- ¿Cómo te llamas muchacho?
- ¿Dónde está mi faca?
Sunna abrió los ojos, miró a Ramiro, arqueó las cejas en un interrogante y esperó respuesta. Señor, dijo Ramiro, el chaval tiene una faca forjada por él mismo, y parece que se la han quitado. Sunna miró al puerco podrido, y este agachó la cabeza.
—Quiero esa faca aquí antes del ocaso —ordenó el obispo—. Tú — dijo dirigiéndose a Ramiro—, ve a las pilas y báñate entero, todavía oléis a estiércol. El chaval se queda aquí. Mandaré a buscar a Amunna para que lo lave ella.
Amunna, la esposa más joven del obispo, era una mujer fuerte y esbelta de origen vasco que contaría unos veinte años. Aún no le había dado hijos, pero era una alegría en el palacio si las comparaban con las otras dos esposas. Fui con Amunna y dos sirvientas a un ala del edificio, junto al peristilo. Mira muchacho, dijo Amunna, quítate esa túnica asquerosa. Desnudo, entré en la piscina. El agua estaba fría, era apetecible. La esposa de Sunna se desvistió y entró conmigo. Me pasó las manos por la espalda, me hundió en el agua frotándome la generosa melena hasta que casi me di por ahogado. Al volver a respirar noté como la mano de ella bajaba por mi vientre hasta coger mi pene. La mano subía y bajaba rítmicamente mientras ella y las dos sirvientas sonreían. De repente temblé y un volcán blanco voló hacia el agua de la pila mientras las tres mujeres se morían de risa. Luego me cubrieron de ungüentos y perfumes, me secaron y me vistieron con una túnica de lino.
Mekonen regresó junto con el lusitano al caer el sol. Habían vendido buena parte del producto en el ágora de la ciudad. El lusitano había ganado un día más de vida y Mekonen, contento, se dejó llevar. Mira Tajón, dijo delante de una bandeja de frutas y pescado en salmuera, Hay un mundo al otro lado del mar, en el sur. Un mundo enorme, que es de dónde yo vengo. Me vine al norte porque mataron a mi familia. Han matado a la tuya, vete al sur. Siempre hay que ir en la dirección contraria. No sé cómo de grande es el mundo, pero lo suficiente como para encontrar respuestas, amigos y futuro. ¿Sabes cómo llegar al sur? Yo nunca había probado el vino, y la copa que me ofreció Mekonen me dejó en un estado de sopor que duró hasta poco antes del amanecer.
Al despertar tenía a mi derecha la faca y un cinturón de cuero con una funda del mismo material. A mí izquierda la muchacha desdentada, desnuda, me empujaba rítmicamente, Es la hora, decía, es la hora, vamos. Absolutamente desnortado, pregunté: ¿Dónde vamos?, ¿qué haces aquí, y mí túnica, y la tuya?, ¿qué hago aquí…? Una interrogación sin fin que la chica cortó. ¡Calla! ¡Ahí está tu túnica! Hay que ir a trabajar. Sígueme. ¿A trabajar de qué? ¿Dónde vamos? ¿Por qué estas desnuda? Me estoy cagando. Yo también, respondió ella, Espabila Tajón, que pareces idiota. Allí, en las letrinas, sentado frente a la muchacha desdentada, comprendí que tenía que ver mundo. Toma dijo ella tras haberse limpiado el culo con la esponja y haberla limpiado en el regato de agua. Date prisa, dijo, en la cocina nos esperan. Fue un mes insufrible. Sunna me tenía aprecio por arriano, pero yo era un esclavo más. Ramiro y Mekonen habían desaparecido. Decidí ir al sur. Conocí a un cetrero, Isaac, que viajaba al sur, e iba enseñando su destreza con las rapaces a los condes, obispos y otras gentes acaudaladas. Quería llegar a Híspalis porque allí había nobles e hispanorromanos muy adinerados. Comprendí que los doce años era la edad adecuada para hacerme adulto y una mañana de invierno me puse una túnica de lana, me ceñí el cinturón con la faca, robé una capa de piel de borrego y me escapé. Isaac estaba preparando la yunta de bueyes en una placita a las afueras de la ciudad.
—Venga chaval —dijo Isaac—, toma esa cuerda y ata las jaulas, pero bien, que se muevan lo menos posible en el viaje, y luego las cubres con la lona, que las rapaces con la luz y enjauladas se ponen nerviosas.
Además de los aperos propios del viaje, el hombre llevaba dos azores, un búho real, tres halcones, tres cernícalos y un águila imperial. Partimos cuando el cielo enrojecía las nubes por el este, repartiéndonos un pan y un buen trozo de cecina, regados por una bota de cuero llena de agua.
Años después supe que en el mismo instante en el que Isaac me ofreció una bota de vino aguado, que rechacé recordando aquella vez que bebí vino con Mekonen, la esclava desdentada avisaba a gritos de la desaparición del muchacho arriano. Amunna y las otras dos esposas del obispo tardaron en hacerle entrar en razón. Ebrio como estaba le costó centrarse y, hacia el mediodía, tras despachar con sus hombres, llamó al puerco podrido: Averigua, ordenó, dónde está el muchacho, y me lo traes. Si se ha ido de la ciudad, entérate de a dónde, coges una mula, tres ovejas y a dos hombres armados, y me lo traes. Nadie se puede enterar de que un crío arriano que recogimos cuando huía de Recaredo se ha fugado de un obispo arriano. Le lanzó a los pies una bolsa de cuero llena de monedas. Y a la loba, continuó refiriéndose a la esclava desdentada, hazle lo que quieras, pero al anochecer no quiero que pueda hablar. Que Dios la acoja en su seno.
- ¿Cuánto hay a Hispalis? —Pregunté.
—Depende. Me han dicho que las vías romanas secundarias están en mal estado así que si el tiempo es bueno y tirados por bueyes lentos, unas dieciséis jornadas. Si llueve, con las vías embarradas, puede que veinte, o más.
— ¿Y ese nombre, Isaac? —Se me había levantado esa curiosidad irritante de los muchachos—. No parece germano. ¿Y qué haces con esos pájaros? —Isaac paró el carro.
Mira, dijo Isaac, Nací muy lejos, en Constantinopla, ¿Te suena?, negué con la cabeza, Mis padres, continuó, murieron siendo yo un bebé. El emperador de Bizancio, Justiniano, me adoptó. Me llamo Isaac porque soy hebreo y ahora sería muy largo explicarte qué significa eso. Siendo un poco más joven que tú, el emperador recibió a una comisión de nobles godos y mogoles. Estos ya practicaban el arte de cazar con rapaces y el emperador se encaprichó de dos halcones. A cambio me ofreció a mí. Partí hacia el norte a servir con el noble Oswaldo, allí aprendí el oficio de cetrero, salíamos todos los días a cazar. Un día escuché a su hermano menor conjurándose con otros para matarlo. Yo me adelanté, y un amanecer le presenté a Oswaldo la cabeza de su hermano. Este, agradecido, me dio la libertad y dos azores. Desde entonces voy a los nidos, adiestro rapaces y viajo hacia el sur siguiendo las fortalezas de los nobles, ya sean condes o caballeros, para adiestrarlos. Se vuelven locos con la técnica y me permite vivir con holgura.