el mundo le molestaba, ese olor de cuadra, de muchos animales juntos en un sitio, a ella le encantaba.
Mientras ponían comida en las jaulas, entró una mariposa blanca por la ventana. Nuria, una amiga de Luna dijo en voz alta: «¡Mirad! Un hada, un hada. Cerrad los ojos y pedid un deseo».
Luna no pudo aguantarse y contestó: «No es un hada. Es una mariposa blanca y no concede deseos».
— ¡Tú que sabrás, sabihonda! —respondió Nuria.
—Pues lo sé. Yo sé mucho de hadas. ¿Qué pasa? —La monitora calmó los ánimos y dejó claro que podía ser un hada disfrazada de mariposa, una explicación que no convenció a nadie, pero como había llegado la hora de la guerra de globos, todos olvidaron a la mariposa y se prepararon para rebozarse hasta parecer croquetas de niño.
Al final de la tarde, cuando algunas madres ya estaban dando vueltas por el esplai esperando a que sus hijos salieran, la manguera se esforzó en sacudir el engrudo de harina que se agarraba a la piel de los chicos. No lo consiguió del todo.
Luna fue volando, literalmente, desde la puerta de la calle a la ducha, sujetada por su madre. Las protestas de la niña no sirvieron de nada, Luna no quería que su madre entrara en la habitación a cogerle el pijama y que, de paso, descubriera a «Picogordo» volando por allí, pero tuvo que confiar en la suerte porque su madre no cedió ni un milímetro.
—Pareces un «trol». Ni se te ocurra moverte de la ducha, que ahora vengo —dijo.
No fue la suerte la que evitó que la madre de Luna descubriera a «Picogordo», fue la indigestión. La avena le había sentado como un tiro y el jilguero se quedó quieto, tumbado encima del armario, esperando que alguien apareciera con un poco de agua. Una tarde que nunca olvidaría.
Luna, duchada y reluciente, entró en su habitación y llamó a «Picogordo» que, entonces, asomó la cabeza por el canto del armario y pió, dando un vuelo corto para caer mareado sobre la cama.
— ¡Ay, ay, ay! —lamentó Luna—. Agua. No he dejado agua —Salió corriendo a la cocina y llenó un vaso—. ¿Cómo podré ser una buena veterinaria si no me acuerdo de dar agua a los animales? —pensaba—. Papá siempre me lo dice: ¡No son juguetes, son seres vivos! ¡Y sufren como tú y como yo! Mira que me lo repite, pero se me ha vuelto a olvidar.
«Picogordo» bebió con moderación, su barriga se recompuso y quiso meterse en el vaso, a bañarse y, como apenas cabía, lo tiró, empapó la cama de Luna y casi se ahoga, parecía un pájaro un poco torpe, la niña se rió.
— ¡Olivia, Olivia, estoy aquí! —Luna no sabía si el hada podía oírla o no, pero ella hablaba. Abrió el cajón y la crisálida continuaba allí, perfectamente sujeta a la pared del cajón, aunque había cambiado de color, se había vuelto azulada.
Esos pasos que se oían llegar al otro lado de la puerta eran inconfundibles. Luna cerró el cajón de un golpe que le pareció demasiado fuerte, a Olivia le tenía que haber dolido, pensó, y con la mano derecha estirada y coronada por su dedo índice, señalaba el armario a la vez que le hacía gestos con la cabeza a «Picogordo». El jilguero lo entendió perfectamente y se colocó sobre el armario justo en el momento que el padre de Luna, con su uniforme de estar por casa, un pantalón corto y viejo y una camiseta vieja y larga, abría la puerta de la habitación.
— ¡Hola guapísima, ya estoy en casa! ¡Un beso! —dijo, agachándose para abrazar a su hija.
— ¿Vas a hacer ese bacalao en salsa…? —indagó Luna.
Sí, Habría bacalao en salsa, y eso le daba a Luna un margen de una hora y media, por lo menos, antes de cenar. El interés de Luna por la comida se reducía, casi siempre, a conocer cuánto rato podría jugar de más antes de comer. Pero esta vez no se puso a jugar, se quedo sentada, como tonta, en la cama, esperando que saliera un hada del cajón. Pero no pasó nada. Bueno, sí pasó, «Picogordo» se le puso en el regazo y se quedó quieto junto a sus manos hasta que llamaron a Luna para la cena. A la niña se le infló el corazón de cariño viendo aquel jilguero mimoso acurrucado con ella. — ¡Y fíjate! —meditó—. Que llevo dos días sin pensar en la tableta ni en la tele.
