Comuelgu

Hace muchos, muchos años… No, así es como empezaban los cuentos de antes. El “Érase una vez” tampoco tiene pinta de valer. Pues yo qué sé. Que hubo un monstruo muy grande en algún momento de la historia y que no tenía nombre, los monstruos grandes no son muy de nombres, pero Álvaro, ya se sabe que los humanos somos muy de nombrar, lo llamó Comuelgu ya que Álvaro era muy extremeño y Comuelgu rebosaba por todos lados, como un vaso con comuelgo. Álvaro vivía muy aislado en un bosque de castaños y robles desde el día que su tío le dio una paliza por comerse un cacho de queso y media hogaza de pan.

Álvaro y Comuelgu nunca han sido amigos, pero su relación ha sido fructífera. Al principio Álvaro se alimentaba de su habilidad con la honda y del arroyo de aguas claras que serpenteaba entre castaños y robles, mientras Comuelgu rebosaba de pedos y babas riéndose como un loco. Más tarde Comuelgu encogió un poco, ya no podía ver por encima de las copas de los árboles. Al tiempo Álvaro creció lo que le toca crecer a un chaval y Comuelgu empezó a hacer cosas raras. Aquel monstruo horroroso y deforme despertaba por las mañanas convertido en flores de jara, eructaba, se transformaba en jabalí, meaba sobre una retama y volvía a su ser más horrendo, ya para todo el día.

Álvaro era totalmente analfabeto y tampoco sabía de lunas ni de estaciones, así que cuando apareció por el bosque una recua de mulas con tres hombres y dos mujeres, una de ellas una muchacha de su edad, joven, no pudo saber que habían pasado noventa y siete años desde que su tío le dio la paliza. Asustado se escondió en un tronco hueco mientras Comuelgu se convertía en oropéndola. Días más tarde Comuelgu le dijo: Chaval, tienes que aprender de letras y números…y más cosas. Comuelgu se volvió seta y Álvaro le preguntó: Pero ¿cómo? Así que a la semana partieron hacia una aldea que Comuelgu, convertido en nube, había conocido. El monstruo se hizo pasar por la madre de Álvaro y se puso a trabajar de sirvienta en una casa con posibles. Álvaro entró de aprendiz en una herrería.

Ciento tres años después Álvaro era dueño de tres herrerías y ya sabía de números y letras. Comuelgu mermaba de talla, pero una madre arrugada y encogida no llamaba la atención. En las navidades de mil novecientos dos Álvaro se dio cuenta de que algo raro ocurría, su segunda novia había fallecido a los noventa años y él seguía aparentando treinta. Comuelgu ¿Qué pasa?, preguntó, Ni idea, respondió el monstruo con aspecto de mentir. Para entonces Comuelgu era apenas del tamaño de un maletín. Álvaro vendió las herrerías y compró dos solares en la costa mediterránea, construyó tres hoteles y se hizo rico. Una tarde aciaga se puso a contar y el resultado fue de trescientos diecisiete años. Miró a Comuelgu en su estado de geranio reventón, le dijo trescientos diecisiete, no es posible. Sí, respondió el monstruo, Me adoptaste y eso es lo que hay.

Mermas, mermas y mermas, dijo Álvaro, ¿Desaparecerás algún día? Ni puñetera idea, respondió el monstruo, Puede que sí o puede que no, ya se verá. En mil novecientos ochenta y nueve Comuelgu tenía el tamaño de una goma de borrar. Álvaro, al que le iban bien sus negocios, se compró un teléfono inalámbrico, una cosa pija que daba prestigio, y metió al monstruo en el hueco de la batería, ya empezaba a estar harto de Comuelgu.

Cuando unos chavales de Estados Unidos, desnortados y de vacaciones locas en uno de sus hoteles, encontraron la momia de Álvaro tendida en el suelo, uno de ellos, con todo el revuelo de policía y medios de comunicación, se metió el teléfono en el macuto y luego estuvo enredando con él en el garaje de su casa. Álvaro murió muy mayor sin saber que había inventado el smartphone. Comuelgu, hasta los huevos de todo, escuchando a los Beatles se convirtió en un dibujito plano de una manzana, a ver si así le dejaban en paz.

 

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