Aquella tarde en la que tuvo que ponerse por primera vez una corbata para recibir el premio a la mejor novela negra del año, a Cándido se le escapó una lágrima y su mente regresó a los años sesenta, cuando, con ocho años, su madre lo matriculó en una buena escuela.
A los pocos días, el profesor de gimnasia le hizo quitarse la bata y le ordenó subir la cuerda. Allí, en el gimnasio y rodeado de sus nuevos compañeros, Cándido se quedó agarrado a la soga colgado como un jamón, sin subir ni bajar, mientras el profesor de gimnasia, entre las risas de sus compañeros de clase, le daba con una vara de madera en los pies. Sube, sube, decía, y Cándido no subió.
Cándido, sufriendo las mofas y los capones de sus compañeros, llorando y con los pantalones meados, regresó a su casa con la convicción de que se convertiría en un psicópata. Al haber nacido el veintisiete de diciembre era el más pequeño de su curso, y eso era una desventaja, tampoco era alto ni fuerte, así que la mofa se fue instalando en él curso tras curso, además, por esa situación, sus notas eran de vergüenza. Los profesores le reñían y le daban sobres cerrados con notas para sus padres, que al día siguiente había que devolver firmadas. Al principio las broncas de los padres eran un agobio que le impedían descansar por las noches y salir a jugar a la calle. Es muy posible que para resolver esos problemas hayan hecho que Cándido tenga la misma firma que Carlos, su padre.
El padre de Cándido tenía una enciclopedia en la estantería del salón y el chaval se puso a buscar Psicópata. Encontró sicópata sin la P, y no entendió la definición muy bien, así que decidió ser vocacional, sicópata vocacional. Como le gustaba escribir se convirtió en un asesino en serie literario, más fácil de llevar que montar charcos de sangre en cualquier cocina. Y de repente creció. Un Buen día se levantó hasta un metro y ochenta y dos centímetros, corría como un galgo y subía la soga con los dientes. Entonces quiso matar a todos aquellos capullos que lo trataron mal, pero se contuvo. Solo soy vocacional, solo soy vocacional, se repetía, Y tampoco soy tan imbécil como uno de verdad, que luego vas a la cárcel.
Así en general, pensó, la vida no es fácil. Esto lo pensó mientras se pegaba en la calle con uno de aquellos idiotas que se habían mofado de él antes del estirón. Aquel chico luego fue su compañero de atletismo, casi amigo también. Cándido se dedicaba al salto de longitud y el amigo al disco y al peso. Se recorrían Barcelona cada fin de semana de montaña a montaña, de Tibidabo a Montjuich. Los padres en esa época no te acompañaban en coche. Entre semana Cándido escribía, rompía y tiraba, malestudiaba, que es un palabro en sí, hasta que la explosión del edificio de enfrente no lo mato por unos minutos.
Azar, esa mierda es lo que es la vida. Azar. Como la explosión de gas de aquel edificio, que mató a mucha gente y reventó todas las ventanas de la casa de Cándido, como aquel dibujo de dos profesores en pelotas, que pasó a sus compañeros para hacer unas risas, y que uno les puso nombre, y que el profesor de matemáticas los pilló. Cándido fue expulsado del centro y, a partir de ese momento, en el nuevo colegio, comenzó a sacar notas excelentes. Azar fue también que un amigo, hijo de un editor, leyera su primera novela, en la que asesinaba a cuatro compañeros de colegio. El editor se la compró y ahí comenzó su carrera de psicópata vocacional.
El discurso por el premio fue emotivo. Cándido observaba a los asistentes mientras daba las gracias. Eligió a una mujer de mediana edad para asesinarla en su próxima obra. Durante el aperitivo se acercó a ella y le sonsacó su vida, su historia. Y sí, merecía morir.