El bacalao en salsa verde estaba riquísimo, pero, así y todo, surgió el eterno pique entre «Doña dulces» y «Don guisados», la madre y el padre de Luna, que tenían una antigua disputa sobre las habilidades culinarias del contrario y que daba para muchas risas y ratos divertidos. Esta vez «Don guisados» se había excedido en el aceite y quedado corto con la sal, según «Doña dulces», que si lo hubiera hecho ella estaría redondo, decía. A lo que «Don guisados» contestó: «Tan redondo como el engrudo de arroz de la paella que hiciste el domingo pasado». Y claro, a partir de ahí ya todo fueron reproches sobre sus respectivos desastres gastronómicos de los últimos siglos. Luna no paraba de reír.
El sol se fue poniendo a su ritmo, lento, como cuando cierras los párpados de a poquitos, hasta ennegrecer el cielo y dejarlo salpicado de estrellas, como esas chispitas que a veces se cruzan por nuestros ojos. Luna cogió su yogur de limón y se despidió.
—Un beso y hasta mañana —dijo— me voy a dormir, que tengo sueño.
Su padre, como tantas otras noches, se levantó de la silla y siguió a Luna.
—No papá, hoy no quiero cuento. Ya soy mayor —Entró en su habitación y cerró la puerta—. ¿Olivia? ¿«Picogordo»? —susurró.
No hubo respuesta. Luna no se atrevía a moverse de la puerta, por si entraban sus padres. Así pasó un rato, hasta que escuchó el sonido de la tele y supo que sus padres estaban en el sofá. Se acercó al cajón de la mesilla, estaba abierto y la crisálida rota.
— ¿Olivia? —insistió en voz alta.
— ¡Hola guapa! —La voz dulce de Olivia salía de una estantería, justo de detrás de una casita de madera. Luna se sobresaltó y se quedó mirando la estantería, nerviosa.
Primero asomó el pico «Picogordo», detrás de él Olivia, y sí, era un hada, era tan hada que Luna se sorprendió enormemente y susurró un: «No puede ser». Olivia no tenía nada que ver con todos esos dibujos acaramelados de los cuentos, nada de esas dulces hadas que parecen princesas, era diferente, no tan guapa pero más bella, muy intensa. Sin esas alas de mariposa. Tenía alas, sí, pero se abrían como un abanico, eran unas membranas finísimas con maravillosos dibujos que al desplegarse parecían una cola de pavo real, y al cerrarse parecía que Olivia arrastrara una capa fina y liviana. Tenía unos grandes ojos colocados a medio camino entre el frente y los lados de la cabeza, enormes y alargados, como almendras, una mezcla de ojos humanos y ojos de insecto, con un iris verde mar y unas pestañas que no lo eran, lo parecían, eran pequeñas antenas. La boca pequeña y sonriente, una nariz diminuta y la cara enmarcada en dos pliegues que asemejaban orejas y una melena corta y alborotada, de color azul océano. El cuerpo delgado y grácil, con unos brazos largos de dedos finísimos y unas piernas, por llamarlas de algún modo, unas piernas muy de saltamontes, largas y de insecto total. Era un hada, Luna lo tuvo claro desde el primer momento, era un hada de verdad, vestida con pétalos, zarcillos, hojas o algo similar, como en los cuentos, eso sí, pero muy diferente. Con todo, no daba la impresión de fragilidad, sino de fuerza. Allí estaban las dos frente a frente, mirándose, esperando. Un escalofrío había recorrido el cuerpo de la niña de arriba abajo y era incapaz de moverse. Olivia sonrió, abrió las alas y las batió, un sonido armónico salió de esa vibración y con un pequeño vuelo quedó suspendida en el aire a treinta centímetros de Luna.
—Ha llegado la hora, cariño —habló el hada allí quieta, flotando, y echando la cabeza a un lado con coquetería—. He de volver a casa, al «Manantial de plata», y has de venir conmigo.
