Valentín.

Y se vino abajo. No es metáfora, es literal. Lo vi lanzarse al vacío desde el décimo piso. Yo estaba leyendo en el estudio con la ventana abierta, hacía un día frio pero con un sol que daba gusto. Por supuesto, se mató. Fue el primer y único suicidio que he presenciado en directo y el resultado fue decepcionante, nada que ver con las películas, poca sangre y ya está, un señor tendido en el suelo. Los viandantes fueron los que montaron un pollo, al poco llegó la ambulancia, la Guardia urbana, los mossos y tres más que no sabría decir a que se dedicaban, serían forenses o de los juzgados, no sé.

Me picó la curiosidad y seguí la pista de aquel hombre. Averigüe que se llamaba Valentín Gonzalo Santaolalla de Madrigalejos, que estaba en la ruina (con ese nombre manda huevos), casado en terceras nupcias con una señora extranjera. Siete hijos de matrimonios anteriores, ninguno de los cuales vivía en su domicilio, y trabajando de limpia grafitis en un plan de inserción del ayuntamiento. Parece ser que cantaba bien, pero que con cincuenta y ocho años era complicado sacarle rendimiento a su voz. La ducha, el bar de la esquina, algún cumpleaños de un allegado y poco más.

Una mañana bajé a la calle para hacerme el encontradizo con su ya última exesposa. Eran las cinco de la madrugada, pues ella trabajaba en una empresa de limpieza dejando impolutas las oficinas de un rascacielos a dos manzanas de su casa, bueno, y de la mía. Me choqué con ella, que es la mejor manera de iniciar una conversación, pero ella iba con prisas. En ese momento me pareció de Colombia o de por ahí. Dos días después, ya sin chocar, le pedí escusas por lo de dos días antes, la acompañé hasta el rascacielos con la excusa de que debía coger el metro, que está al lado. Se llama Rita, nació en Gerona, de padre senegalés y madre ucraniana, es muy alta en todas las dimensiones que se quieran tomar, rotunda.

Volví a hacerme el encontradizo un mediodía, serían las dos de la tarde, Rita regresaba del trabajo y me ofrecí a invitarla a un café o a un aperitivo. Aceptó. A partir de aquí los encuentros de aperitivo se hicieron más frecuentes y dos meses después pudimos hablar de Valentín. Era un hombre culto, muy estudiado como decía Rita. Que fuera celoso y la pegara no deslucía sus virtudes. Valentín siempre se quejaba de su mala suerte, La vida está mal repartida, repetía según Rita, y caía otro bofetón. ¿Y por qué se suicidó? Pregunté. La respuesta fue directa: Le dije que me ayudara a limpiar los cristales por fuera. Quizás lo ayudé un poco.

Rita y yo seguimos tomando café un par de días cada semana.

 

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