La noche ya clareaba, la mañana se venía, pero en aquella calle tan estrecha del barrio chino no se notaba. En aquel garito de aquella calle mucho menos. El disparo sí, el disparo se notó. La pierna del dueño del garito lo notó mucho más y a mi padre, que aún no lo era, le hicieron un informe que le impidió ascender a comisario del Cuerpo Superior de Policía, así, con mayúsculas, hasta cuatro años antes de su jubilación.
Con veintidós años, una placa de inspector de policía y una pistola Astra de nueve milímetros Parabellum en el bolsillo ¿Qué podría salir mal? Pues todo. Si algo ha tenido mi padre, además de ser un crápula en su juventud, es que no ha sido tonto, y rápidamente se dio cuenta de que su nicho estaba en la oficina de Espectáculos y Establecimientos del edificio de Vía Layetana, y la pistola reposando en un cajón del armario de mi habitación. Eso cuando fue mi padre. Antes en un cajón, sin adjetivar.
Y es que, combinación de palabras que odio, cuando te pones a mirar esa foto en la que tres críos con pañales, dos que caminan como si no hubiera un mañana y la otra en el carrito, y piensas que ellas dos ya son madres, que el tuyo aun no, pero va de camino y que la madre de ellas, esa amiga del alma de toda la vida, que ya no tiene bien la cabeza gracias a una enfermedad jodida de mierda y que ya no te conoce, empiezas a pensar que todo empezó por un disparo.
Espectáculos y Establecimientos era la oficina de la Comisaría Superior de Policía, que las mayúsculas siempre gustan al poder, donde se firmaban los permisos de apertura de los establecimientos y los espectáculos, un chollo para un chaval que tenía entradas gratis a todos lados, lo que viene siendo un “Tú me firmas esto y estas entradas para tu chiquillo”. También los lupanares, casas de juegos y otro tipo de lugares, pero ahí ya no llegué.
Tras el disparo, ya en la oficina de Espectáculos y Establecimientos, mi padre se hizo amigo del hermano del director de la “Soli”, El periódico se llamaba Solidaridad Nacional, y esa amistad le llevó hasta las carreras ciclistas de Montjuic con plaza en el palco de autoridades. En ese palco estaban las autoridades, por supuesto, y las modistillas, las que entregaban el premio a los ganadores. Una de ellas era mi madre.
Cuando has visto crecer a tus hijos, cuando has crecido con tus amigos y amigas, cuando tu pareja te lleva cogiendo de la mano tantos años, es cuando descubres que esto se termina, pero qué bello ha sido. Ahora, con las redes, se inunda el mundo de imágenes, pero si vas al lavabo y miras en el espejo, verás la cara que nunca…, perdón, un resbalón poético. No vayas al lavabo…Tampoco es eso. ¡Que te quieras, coño! Ahí estamos.
Las modistillas eran la palabra que describía a esas jóvenes de familias trabajadoras venidas a menos por diversos problemas, en caso de mi madre por la muerte de mi abuela, dejando a mi abuelo, ebanista, a cargo de todo, lo que es todo a cargo de mi madre. Las modistillas, salvo alguna excepción, eran lo que hoy en día se llaman señoritas de compañía de lujo, niñas que durante la República habían estudiado. Eran invitadas a fiestas, a bailes caros, a cines y a carreras ciclistas. El director de la “Soli” le dijo en Montjuic señalando a mi padre. Es policía, amigo mío, y tiene dinero.
Y así nací yo. Tras una boda en el pueblo donde se cumplieron todas las expectativas. Una casa grande, Un abuelo médico y de Falange Española, las mayúsculas, y seis criadas y un criado. El colmo para una modistilla de la calle Bruc de Barcelona. Nunca sabré por qué mi abuelo, el padre de mi madre, no asistió. Era un buen tío. Mejor que eso, fue siempre una persona magnífica hasta que un cáncer y una amputación se lo llevó. El abuelo era ebanista, de Teruel, de la Franja, de una estirpe de escultores y ebanistas desde por el 1600 o antes. Y de Esquerra Republicana, esas mayúsculas.
Antes del disparo hubo una fuga. Mi padre no fue un emigrante, fue un fugitivo. Eso lo marca la clase social. A mi padre se le puso entre ceja y ceja ser arquitecto. Según mi abuelo solo podría ser médico o veterinario, cosas de las familias con posibles en Extremadura. Padre, que tonto no era dijo que sí, que veterinaria. Como no había ni redes ni nada, padre cogió la pasta en billetes, llegó a Salamanca y no se matriculó en ningún lado.
Dos años después, habiendo asistido a dos cursos de veterinaria como oyente, se matriculó en Vigo para estudios de Topografía. Ahí lo pilló mi abuelo, y padre se fugó con lo que le quedaba. Acabó en Madrid delante de un anuncio que buscaba hombres instruidos para el Nuevo Cuerpo Superior de Policía. Otra vez las mayúsculas. Y en eso estuvo. Hijos de familias de posibles, con estudios, pero raros, dispuestos a torturar o a llevar a cabo funciones de oficina que los policías sin estudios no podían llevar a cabo.