A Luna le entraron temblores. Ir con el hada ¿Cuánto tiempo? ¿Y cómo? ¿Dónde estaba ese lugar? ¿Cuándo regresaría? ¿Era peligroso? Se le nubló la vista y se tumbó en la cama mirando al techo, cerró los ojos pensando en todo, en tantas cosas, en sus padres, en sus amigos y sus juguetes, en el peligro, en la aventura, en que tenía que hacerlo porque Olivia era su amiga, porque ella tenía el «Don» y porque en sus sueños mandaba ella. Convencida, se incorporó en la cama y se dio un susto de muerte. Estaba encima de la cama y un jilguero del tamaño de un caballo le hacía sombra, Olivia, de su mismo tamaño, se reía como una loca. La niña había menguado. Luna se había vuelto del tamaño del hada, pero su pijama no, Luna vestía pétalos de flores y zarcillos y hojas, igual que Olivia.
Había que atravesar el «Bosque de los robles caminantes» y tenían que enfrentarse a los «inféctubos», y todo ello se tenía que hacer antes del amanecer. Había que partir ¡Ya! Y, si bien Olivia y «Picogordo» volaban, Luna, como mucho, saltaba. El hada explicó como cabalgar un jilguero y a que plumas agarrarse, y a cada explicación, la cara de Luna se volvía más y más blanca, hasta parecer una auténtica Luna llena.
La niña no pudo hacer nada, un movimiento de mano de Olivia y se encontró a lomos del jilguero, otro movimiento de mano y la ventana se abrió y un simple «vamos» y salieron volando a toda velocidad. Por un momento Luna pensó en su madre, que hacía lo mismo sin magia. Pero al verse sobrevolando su propia casa se dio cuenta de que no era igual, asustada estaba, cómo negarlo, ya que si a cualquiera lo montan encima de un jilguero a sobrevolar su ciudad y no se asusta es que está loco. Claro que, cuando abría los ojos, veía un espectáculo tan maravilloso, todas esas luces en las calles y los coches, chiquitos como hormigas, y ese conjunto de ciudad, cielo y estrellas, como una foto, que se le pasaba el ansia e intentaba acomodarse lo mejor posible sobre «Picogordo». ¡Que mira que era incómodo el pajarito! Luna cogió la postura y a su lado Olivia volaba tranquila y le daba la mano. Se alejaban de la ciudad, Olivia dijo que al norte, cada vez menos luces y más sombras, no había Luna en el cielo, solo Luna en un jilguero. El hada le iba señalando los lugares y las estrellas a la niña, como para que las aprendiera. ¿Para qué? Se preguntaba Luna mientras disfrutaba de la belleza del viaje, ahora lo entendía, eso que decía su padre: «Cuando vas de un sitio a otro, lo importante es el viaje».
Hacía un tiempo que habían dejado la casa, ya todo era noche cerrada y el aire fresco hacía cimbrear las plumas de «Picogordo» y los cabellos de Luna.
—Debemos estar lejísimos —dijo la niña.
—A no más de una hora de tu casa si eres grande y vas en coche, pero ahora eres pequeña y todo se hace más largo, ya estamos llegando.
Ascendieron por una colina y llegaron a un enorme farallón, un cortante de roca, del que parecían llorar cientos de arroyos despeñados piedra abajo. Olivia y el jilguero remontaron el granito hasta llegar a la plana, la meseta donde rompía la falla. Espectacular, bravío, grandioso, agreste, magnífico… ningún calificativo describía por sí solo la gran belleza del lugar. Era el lugar. Allí delante, bajo el cielo estrellado, se extendía a derecha e izquierda una enorme mancha oscura, el «Bosque de los robles caminantes». Nunca hasta ese momento Luna se había preguntado el porqué de ese nombre misterioso y, al venirle la pregunta a la cabeza, la soltó mirando a Olivia. Soltó la estúpida pregunta y obtuvo la respuesta que se merecía.
—Se llama el «Bosque de los robles caminantes» —respondió el hada— porque es un bosque de robles que caminan.
— ¡Aaaaahhhh! —balbuceó Luna con cara de boba.
