El paseo del visigodo. 2

Nos son horas de dormir, muchacho, dijo el hombre enjuto. ¿No deberías de estar trabajando? Yo no dejaba de mirar al negro. ¿Es su esclavo? Las carcajadas del hombre enjuto y del negro resonaron en el bosque. Es mi socio, dijo, los esclavos son esos dos lusitanos que no quisieron pagar una deuda. ¿De dónde sales? Estás muy lejos de todo. No quise contestar, me eché la mano a la faca que amagaba en la espalda, ceñida al cinturón, y la saqué apuntando al hombre. El hombre soltó otra carcajada, a la que siguieron las de los lusitanos. El negro miró el cuchillo fijamente. Ramiro, dijo el negro al hombre enjuto, eso no es un trozo de hierro, eso es bueno, es robado. Ramiro sacó la espada dando dos pasos atrás y mirando alrededor. Mekonen, le dijo Ramiro al negro, ve con uno de ellos a ver si hay alguien por aquí escondido. Salvo el camino, el resto era bosque cerrado, un océano de encinas, tomillos y jaras de más de dos metros, imposible ver a través, pero un crío con semejante puñal en las manos era signo de una encerrona de bandidos. Pero no, no había nadie más.

—Chaval, ¿A quién le has robado ese puñal? ¡Dámelo!

—Ni hablar, señor. Lo he forjado con mis propias manos. Es mío.

Mekonen se me acercó con prudencia. Era realmente enorme. ¿De dónde vienes? ¿Tienes familia? Yo, cansado y hambriento, empecé a explicar sin guardar la faca. Ramiro guardó la espada. Guarda ese machete, me dijo, muchacho arriano, Las cosas están mal, El rey y los obispos han decidido acabar con tu culto. Han estado reunidos en Toledo para convertir la fe arriana en anatema. Recaredo ha mandado hacer batidas y si tu familia está viva es por el oficio de tu padre, se necesitan herreros en la corte. Mira chico, Mekonen y yo somos comerciantes. Que él sea un sin dios del otro lado del mar y yo animista no es relevante porque somos necesarios. ¿Sabes dónde vas? No, Señor, respondí, pero lejos. Si trabajas y ayudas, dijo, te podemos llevar hasta Emérita Augusta.

Arropado por aquel grupo llegué, lleno de ira, un atardecer a Emérita Augusta. Durante el camino uno de los lusitanos murió, que es una manera de decir que quiso robar un fardo y Mekonen lo alcanzó a unos quinientos metros del campamento. También se armó una tormenta de verano, de esas que rompen de pronto y duran hasta doblegar la paciencia. En esos trece días de camino, no paramos en ninguna aldea ni villa. Me extrañó que unos comerciantes no aprovecharan las ocasiones y que usaran los caminos polvorientos en lugar de las vías romanas. En mi casa del Árrago pasaban carros semana sí, semana también. Fueron pocos días, pero, gracias a Mekonen y al lusitano que quedó vivo, aprendí a escribir los números en latín y en hindi. ¿Qué es hindi? Pregunté a Mekonen. Una lengua lejana, de lugares más allá de todas las tierras y todos los mares, respondió el negro, pero sus números son más prácticos para el comercio que los números romanos. Tienen la nada, lo llaman cero.

Llegamos a Emerita Augusta en un día oscuro y lluvioso por un camino secundario que nos condujo a un portón destartalado por el que las bestias y nosotros entramos a un patio discreto en el que siete hombres armados se hicieron cargo de llevar a los animales a las cuadras, y a nosotros a una estancia donde secarnos y descansar. Muchos hombres armados, pensé, para unos comerciantes, Y una estancia demasiado lujosa. Estaba amueblada con dos lechos sobre las que había sendas túnicas, tres sillas y una lumbre. En un rincón había una pileta con agua tibia donde poder asearse, y en las paredes unos frescos con mujeres desnudas y sátiros. ¿Esta es su casa? Pregunté a Ramiro. La carcajada fue la respuesta. Anda, échate ahí y duerme, respondió el hombre.

Seco, y sobre un cómodo lecho que no tenía nada que ver con el jergón de semillas de algarrobo de mi casa, dormí profundamente hasta que mi vejiga dijo basta. En la estancia no había nadie y oriné en una esquina, justo en ese momento se abrió la cortina y apareció uno de los hombres armados. ¡Pero chaval! ¿Qué haces? Y ahora también te vas a cagar en el suelo ¿no? Asustado, eché la mano a la espalda y grité “Mi faca. ¿Dónde está mi faca?”. Me agarró por la túnica y me llevó arrastrando hasta unas letrinas por las que circulaba agua corriente. Todo aquello era muy raro, ¿Dónde está Ramiro? Pregunté. La respuesta fue una colleja y un nuevo arrastre hasta una cocina en la que una muchacha desdentada poco más grande que yo me dio un tazón de leche de cabra tibia, recién ordeñada, un trozo de pan y unos higos dulces. Cuando termines iremos a ver a tú señor. ¿Dónde está mi faca? puerco podrido. Otra colleja de respuesta y unas risas de la muchacha desdentada me indicaron que lo mejor era comer, y dejar ver en que acababa todo aquello. Comí sin prisas a pesar de estar muerto de hambre. Cuanto más tiempo pasara menos tiempo pasaría yo con aquel puerco podrido. La conversación de la muchacha desdentada era interesante, era una esclava guanche, de unas islas muy al sur de Hispania, su madre había muerto hacía unos años y a ella además de trabajar en las cocinas, le dejaban husmear por todos lados. Y de tanto escuchar a hurtadillas sabía bastante historia de la ciudad y, sobre todo, quién fornicaba con quién. Ahora ya no recuerdo, pero estuvo un rato larguísimo dándome nombres de los pecadores y pecadoras del palacio y de muchos otros próceres de la ciudad. Se reía con fuerza dejando ver su desastrosa boca. Escuchándola comencé riendo. Al poco me puse serio pensando en la vida regalada de aquella gente que según me había contado madre, a pesar de ser arrianos, parecían iguales a los católicos de Toledo, y me enfadé mucho. ¡Calla tu boca de mierda! Le dije a la muchacha, y tiré una cazuela de barro contra la pared. Me miró seria, con la boca tensa y cerrada, ya no se adivinaban sus dientes destrozados, se agachó a recoger los trozos y dijo: Estás iracundo Tajón. No es buena situación, esa ira te la comes tú y te corroe, no te permite vivir ni avanzar. Yo la solté hace años y…En ese momento entró el puerco podrido y mi ira se acrecentó. Me arrastró hasta el salón del obispo.

El salón donde recibía el obispo Sunna era una estancia enorme.

—El obispo Masana debe de estar saliendo de Toledo con tropas reales para someteros y ocupar el obispado —Le decía Ramiro a Sunna, el obispo arriano de Emerita Augusta—. No hemos podido averiguar con cuántos hombres, pero al menos sesenta, y lo más probable es que por el camino se sumen soldados de varios condados. Puede contar que no vendrán menos de trescientos —En ese momento aparecí agarrado de la túnica por el puerco podrido—. Este es de los suyos Señor, habló Ramiro, arriano como vos. Recaredo se llevó por la fuerza a su familia, herreros, le dijo Ramiro al obispo. Sunna vestía elegante, a la romana, con una toga blanca de senador, sobre una túnica sobria, y ligada con una fíbula goda, a pesar del calor sofocante.

 

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