Piel.

Pero, por favor, mírate bien esas uñas, me dijo. Me las miré, como siempre desde hacía treinta años. Sí, me las muerdo, pero con estilo, no las reviento, las perfilo a base de dientes. Lo de toda la vida. Como no tenía otra cosa que hacer le di la vuelta a las manos y me miré las palmas. Aquellas líneas que alguien me dijo de joven que marcaban tu vida, seguían ahí. No recuerdo quién me dijo que en las líneas de la mano estaba escrito tu futuro. Fijándome me di cuenta que con los años se habían acumulado en las palmas algunos pliegues más. ¿Significarían algo? En fin. Giré las manos dejando las palmas hacia abajo y una ligera marejada de arrugas apareció ante mis ojos. ¿Cuándo han salido? Hasta ese momento no había sido consciente de que aquellas manos tersas y fuertes habían estado cogiendo tiempo y experiencias hasta crear una orilla de olas que lamían la playa de arena del brazo. Esa marejadilla de las manos calmó, convirtiéndose en un espejo azul que reflejaba mi rostro. En ese espejo vi a aquel joven de veinte años. Por la ventana entró el viento, y las olas de mis manos abandonaron a aquel joven para mostrar unas ojeras y unas arrugas que enmarcaban los mismos ojos vivos de siempre y la misma sonrisa irónica. Cerré los ojos para no ver más y me vi por dentro, y dentro palpitaban los mismos amigos de siempre, los mismos amores, el mismo amor ese que se preocupa por mis uñas. Entonces supe que la piel no cuenta, que era el mismo joven de siempre, más gilipollas, más gastado, pero el mismo.

 

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