«Picogordo» se posó a dos metros de la primera retama del bosque, una distancia corta si eres grande, pero grande si solo mides diez centímetros. Olivia aterrizó a su lado y le dijo a Luna que ya podía bajar del jilguero, que habían llegado al inicio del camino y que había que continuar a pie. El hada ya le había explicado a Luna lo que tenía que ocurrir a partir de ese momento, pero una cosa es que te lo expliquen en tu habitación, con tu pijama y en tu cama, y otra verte allí, delante del «Bosque de los robles caminantes», de noche, reducida en tu tamaño y dándote cuenta de que los árboles se iban moviendo de sitio poco a poco. Luna tuvo miedo, sí, mucho miedo. Y el sonido no acompañaba, los árboles, al desplazarse, rozaban sus ramas, haciéndolas vibrar en una especie de gemido triste, un llanto crujiente y desesperanzado, como un augurio de que todo saldría mal.
Pero ya estaba allí. ¿Cómo echarse atrás? ¡Imposible! Tenía que continuar con Olivia.
«Picogordo» levantó el vuelo y desapareció. Olivia le explicó a la niña que, si todo salía bien, el jilguero las esperaría en «Manantial de plata».
— ¿No hay ningún río que podamos seguir hasta el «Arroyo claro? —preguntó Luna pensando en encontrar algo que facilitara el camino—. De aquí brotan cientos de arroyos.
No. No había ríos ni arroyos dentro del bosque, dentro de ese bosque todas las corrientes de agua eran subterráneas, del miedo que tenía el agua de pasar entre los árboles caminantes. Pero Luna insistió: «¿Y cómo es que vienen personas de excursión? ¿No se dan cuenta de nada? Olivia respondió, una respuesta antigua, una respuesta que ya había dado antes muchas veces, desde el inicio del hombre en la Tierra: «Sin “Don” no hay percepción». Los hombres y mujeres que no tienen «Don» transitan por la Tierra sin poder ver las otras partes, eso que a veces se llama «Mundos mágicos».
—Y ahora hay que partir, no podemos esperar más —dijo Olivia—. Recuerda, yo no veré nada, dependeré de ti. Cuando veas «inféctubos» me has de indicar, lo más rápido que puedas, delante, derecha, izquierda, arriba, atrás… La posición donde están para que yo pueda lanzar hechizos. ¿Lo has entendido? —Luna dijo que si con la cabeza, pero estaba muerta de miedo— ¡Vamos! —ordenó Olivia—Y, ahora, no te asustes.
El hada cogió a Luna con su mano izquierda y se pasó la mano derecha por delante de la cara, brillaron en el aire unas cuantas gotas de agua helada y al bajar la mano Olivia no tenía ni ojos ni nariz, como si se hubieran borrado. El sobresalto de Luna fue mayúsculo.
— ¡Vamos, vamos! —apremió Olivia tirando de la niña— Te he dicho que no te asustes —Y entraron en el bosque.
La oscuridad era total dentro de aquella masa boscosa, ninguna referencia te guiaba, ni al mirar arriba veía la niña las estrellas. Olivia le rogó que caminara siempre hacia adelante, intentando no desviarse y, si algún árbol se interponía, rodearlo con cuidado y fijándose mucho en continuar la misma trayectoria. «Que sino —dijo el hada— nos desviaremos y volveremos a salir del bosque sin llegar a «Manantial de plata».
Luna anduvo durante un buen rato en silencio, llevando de la mano a Olivia «la que no veía». La marcha era lenta, al compás de los inseguros pasos del hada, el bosque muy tupido, un ridículo trébol le llegaba a Luna por la rodilla, las más pequeñas piedras eran rocas considerables y los robles eran gigantescos estadios, rodearlos costaba y continuar en el mismo sentido de la marcha parecía imposible. Luna no decía nada, pero estaba segura de que se habían desviado infinito del camino que llevaba al hogar de Olivia. Pero, por el momento, de «inféctubos» nada de nada. Oía los ruidos del bosque, búhos, ratones de campo, chicharras, grillos y otros sonidos desconocidos, pero estaba tan oscuro que no veía nada, hasta que se dio de bruces con un toro negro con dos enormes cuernos y la niña dio un brinco gigantesco, de al menos cuatro centímetros.
—No pasa nada —dijo el hada riendo— es un ciervo volante, un primo de los escarabajos, déjalo pasar y continuemos.