Yo también me fugué. Mi padre y yo hemos sido muy de fugarnos. He sido un chico normal, de clase media alta, buen colegio, con amigos, de paja diaria hasta que un buen día descubrí el sexo. Un sexo adolescente, tontorrón, que fue evolucionando hasta que mi madre me puso delante mis prioridades. Se llamaba Ester y era hija de una amiga suya, también ex modistilla y casada con un joyero. Vecina del barrio. Un año después me obligó a ir a una fiesta de Carnaval con una chica cuyo nombre no recuerdo. Odio las fiestas. Fui disfrazado de chico normal. Ese verano fuimos con la madre de esa chica y con ella en tren, era un coche cama con cuatro literas, hasta un pueblo de Castilla que tampoco recuerdo, nosotros seguimos hasta Extremadura. Era la noche de San Juan, siempre lo era, verano tras verano y hoguera tras hoguera. El tren Tracatreaba, Tra Tra Tra, y la Luna llena brillaba por la ventana de una noche mágica.
En el pueblo, mi padre no vendría hasta agosto, madre puso nuevos deberes. Viendo el escaso éxito de la chica esa puso deberes a medias. Que me acosté con mi prima y la hija del molinero, con ambas a la vez, también. Que fue en el patio de la escuela una noche de verbena y apareció mi madre con la alcaldesa, mi tía Carmen y dos mujeres más, pues eso. Que tuvimos que dejar el asunto a la carrera para nunca más, evidente.
Padre durante un tiempo hizo una vida rara. Sí, tenía guardias, luego descansaba un par de días, pero en esos días desaparecía unos ratos por las tardes y volvía de noche. Sobrio, eso sí, pero había bronca. Yo me metía en la habitación, a oscuras, con la zurra de la tarde ya tenía suficiente. Madre siempre fue muy de zurrar, por cualquier cosa, y eso que en público pasaba por una persona excelente. Algunos años más tarde me acostumbré a ir los sábados a Vía Layetana, luego a la comisaría de Iradier, porque a eso de las diez y media se almorzaba y mi padre me invitaba a unos almuerzos de la leche. Allí supe que padre era una de las personas más respetadas del Cuerpo Superior de Policía y que no llegaba a comisario por aquello del disparo.
Padre dijo: Haz lo que te guste, lo que te dé la gana. Pues biología, dije ante el ceño fruncido de mi madre. Y eso hice. Claro, que él venía de lo mismo. Lo que son las cosas, el primer día de clase, en el tren de Bellaterra, coincidí con dos compañeras del colegio que se habían matriculado en medicina. Iban acompañados de otra chica que iba a biología, le dieron buenas referencias de mí, ahora es una amiga íntima, de esas que son familia. Esa primera tarde en el aula ella se sentó junto a mí en uno de los últimos bancos, a mi izquierda se sentaba otra chica. Sí, aunque ahora vive en Arizona, es otra amiga íntima, más familia.
Aquellas dos amigas, de buena familia, signifique eso lo que signifique, pasaron a la agenda de madre. Madre siempre tenía la agenda de mi vida en orden. Sí, con una de ellas tuve una relación que no prosperó porque es una ninfómana desatada, con la otra no, solo un intento que no fructificó, pero para mi cumpleaños tuvieron el detalle de regalarme “Palabras para Julia” de Goytisolo. Mientras tanto mi padre leía mucho en el sillón de su dormitorio, el Círculo de Lectores le sirvió de refugio. Yo estudiaba lo justo y eso me quitó horas de lectura. Unos años antes de esto tiré a la basura todo lo que tenía escrito. No sé por qué, me centré en la pintura.
Mientras madre ejercía de ama de casa, salía con sus amigas y organizaba mi futuro, padre se aficionó al Centro aragonés de Sarriá. Allí pasaba casi todo su tiempo libre jugando al mus. Le dieron una medalla de campeón, y los sábados y domingos almorzaba en el centro, muy temprano, de cuchillo, tenedor y buen vino. Los domingos a media mañana íbamos a misa y después al aperitivo en el Bar Antonio. A misa yo iba por que me obligaban, mi madre no sé muy bien por qué, a, sí, por las amigas y el figurar, y mi padre a tirarse pedos. ¿Habéis vivido eso de que tu padre te coja la mano, la ponga en su trasero y diga Escucha, el canto de la trucha? Pues él en misa.
A un tío segundo o tercero que era arquitecto se le ocurrió hacer una piscina en el pueblo, era 1979, y como la alcaldesa, otra pariente de ves a saber y falangista, consiguió el dinero de la Diputación, se hizo la piscina. Yo, educado en un colegio privado de Barcelona con piscina, sabía nadar, así que, como el resto no sabían mucho debido a que el Charco Hondo y el pilón de la huerta de mí abuelo no reunían las características adecuadas, y la laguna tenía demasiada cantidad de sanguijuelas, me dediqué a enseñar a nadar, básicamente, a ellas.
