El paseo del visigodo 4.

En las vías apenas quedaban tabernas o posadas romanas en funcionamiento, y el avance con aquellos dos bueyes viejos era lento. Los días parecían eternos y las más de las noches, duras. Yo no veía por ningún lado la holgura en la que vivía el cetrero. El carro era largo y permitía dormir a cubierto junto a las aves y a los hatillos de leña que recogíamos, y con los que nos calentábamos a la intemperie. Durante las cinco primeras jornadas apenas nos cruzamos con algún pastor. En la sexta llovió y la vía se convirtió en un fangal, no pudimos salir del carro a calentarnos. Isaac decidió calentarse a costa mía, y, tras cenar un mendrugo de pan duro, unas castañas resecas con higos aún más secos, nos cubrimos con todo lo que teníamos. Isaac abusó de mí por la fuerza. No recordaba haber llorado desde la muerte de mis tíos y el secuestro de mí familia.

En la séptima jornada Isaac sacrificó a dos de los tres cernícalos y comimos, no muy abundante, pero diferente. Al día siguiente, poco después del amanecer vimos una posada de la que salía humo. Isaac habló con el posadero y cerró un trato, comeríamos caliente y dormiríamos a cambio de que Isaac luciera sus habilidades con las rapaces y de que yo me pasara el día limpiando cuadras, letrinas y aposentos. En la posada descansaba un grupo variopinto que viajaban juntos al norte, Hacia Emérita Augusta, a vender de todo: Pieles, cacharros de barro, calzado, salazones, mojamas, bisutería, tela bordada de África… Viajando en grupo se protegían de los bandidos. Cuando vieron el espectáculo de las rapaces volando y regresando a la mano de Isaac se quedaron fascinados y lo acribillaron a preguntas. Una insistente era por qué viajaba solo con un muchacho, con lo peligrosos que eran los caminos y las vías. Isaac arqueaba las cejas y respondía que tenía prisa porque un noble le esperaba en Híspalis y no había podido encontrar compañía. Mientras, yo me ponía perdido de mierda en la cochiquera.

El sol, por fin, se iba yendo por el oeste y pude llenarme las tripas con unas gachas con garbanzos, habas y alcachofas. La leche de cabra tibia me hizo ver el mundo de otra manera y el vino aguado me dio el sopor. Antes de tumbarme en el jergón me ceñí la faca bien fuerte a la espalda, no fuera que a Isaac, o a cualquier otro, se le ocurriera acercarse a mi rincón. Fue una noche tranquila.

Enganchamos la yunta de bueyes antes del alba. Partimos al sur con dos panes, un queso enmohecido y el odre de agua a rebosar. En ese momento no podía saber que al anochecer de ese día el puerco podrido y el esclavo lusitano que quedó vivo cuando Mekonen mató a su compañero, llegarían a la posada a descansar. Apenas media jornada entre nosotros y ellos. La verdad, no éramos conscientes de que el obispo tuviera intención de perseguirnos. Éramos muy lentos. Antes de que el Sol se parara a mirarnos desde el mediodía, riéndose de lo poco que iba a calentarnos hasta pasados unos meses, tres carros, siete hombres, cuatro mujeres, un chico de mi edad y una niña, nos adelantaron sin dar ni los buenos días. A media tarde nos apartamos a un claro y dimos cuenta de un pan y del queso. El tiro no era lento por los bueyes, era la calidad. Me puse a meditar con la barriga llena que aquel hombre era un mentiroso profundo, ni había nacido en Constantinopla, ni era hebreo, fuera eso lo que fuera, y seguro que no se llamaba cómo decía. Salí de mis elucubraciones al notar cómo me agarraba de los genitales. Fui rápido, saqué la faca, le hice un corte profundo en el brazo derecho que sangró con ganas y, viendo su cara de estupor, cogí el otro pan y salí corriendo hacia el camino. En esos momentos no pensé con la cabeza. Me salió así.

— ¡Eh chaval! Aparta tu culo de la calzada.

Me giré con una sonrisa al reconocer la voz de Mekonen. Él y Ramiro, a caballo y sin fardos ni compañías, venían a paso ligero. Corrí a abrazarme al cuello del caballo de Ramiro y lloré.

— ¡Qué pequeño es el mundo! —dijo Mekonen.

—No le mientas al muchacho —respondió Ramiro—. Existen las causalidades, pero las casualidades no existen. Siempre hay una causa detrás de muchas de esas casualidades. Venían a por ti y venían a por nosotros, y resulta que vamos por el mismo camino.

No entendí nada, pero estaba contento. Mekonen me subió a la grupa de su caballo y cabalgamos en silencio hasta una posada en algún lugar de no recuerdo dónde.

Al despertar de mi cansancio Ramiro y Mekonen no estaban en la posada. La mujer me dio un plato de estofado de cerdo con bellotas y cardo. No te apures niño, todo está pagado, dijo con una sonrisa.

 

Ahora sé que cuando recuerdas gentes y hechos, pero no lugares ni años, es que todo va bien. Esa cena fue especial, no recuerdo qué comimos, pero sí la conversación.

—Ya no están —dijo Ramiro mirándome.

— ¿Quiénes? —respondí extrañado.

—El cetrero, el lusitano y tu puerco podrido.

—A ver, Tajón —terció Mekonen—. Yo creo que ir al sur es tu mejor opción, pero eso lo que has de decidir tú. Ven con nosotros, eres muy joven y estás muy expuesto. No tienes dinero y vas solo, eres un dulce para cualquier abuso. Te podemos llevar hasta el mar, pero no lo cruzarás con nosotros. No eres tonto. Ya te habrás dado cuentas de que somos unos comerciantes raros.

Ramiro, que era muy parco en palabras, habló: Vamos, que somos espías a sueldo. Y vamos al país de Mekonen para un asunto. No puedes venir.

—Eso exactamente —remató Mekonen.

—Bueno —dije—. Hasta donde digáis. Y le pegué un mordisco a algo que estaba muy rico.

 

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