— ¿Cómo lo sabes si no ves? —preguntó Luna.
—Ahora ni veo ni huelo, pero he oído sus pasos, cada especie suena diferente —respondió Olivia.
El ciervo volante no pasó por delante, abrió sus élitros, desplegó sus alas y salió volando con toda elegancia y emitiendo un zumbido ensordecedor.
Luna siguió adelante mientras el zumbido del ciervo volante se iba apagando lentamente, cada vez más lejos, hasta que, cuando estaba a punto de desaparecer, pareció regresar.
— ¡Escucha! —dijo Luna—. Vuelve el ciervo ese.
— ¡No! —contestó Olivia apretando fuertemente la mano de la niña—. Ese sonido es… es un «inféctubo». Abre los ojos y ponte alerta. Cuando se acerque verás una luz verde parpadeante. Síguela con la vista y, en cuanto distingas perfectamente al ser, dame su posición, arriba, a la derecha o lo que sea.
Un escalofrío atravesó el cuerpo de Luna. La niña miraba a todas partes buscando luces verdes, pero solo oía el zumbido. Al rato notó perfectamente de qué lado venía el aleteo y miró fijamente en esa dirección. El brillo verde apareció, a su izquierda y arriba, al cabo de unos segundos, Luna iba a abrir la boca cuando un roble caminante se metió en medio tapando la luz.
— ¡Ha desaparecido, ha desaparecido! —Luna movía la cabeza totalmente loca. Fueron unos pocos segundos, que se le hicieron tan largos como los consejos de su abuela, hasta que el «inféctubo» apareció de nuevo—. ¡Atrás a la izquierda! —gritó.
Antes de que Luna pudiera decir nada más, el cuerpo sin rostro de Olivia se giró levantando una mano de la que salieron veloces chorros de hielo, un hielo extraño, amarillo y triste, que explotaron alrededor del «inféctubo» haciéndolo desaparecer.
— ¿Qué ha pasado? ¿No habrá muerto? —Luna, seria, quería creer que era una ilusión, que Olivia era incapaz de matar a nadie, pero había visto lo que había visto; cómo el hada, con su magia, mataba a un ser vivo.
Iba a encararse con Olivia, una cosa era defenderse y otra matar, no la ayudaría más, pero no dio tiempo. Siete puntitos de luz verde aparecieron en varias direcciones, siete «inféctubos» haciendo vibrar sus alas se acercaban, rodeándolas.
Esta vez Luna no dijo nada, estiró fuerte de Olivia y salió corriendo. Sin ver casi nada, la niña saltó piedras y matojos, tréboles y bellotas, rodeó robles, retamas y madroños. No sabía si iba en la dirección correcta o no, le daba igual, buscaba un escondite. No dejaría que le hicieran nada a Olivia, pero tampoco permitiría que el hada matara a nadie más. El sonido de los «inféctubos» era cada vez mayor y Luna veía su brillo verdoso cuando miraba de reojo, sobre todo uno a su derecha estaba muy cerca. Luna paró un segundo y recogió una piedra. El «inféctubo» se puso a tiro y Luna tenía una puntería que era legendaria en su colegio, cayó redondo al suelo tras recibir la pedrada de Luna, que le agujereo dos alas, dejándolo inútil. Luna no se quedó a mirar, siguió corriendo, ahora en zig-zag, Olivia, ciega, debía de estar golpeándose con todo, pero había que buscar un refugio y acabar con aquella guerra. La niña no miró hacia atrás pero notó que Olivia iba tan ligera como ella, no se tropezaba ni se golpeaba, sería cosa de su fino oído. Mejor.
Las luces verdes volvieron a aparecer y se acercaban más rápido y Luna seguía sin encontrar refugio. Aquello iba a acabar mal. Hubiera acabado mal de no haber aparecido aquel roble raquítico, un roble jovencito, de no más de treinta años, ágil y ligero, que se cruzó delante del camino que llevaba Luna, mostrando un apetecible agujero entre el principio del tronco y las raíces.
Allá que fue Luna, de un salto, con Olivia detrás, desapareciendo a la vista de los «inféctubos» y cayendo en blando. Porque el fondo del agujero era blando, mullido, como un colchón de pelo rojizo, pelo de ardilla o de zorro.