Un atardecer de agosto de 1980 yo caminaba por un camino del pueblo con un bastón moviendo hierbas y buscando bichos, una chica me saludó. Ni idea de quién era. Encontré la entrada de un macro hormiguero, dos plumas de milano real y a un primo segundo con un galápago leproso (Mauremys leprosa) vivo, en una bolsa. El primo sigue siendo un imbécil, pero no he vuelto a presenciar lo que vi ese día. Acompáñame al tinao de mi madre, dijo. Allí, en el sobrao, había un cernícalo joven atado por la pata con una cuerda. El primo sacó un hacha, le cortó la cabeza, las patas y la cola al galápago y se los dio de comer al cernícalo. Luego sacó al cernícalo atado con la cuerda y lo lanzaba al aire a ver si volaba. Cuando empezaba a tomar aire le estiraba de la cuerda haciendo que se estrellara en el suelo de la carretera. Pues eso.
A las doce de la mañana del día siguiente fui a la piscina. Solo había una persona. Una chica en bikini que leía en catalán. Era la que me saludó el día anterior. En un pueblo dónde aún se llevaban bañadores de cuello alto y lo de leer en el idioma que fuera era una rareza, me llamó la atención y acabé casándome con ella, pero eso fue más tarde. Durante el paseo vespertino apareció un desconocido con una guitarra que no sabía tocar. La chica del bikini sí, y la tocó. Yo aún no sabía que el desconocido era un estudiante de medicina hijo de una ex maestra del pueblo y de un coronel del ejército que unos meses después participaría en el golpe de estado.
Ese anochecer vi a mi padre y a mi madre paseando por la carretera. Mi padre se paró a saludar a una mujer que yo no conocía, la abrazó y le dio un beso, estuvieron hablando un buen rato mientras mi madre tenía cara de vinagre. Es mi abuela, dijo la chica del bikini. Y ahí se lio todo. La agenda de mi madre se fue al carajo y con ella se nos embarró la vida a todos. Cosas de la vida.
Las horas que pasaron entre la clínica y la comisaría debieron de ser densas. Inspector, pero que cojones has hecho, espetó el comisario. Y mi padre con una torrija importante que no le dejaba atinar. ¿Qué he hecho? Yo no he hecho nada, respondió mi padre según me dijo. Cuando me lo dijo se reía, había pasado toda una vida. No supe nada hasta mucho tiempo después, Cuando lo de la Pasionaria. A mi padre le dio una de sus ventoleras y se dedicó a meter mano en los archivos de Vía Layetana y hacer desaparecer expedientes de gente represaliada durante la dictadura, yo ese día estaba allí y metí la nariz. La cosa había ido de putas y de precios. Un desacuerdo y un disparo. Hoy estaría en la cárcel, entonces solo un freno en su carrera. Desde ese día lo vi con otros ojos. No podía entender cómo se puede ser simultáneamente buena gente y mala gente.
A los once o doce años, durante la época del colegio, me pegaba un chaval que acabó siendo mi amigo, hasta el día en que reconocí en él a un fascista bastante loco. Durante el verano yo hacía lo mismo con un par de chicas de mi pueblo con pocas luces, bueno, poca formación. Años después me di cuenta de que mi comportamiento y el de aquel chico, no diferían mucho. Una mañana me lo crucé en una calle de Barcelona. Al acabar la carrera de Derecho se había apuntado a la legión extranjera francesa, luego se recluyó durante tres años en el convento griego de Gran Meteoron, sí, ese que está a tomar por culo en lo alto de una montaña, y en el momento que lo encontré estaba de regreso y poco comunicativo. En una noticia de Internet leí que tras muchos años en China, dedicado a la exportación y la importación, se había comprado un castillo en Francia. Siendo hijo de quién era no podía irle mal.
Un verano mi madre me persiguió con el bastón del abuelo. Tuve que saltar por el muro del jardín. Y todo porque le dije que el cura, Don Paco, que nos daba clases particulares a mí y a Mari Pili, le metía mano por debajo de la mesa y ella salía llorando. Hay que ver qué cosas. Yo corría mucho, cosas del atletismo. Ahí decidí correr de mi madre. Uno ha de correr del miedo.
Luego pasó el tiempo. Es lo que tiene la vida, que no se detiene, y a ratos te enseña y a ratos no. No he puesto Non por lo de los pimientos de Padrón. En casa, cuando chico, eran cachetes, luego me hice grande y fue daño mental, bueno, hasta que cogí mi camino y me liberé. No le sentó bien. No se puede contentar a todo el mundo. El disparo de mi padre no habría cambiado nada, o sí, no hay nada escrito en la vida, pero él siguió siendo un tipo con una moral muy alta que una vez la cagó. Bueno, quizás la cagó dos veces, la segunda con mi madre.
Luego la vida sigue y te tropiezas con tus cosas, pero algo has aprendido, y quieres a los que quieres y les dejas volar.