En la grupa del caballo, junto a Mekonen, y abrigado por una capa de piel de oso, me sentía seguro. Fueron días de dormir bien y comer mejor, incluso pude darme dos baños en agua templada. Una tarde, desde el caballo de Mekonen, vi fascinado cómo el Sol se escondía tras una gigantesca alfombra de agua, era la primera vez que veía el mar, y aquella especie de isla amurallada sobre el mar me pareció un monstruo marino.
- ¿Es Híspalis? —Pregunté.
- No chico. Es Gades —dijo Ramiro. — Híspalis queda al norte, hemos pasado muy cerca y la hemos rodeado. Para nosotros es más seguro zarpar desde aquí. La ciudad ya no es lo que era y prácticamente no hay controles.
- Pero yo quería ir a Híspalis.
- Estás aquí. Es el fin de nuestro viaje. A partir de aquí tendrás que apañarte, te ayudaremos en lo que podamos, pero si quieres ir a Híspalis no vayas diciendo por ahí que eres arriano o no vivirás mucho. Los obispos de Híspalis son católicos y muy beligerantes con tu credo. Es peligroso, y por mucha faca que tengas eres un chaval.
A finales de febrero, con una gallina, cecina y una tremis, una moneda de cobre que me dio Ramiro, regresé al norte, a Híspalis, y me di la vuelta a los cinco quilometros. ¿Por qué? No puedo explicarlo, quizás por lo que dijeron Ramiro y Mekonen sumado a una intuición irracional. Aparecí una tarde en Ebura, me bañé en la orilla del mar, el agua estaba helada y me despejó, bebí de su agua y la vomité, no sabía de su sal, olí el mundo y me quedé esperando a domarlo. Lo primero que domé fue la entrada de un prostíbulo. Me quedaba poca cecina y la gallina hacía días que había hecho sus servicios así que cuando vi cerca de la playa un lugar lleno de hombres y mujeres bien vestidos, a la romana, bebiendo, comiendo y riendo, fui para allí, puse la tremis sobre el tablero y le dije a la mujer que me diera comida. Todos se rieron mucho, pero yo comí hasta saciarme, dormí en un jergón junto a una vieja y al amanecer la mujer de abajo, Dido era su nombre, me dijo que si quería guardar el local me daría comida, techo y algo de ropa. No sé el motivo de que a mi corta edad esos romanos que iban de furcias me respetaran, puede que fuera por la faca o por las historias que me inventaba con los espías de Sunna, o por puro cachondeo. Durante un tiempo tuve un respeto, un oficio y un beneficio. Dido se encaprichó de mí y aprendí cosas de la vida. Lo que aprendí de números y letras con Mekonen me sirvió para bien, también para mal. Dido me dejó a cargo de las cuentas y de los proveedores. Durante casi un año entré y salí haciendo pagos y comprobando el género, eso me permitió conocer gente, chavales como yo, pescadores, granjeros, ganaderos, carpinteros, marinos mercantes. Hice muy buenas migas con dos chicos, yo siempre alargaba las salidas para pasar un buen rato con ellos. Jugábamos a las tabas, a la soga o nos bañábamos en el mar.
Di en crecer y una mañana, a los dos años, cuando las revueltas entre bizantinos, godos y romanos iban en aumento, apareció Titus, el propietario, que solo se dejaba ver para recoger la recaudación. Ese día no. Vino a cerrar el local, lo cerró y nos llevó a Dido, a la vieja y a mí a su villa. El resto de las mujeres y algún hombre se diluyeron por las calles de Ebura para siempre. Titus era propietario de cinco prostíbulos. En su villa se juntaron cinco viejas, cuatro mujeres como Dido, un joven negro de nombre impronunciable y yo.
Aprendí a pescar y a navegar. Fueron tres meses en los que Titus intentó recomponer su negocio en un lugar más tranquilo, por lo que viajaba mucho. Dos de sus esclavos salían a pescar a diario y nos pidieron ayuda al otro joven y a mí. Dido y las otras acompañaban a Titus para valorar las posibilidades de negocio, y las viejas hacían labores en la villa y cuidaban los huertos con los esclavos. De nuevo asomó el verano, el calor azotó con fuerza y la humedad era insoportable. Digo yo que esa fue la causa de que me entraran ganas de salir de allí y ver otras cosas. Además, había mucho nerviosismo. Los bizantinos y los godos andábamos a malas y por el norte de Hispania se regaba mucha sangre. Los propietarios no sabían qué responder si eran sometidos a preguntas y a los siervos sólo les quedaba ofrecer el cuello, no parecía que nadie confiara en que la cosa pudiera mejorar. Se me había metido entre ceja y ceja robar un saco con pan, queso, castañas, nueces y pescado seco, y salir por pies de noche. Quería llegar a alguna ciudad grande y ofrecerme como aprendiz de herrero en la primera herrería que encontrase, mimbres ya tenía y la faca era mi firma. Ni una cosa ni otra, llegué a una aldea sin nombre donde me dieron de comer gratis, me dieron techo y lecho sin decirme nada. A los tres días un hombre enano, que me vio haciendo cuentas en una pizarra, me preguntó si sabía escribir, y al asentir con la cabeza me llevó por unas escaleras a los aposentos de la Mujer, así la conoce todo el mundo, sin nombre, solo la Mujer. Alta, fuerte, vestida como hombre, con pelo crespo y piel oscura, como Mekonen. Me cogió cariño, ese fue mi inicio en el mundo del saqueo y la piratería.
La Mujer no era una santa, más bien era cruel, pero simpática y amable, como yo soy ahora. Nunca he sabido cómo se dedicó a ese oficio ni como pudo ponerse al mando de tres tripulaciones de hombres y algunas mujeres, sólo sé que nació en un lugar lejano de África y que le gustaba mucho el sexo. Ella creía que los papeles eran importantes, así que me puso a hacer números y letras, a escribir las cosas y a llevar las cuentas, a follar también. Esa última parte fue muy entretenida porque le gustaban los chicos, las chicas y casi todo lo que se movía a dos piernas.