El paseo del visigodo. 1

Tajón de Árrago

1 de febrero de 622

Soy Tajón, Tajón de Árrago. He matado a muchos. De algunos no me arrepiento.

He robado tanto que me he permitido comprar la que fue casa de mis padres en un rincón apartado de la cordillera Oretana, vivir bien, casarme y tener dos hijas. Ahora que puedo asegurar que no existen los dioses y que nadie me perseguirá voy a escribir lo que me ha pasado desde aquel día de agosto del año quinientos ochenta y nueve.

 

El paseo del visigodo – 12 de agosto de 589

El sol se hundía en el Atlántico, un día más, entre jirones dorados y rojos, pero yo no sabía que había un Atlántico. Cada día lo mismo pero cada día diferente, y tan bello como el día de antes. Disfrutaba del espectáculo dejándome llevar por el alma de los sueños. A horcajadas en la Peña Blanca, en lo más alto de la sierra, miraba al Sol cada anochecer preguntándome dónde iba y qué hacía hasta asomar de nuevo por el este. Sucio y negro de andar en la carbonera, acaricié mi afilada faca, la que yo, a mi menguada edad de once años, domé a golpe de martillo bajo la mirada atenta de mi padre, y resolví ir a dar un paseo hasta aquella luz lejana que al oscurecer brillaba en el sur. Conocía el bosque tan bien como el vientre de mi madre y me creía forjado a fuego por el mazo de padre, el mejor herrero de la ribera del Árrago. No me echarían en falta, era costumbre que al mocoso, como me llamaban, le dejaran subir a la cresta de la sierra con el buen tiempo, a partir de la cosecha. Padre y mis dos hermanos mayores acarreaban el carbón hasta la fragua al venir la noche, y a mí me daban viento sin pedir cuentas. Antes del amanecer siempre estaba comido y durmiendo.

Desmonté de la Peña Blanca decidido y eché a andar entre los matojos, bajé directo hacia las jaras y el alcornocal, viendo como la luna amiga, en su plenitud, iluminaba el bosque. Respiré hondo comprendiendo todos los aromas del bosque y, antes de hundirme bajo los árboles, situé el sur mirando a Spica y Arcturus, las estrellas predominantes de las constelaciones de Virgo y de Boyero, como correspondía a esa época del año. Sonreí.

A ese paso reposado y constante de los que tenemos costumbre de caminar me fui acercando al arroyo del Sapo, siempre a contraviento, sabedor de que allí encontraría a los cochinos bebiendo y ¡vaya susto les daría! El escándalo que organicé rodando piedras y agitando retamas hizo que los jabalíes respingaran y huyeran sierra arriba, pasando a escasos metros de mi cuerpo. Un jabato rezagado me cogió el aire, se giró, me miró y emprendió de nuevo la fuga al ver la luna reflejada en la faca. Me quité el calzado, atravesé el arroyo muerto de risa y continué descalzo mi paseo hacia el sur.

El medio pan y el trozo de queso bastarían para la ida y la vuelta, pensé. La luz no se veía lejana desde el otero de la sierra. Me preocupaba la transgresión, y que padre la descubriera. Los viajes empiezan a la salida del sol y acababan con la puesta, esté uno donde esté, es la costumbre y sus motivos hay. Y yo, Tajón, hijo de Sisendo de Árrago, el conocido herrero, estaba viajando de noche campo a través expuesto a todos los peligros. No debía de andar muy alejado del camino real porque escuché perfectamente el paso de unos caballos subiendo hacia el norte, en silencio y sin antorchas seguidos de varios hombres de a pie. No era época de pago de diezmos, así que descarté al recaudador real. Era noche cerrada y lo primero que encontrarían en su camino, antes de llegar a la aldea, era la fragua, mi casa y la de mi tío. Si eran bandidos tenía que avisar. Decidí dar media vuelta, correr campo a través para llegar a casa antes que los bandidos, y alertar a mis padres. Corrí mientras me extrañaba de unos bandidos con caballos, y además herrados. ¿Bandidos ricos? Y pensando en esa incongruencia puse el pie derecho sobre una piedra cubierta de verdín al cruzar el arroyo. Aguanté el grito de dolor, y la cojera no me permitió llegar a tiempo.

Varios soldados ataban a mí padre y a mis hermanos, mientras otros tres sacaban todas las herramientas de la fragua. Uno, grueso, prendía fuego a las casas al grito de ¡Muerte a los arrianos! Tres más acuchillaban a mí tío y a mí primo mientras otros cinco violaban a madre, a tía y a mí prima de nueve años. Dejé de mirar y, tras la encina, escuché. Escuché como degollaban a tía, un ruido corto y quiebro, y escuché como los soldados apañaban el carro con los bueyes para tirar sobre él a madre, a padre, a mi prima y a mis hermanos, atados como si fueran fardos de paja. También escuché a un soldado que parecía tener mando decir: …porque, en Toledo, el Rey necesita herreros como vos, aunque seáis arrianos, que si no habríamos acabado de completar la fiesta. Ya se encargará el obispo de haceros saber de la buena Fe. Después lloré todo lo que supe llorar, y un poco más tarde quedé dormido de agotamiento.

El sol, completado el ciclo, asomó de nuevo y calentó poco a poco mi cuerpo para despertarlo del infeliz sopor y mostrar la horrible realidad que yacía en la granja. Durante horas mí mundo se centró en el cuerpo cercenado de mí tía, con el mismo pelo de fuego que mí prima. Yo la quería, había soñado en hacerla algún día mí mujer. La fragua y la granja existían porque existía mí prima. Yo estaba en esa edad en la que el resto del mundo parece irrelevante, oía y no escuchaba, el universo era yo y mis cosas, la prima y mis sueños. Unos soldados de la corona, o de algún noble, habían cambiado el decorado en una sola noche. Los buitres ya oteaban desde muy alto el desayuno, y salí huyendo del hogar, de nuevo al sur, como hacía pocas horas, sin llorar, que se me habían terminado las lágrimas.

Guiado por los rayos de sol que atravesaban el encinar caminé a paso ligero. Con una mirada seca y atenta escudriñé cualquier sombra hasta donde llegaba a ver, y escuché, alerta, los sonidos del bosque. Paré a comer bajo un berrueco, no sería aún el mediodía y la atalaya que veía iluminada de noche desde mi casa no debía de estar a más de una hora de camino. Sesteé cansado, mal dormí soñando con mi prima, con su madre y su familia muerta, desperté sudado, queriendo abrazar a padre, y me encontré de frente con un hombre enjuto, bien vestido y armado con espada, tras él dos hombres guardaban dos caballos de montura, tres yeguas de tiro y cinco mulas cargadas, al final un negro enorme. Me asusté, había oído hablar a mi padre y a mi tío de que en otros lugares lejanos había hombres así con esa piel de la noche, y que iban desnudos. Este no. Iba vestido y con unas sandalias recias tachonada de clavos en la suela, como las del hombre enjuto. Los otros dos llevaban sandalias simples, como las mías, pero viejas y estropeadas, se notaba que no estaban acostumbrados a caminar descalzos por los caminos.

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