Era un hombre mayor que pagó en efectivo. Dijo que se llamaba Ernesto y no se le veía ni alegre ni triste, tenía un rostro neutro. Le escribí “Con afecto para Ernesto”, puse la fecha “23 de abril de 2023” y firmé. El cogió el libro, dijo gracias, metió la mano en una bolsa de tela negra, sacó un libro, dijo “es un regalo” y me lo dio. Se titula “Mirar por la ventana” y el autor es Ernesto, a secas. Ni dedicatoria ni nada, solo un texto de trescientas páginas.
Dejé el libro en una estantería y me olvidé de él hasta que un sábado de finales de mayo, con el calor de estos tiempos extraños, me levanté del despacho y me asomé al balcón. Abajo, en la calle, Gloria avanzaba a buen ritmo. Hacía diez años que no la veía, ni siquiera vivía en mi ciudad. En dirección contraria el dueño del supermercado de enfrente, un paquistaní, llevando una bolsa de deportes, se dirigía al polideportivo del barrio. Y me acordé del libro de Ernesto, “Mirar por la ventana”. Me tumbé en el sofá y lo abrí.
El libro era de narrativa corta, no tenía índice y comenzaba con “La niña blanca”. Ernesto, desde su ventana, veía cada mañana, a eso de las siete y media, a una chica de piel muy blanca y ropa blanca que empujaba un carrito con un bebé. Al rato la chica regresaba sin el carrito. Un día tras otro hasta que no volvió. Luego, Ernesto, contaba la historia de los Heredia. El Heredia bueno salía a las nueve a vender ajos delante de un supermercado, y el Heredia malo vendía cosas raras, según Ernesto, a las once de la noche a chavales jóvenes. No he logrado averiguar a qué zona de la ciudad se refería Ernesto.
Creo que la Maruji, si es que ese era su nombre, era una mujer de mucha vida, con tres hijas y dos hijos. Los cinco nietos vendrían después. Según Ernesto ni ella ni sus hijas habían tenido pareja nunca, vivían en una especie de comuna familiar aferradas a dos pisos de protección social. Follar, follaban, era evidente. Ernesto decía que una de las nietas ya estaba embarazada.
Gabriel, o don Gabriel, era un prejubilado que sacaba a pasear cada mañana a un prejubilado Golden retriever. Era un hombre puntual, siempre a las nueve de la mañana, y de costumbres, vuelta a la manzana y café en el bar Esquina. Como su piso, decía Ernesto, daba al oeste, y el Esquina al Este, la mujer de don Gabriel no podía ver los achuchones y besos que don Gabriel le propinaba cada mañana a la rubia teñida sin nombre mientras el perro sesteaba amarrado a un árbol.
La verdad, me enganché con el libro. Asunción, según Ernesto, y debía de ser verdad porque desde la calle gritaban ¡Asunción, tírame las llaves! Y ella salía al balcón con un manojo de llaves que lanzaba a un hombre, o a una chica, o… Asunción vivía en el segundo piso del edificio de enfrente y Ernesto no sabía muy bien que ocurría en aquella vivienda, se limitaba a contar. Asunción, tres varones adultos, cinco mujeres de mediana edad, un muchacho adolescente, dos chicas adolescentes, dos gatos y dos bebés. Pero además de llevar la contabilidad, a Ernesto lo que le molestaba era esa costumbre de Asunción de tirar la basura desde el balcón a la calle. En una nota dice: Me imagino que a los basureros tampoco les debe de gustar.
Carlitos chupacuero era el hombre que caminaba hacia atrás. Dice Ernesto que siempre iba con una chupa de cuero sobre las piernas. La obesidad de Carlitos era tal que Ernesto no creía que pudiera salir de su silla de ruedas. Carlitos no podía accionar las ruedas de la silla para ir para adelante, de lado o hacia atrás, así que con los pies en el suelo se accionaba hacia atrás, siempre hacia atrás, a no ser que algún vecino lo llevara, con buena voluntad hacia adelante. Según Ernesto era una enfermedad grave que no mejoraba con la dieta de Carlitos en el bar Esquina.
Tampoco quiero molestaros mucho más, el libro es muy largo, pero me hace gracia la historia de la monitora. En el edificio de al lado de Ernesto hay un piso tutelado para adultos con discapacidad. Estas personas trabajan en una editorial subvencionada y cada mañana los vienen a buscar en un minibús. Ernesto, el primer día que lo vio pensó en un mal día de la monitora, luego vio que no. El minibús aparcaba frente al portal, abría las puertas, las laterales para los que eran autónomos y la trasera para poner la rampa de las sillas de ruedas. Al abrir las puertas traseras emergía la monitora, ya con una edad, dando saltitos. Como esas personas van a su ritmo y tardan, la monitora bajaba la rampa y se ponía a trotar entre un platanero y uno de esos árboles exóticos, entre ambos no más de veinte metros. La carrera se terminaba cuando la primera silla de ruedas salía del portal. Ernesto creyó que era flor de un día, pero no, el trote de la monitora duró seis años, hasta su jubilación.