Olivia «cola de golondrina», o «de las aguas dulces», protestó.
—Nos matarán —dijo— hemos de seguir y me has de guiar. Era el trato.
—Lo era —respondió Luna con autoridad—, pero tú los matas y eso no puede ser, no puedo aceptarlo. Tiene que haber otra manera de evitarlos y de poder llegar a «Manantial de Plata».
—No lo hay. Tenemos que volver a caminar por el bosque —insistió Olivia—. Salgamos de aquí.
Luna se puso encima de Olivia, agarrándola fuertemente y contestó: «Ni hablar, nos quedamos aquí, hasta que amanezca o hasta cuando sea. Tú no matas a nadie más, y tampoco quiero que me maten, que nos maten. Aquí quietas porque me da la gana.
Las cabezas de cinco «inféctubos» asomaron por el agujero del tronco y, juntos, dijeron: «¡BUUUUUUU!»
A Luna se le pusieron los pelos de punta, de verdad, su cabeza parecía la de un puercoespín. Olivia emitía unos gemidos entrecortados… unos sonidos entrecortados… ¿Unas risas entrecortadas? ¡Olivia se estaba riendo! Luna no se lo podía creer, una boca riéndose en un rostro sin ojos ni nariz. Y los «inféctubos» también, reían a carcajada limpia. La niña no entendía nada y tuvo miedo, mucho miedo. ¿Le iban a hacer algo? ¿Quiénes eran aquellos seres?
—Es un sueño. Otra vez estoy soñando —Pensó Luna. Y a pellizcarse las mejillas de nuevo.
Pero estaba lejos de ser un sueño, era una realidad total, una realidad extraña e incomprensible, pero realidad. Olivia era real y estaba sentada junto a Luna, sin ojos ni nariz, riéndose como una loca.
Poco a poco las carcajadas se fueron transformando en unos jadeos entrecortados, Olivia se incorporó lo suficiente para ponerse delante de Luna, se pasó la mano por la cara y la nariz y los ojos volvieron a aparecer en su sitio.
— ¡Aaayyyy…aayyyy!… niña…perdona —jadeó el hada—. Perdona Luna, sé que lo estás pasando fatal… ¡ja,jaaa…aaayyyy! Pero no podemos evitarlo. Nos da la risa cuando todo sale bien…
— ¡Llévame a mi casa! ¡YA! —Ordenó Luna mirando a Olivia con unos ojos a la vez duros y tristes. La niña estaba indignada, irritada y furiosa. De repente odiaba a Olivia como nunca había odiado a nadie, claro que Luna no era de odiar porque ese era un trabajo que no llevaba a nada bueno.
Por unos instantes Luna se había olvidado de los «inféctubos» que seguían estando allí, ahora sonrientes, pero con esos rostros negros y monstruosos. Al volver a reparar en ellos dio un paso atrás y se giró hacia Olivia y el hada se puso en pie diciendo: «Chicos, se acabó la farsa». Los «inféctubos» se pasaron las manos por las caras y sus rostros se convirtieron en otros, parecidos a la cara de Olivia.
—Niña —dijo el hada—. Yo, si quieres, te llevo a casa, pero ¿podrías escucharme unos minutos?
— ¡No! Me voy a mi casa. Con tu ayuda o sola, me da igual, me voy. ¡Salgamos de aquí! —Luna saltó por el agujero y dos atentos «inféctubos» la recogieron en el aire, el agujero ya no estaba junto a las raíces del roble, ahora estaba a tres metros del suelo, junto a una rama donde reposaba tranquilamente «Picogordo».
Luna sentada en la rama, junto al jilguero, exigía que la bajaran al suelo y volver a su casa. No escuchaba lo que Olivia le decía y movía las manos y la cabeza como una poseída. El roble seguía avanzado en la oscuridad, pero ahora se veían las estrellas y, al verlas, Luna se tranquilizó lo suficiente para escuchar a Olivia decir: «La manera de que regreses a casa sin que nadie note tu falta es volar con «Picogordo», pero antes quiero poder explicarte por qué hemos hecho esto que te ha asustado tanto. Mira ya llegamos». Y Olivia señaló en una dirección donde una luz tenue se filtraba entre los troncos de los robles. Era «Manantial de plata» y, si ponías atención y oreja, se escuchaba el borboteo de «Arroyo claro».
