Ella

Iba con un patinete eléctrico al colegio. No tendría más de doce años. Era un colegio religioso, y ella, con su uniforme, cantaba a voz en grito. No, no llevaba casco ni respetaba ninguna norma. Algunos días el patinete lo llevaba su padre o su madre, pero lo normal era que fuera sola. Así que el día que murió atropellada por un coche todo fueron llantos e insultos para el señor del coche, que no tuvo culpa ninguna.

Al cabo de una semana la volví a ver con su patinete. La verdad es que, debido a su reciente fallecimiento, me extrañó. Pero era ella, no había duda. Durante tres días seguidos me asomé al balcón a las ocho y media de la mañana para verla pasar, ahora con un casco y a una velocidad razonable, respetando los semáforos y sonriendo. De tanto en tanto atravesaba el cuerpo de alguien en patinete que hacía el salvaje, eso me refirmó en mi sospecha de que estaba muerta.

Una mañana ella hacía su camino cuando un hombre, un repartidor de una de esas empresas de precario, los que llevan una caja en la espalda con el logo de la empresa, apareció haciendo el loco. Supongo que tenía prisa por entregar algún pedido. Ella, cuando el hombre llegó a su altura, levantó la mano y le sonrió. Él se salió de la acera sorteando a una señora con un carrito de bebé, y una camioneta lo arrolló.

A la semana el hombre y ella, que había crecido, hacían la ruta con sus dos patinetes, sus cascos y cogidos de la mano. No he vuelto a asomarme al balcón por las mañanas.

 

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