Luna le dijo al hada: «Me prometes de todo prometimiento de antes, ahora y después que no me va a pasar nada». Olivia, riendo, dijo que sí, que antesahoradespués nada le pasaría.
Mientras el roble se acercaba a su paso hasta «Manantial de plata» el hada presentó a Sim, Tim, Canuto, Alarico (el supuesto muerto) y Tacón, dolorido por la pedrada de Luna. El nombre de «inféctubos» se lo había inventado Olivia sobre la marcha, cuando estuvo con forma de oruga en la cama de Luna, un nombre horroroso, decía, pero fue el que primero se le ocurrió. La próxima vez me lo prepararé antes, decía, no es bueno improvisar tanto, mira el susto que te has llevado, le decía a Luna.
—Si no son «inféctubos» ¿Qué son? —preguntó la niña.
—Hados. ¿Qué si no? —contestó el hada como si la respuesta fuera obvia.
— ¿Hados? Los hados no existen —dijo Luna mirando a Sim, Tim, Canuto, Alarico y Tacón.
—Bueno, si los humanos decís que no existen las hadas, tampoco existirán los hados —respondió Olivia—. Pero la evidencia es la evidencia. Ya hemos llegado, todos al suelo.
Luna bajó agarrada a las patas del jilguero, como si se tratara de un paracaídas, y le gustó tanto que se quitó de golpe todos los miedos que había tenido en las últimas horas. Por un camino a la orilla de «Arroyo claro» llegaron al afloramiento de roca que formaba el «Manantial de plata», El sonido del agua al brotar entre las piedras era limpio y cristalino, y la extraña luz que iluminaba el sitio venía de una especie de musgo, arriba solo el cielo negro y estrellado, el bosque rodeaba el lugar dejando un círculo totalmente abierto al universo.
—Nuestra casa —dijo Olivia.
Allí no había casa, ni nada que se pareciera, pero el lugar era acogedor. Luna se sentía muy a gusto, y protegida, como si aquel pedazo de bosque estuviera envuelto por una cortina invisible que impidiera que lo malo entrara.
—Siéntate aquí —dijo Olivia señalando una roca plana junto a un borbotón de agua clara—, a mi lado.
Todos bebieron, después de tanto jaleo tenían sed, y Olivia empezó a contar: «Tú, Luna, tienes el «Don», el don de poder ver a los seres primordiales, los que estamos aquí desde casi el principio, los que llamáis mágicos, y que no lo somos tanto como parece. Pero tú, niña, eres muy joven y aún conoces poco. El «Don», el mismo que tú tienes lo tiene muchísima gente más; bueno, y todos los animales. Pero lo que interesa son las personas, los humanos, porque ¡mira Luna! Aunque aún no lo sepas, los humanos tenéis algo raro, un problema que no acabamos de saber qué es. Hay humanos buenos y humanos malos, eso es como en casi todos lados, pero no sabemos por qué todos los humanos juntos tenéis la habilidad de destrozaros entre vosotros y de paso destrozar lo que os rodea. En resumen, os estáis cargando nuestra casa, la Tierra, la casa de todos los seres vivos. Los hados y hadas ya no podemos controlar a la naturaleza como deberíamos. Somos impotentes y necesitamos de las personas con «Don» para que nos ayuden. Ya no queda tiempo para salvar esta Tierra. No más de quinientos años, y no me digas que te parece mucho porque no es nada, aunque aún no lo entiendas. Necesitamos a los que tenéis el «Don», pero no todos sois iguales. Sí, sois buenos, aunque algunos lo entienden a su manera. Para eso servía la prueba que te hemos hecho sufrir. Lo siento, pensé que era necesario. Otras personas con el «Don» por defender al hada son capaces de cometer barbaridades, incluso matar, por eso lo hacemos. Tú no, tú luna eres el tipo de persona que necesitamos, que necesitaremos en el futuro. ¿Lo entiendes?
—A medias —respondió Luna—. Mi padre también dice que la Tierra está mal por nuestra culpa. ¿Cuántas hadas y hados hay?
—Exactamente un millón doscientos treinta y cuatro mil quinientos sesenta y siete —dijo Tacón—. Somos los mismos desde el principio. Repartidos por todo el mundo y regulando las estaciones, haciendo que el otoño sea como debe, que el invierno se comporte, la primavera se divierta y el verano sea educado, aunque cada vez nos cuesta más, estamos perdiendo el control y por eso necesitamos gente que luche contra esa enfermedad que sufre la Tierra. ¿Nos ayudarás?
—Bueno…No sé cómo, pero sí. Haré lo que sea, lo que me digáis.
—No hará falta que te digamos nada, lo irás descubriendo tu solita —Era Tim el que hablaba subiendo y bajando las cejas a cada palabra—. Olivia te visitará de vez en cuando, para cotillear y saber cómo te va la vida, más que nada.
—Olivia no cotillea —contestó Canuto riendo—. Eres tú el cotilla, en el bosque lo saben todos, hasta tu ratón.
Y un ratón de campo apareció de entre las hierbas; el ratón de Tim, seguido por el petirrojo de Sim, la culebra de Alarico, el alcaudón de Tacón y el mochuelo de Canuto. Se juntaron con el jilguero de Olivia en una roca apartada y parecía como si hablaran entre ellos.
La noche estaba llegando a su fin y había que darse prisa. Luna se montó de nuevo en «Picogordo» y volando junto a Olivia regresó a su casa. Volvió a pensar que todo era un sueño, pero ya no se pellizcó, estaba a gusto y contenta, si era un sueño no quería despertar.
El jilguero aterrizó en el alfeizar de la ventana de la habitación de Luna. La ventana estaba cerrada, una corriente de aire la cerró por la noche y ahora no podían entrar. Todas las ventanas estaban cerradas y el cielo empezaba a clarear. Olivia tenía que devolver a la niña a su tamaño antes de la salida del sol porque si no quedaría atrapada entre los dos mundos, y el hada no pensaba en dejarla colgando de una ventana a veinticuatro metros del suelo, no era prudente. Solo quedaba una solución, la galería. Y allí que fueron. «Cariño —dijo el hada—, voy a tener que dejarte a la intemperie, no creo que pases frio en esta época. No tenemos otra opción, queda poco tiempo, ya amanece».
Luna se sentó junto a la lavadora, a su derecha tenía el cesto de la ropa limpia y había dos toallas de ducha ya secas. Al crecer las usaría de mantas, estaba cansada y quería dormir, se volvió a mirar a Olivia para decirle que no se preocupara y encontró al hada volando alrededor de su cara. Luna ya había vuelto a su tamaño, «Picogordo» le restregó su rostro en la nariz y Olivia le dio un beso.
—Te vendré a ver de tanto en tanto —dijo Olivia.
El hada y el jilguero se fueron volando mientras Luna se echaba por encima una toalla de playa toda estampada de estrellas de mar.
La madre de Luna cogió a la niña y la llevó a su cuarto, la metió en la cama y dejó que durmiera.
—Papá —le dijo a su marido—, hoy no iremos a la playa que la niña debe haber pasado mala noche, dejemos que descanse.
Durante el resto de su vida, la doctora Luna, veterinaria, se dedicó a cuidar de los animales, a explicar a la gente lo importante que es respetar la naturaleza y a enseñar cómo se puede vivir bien sin destrozar la Tierra. Luna tuvo varias visitas de Olivia, unas para hablar de cómo andaba el mundo y los esfuerzos que había que hacer para mejorarlo y otras para tomar café y ver las fotos de los hijos y nietos de Luna, que iban creciendo con los años, y para conocer las aventuras del hada, de su jilguero y las bromas pesadas de Sim, Tim, Canuto, Alarico y Tapón.
Yo todo esto lo sé porque soy la nieta de Luna y también tengo el «Don». Tras muchos años de esfuerzo, de explicarle a la gente que este planeta es nuestra casa y que no tenemos otra, y que si no la mantenemos limpia y en condiciones nos ahogaremos en porquería y la convertiremos en una ruina donde será imposible vivir, parece que poco a poco vamos cogiendo el buen camino, con el esfuerzo de todos y con la pequeña ayuda de un millón doscientos treinta y cuatro mil quinientos sesenta y siete seres mágicos.
Y os tengo que dejar porque tengo visita, hoy vienen Olivia y Daría «de las tierras rojas», mi hada.
FIN