Yo era muy chico y recuerdo que tenía un Fort Apache. Lo colocaba en el centro del salón. Allí vivía el cabo Rusty con su perro Rin Tin Tin. El que mandaba era el sargento Custer, y el soldado Pérez vigilaba con su escopeta. A veces venía a merendar el gran jefe Toro de Lidia con su hijo, Pluma Loca; otras la familia elefante, papá Jumbo, mamá Jumbo y bebé Jumbo, que se esforzaba por llenar su trompa con agua y duchar a Marramiau, el gato de Agilia, la contorsionista del circo Prince. Lo mejor eran las fiestas, cuando el payaso Pipino cantaba bajo la lámpara del salón mientras Drácula bailaba con Blancanieves; los siete enanitos, Mudito, Mocoso, Tímido, Dormilón, Feliz, Gruñón y Sabio, hacían la ola. Craca, la rana de goma, intentaba asustar a todo el mundo, pero no lo conseguía porque mi muñeco Manolito podía con ella y la metía en un vaso de agua a croar.
Mira, decía mamá, he comprado detergente, y me abría un paquete lleno de un polvo de jabón, yo hundía mi brazo en aquella caja grande y, palpando, sacaba tres o cuatro soldados verdes, con sus cascos y sus metralletas. Una vez lavados se apostaban en el salón y arrasaban con todo, disparaban a todo lo que se movía y, al cabo de un rato, los sacaba de allí tras haber matado a doña Jumbo, a Pipino y a alguno más. Sabías que no estaba bien, pero había algo de hipnótico en esos soldados sin nombre.
Los nombres son importantes. Hay que nombrar, así te identificas, cada cosa con su nombre. Yo siempre nombro, pero últimamente veo aparecer soldados verdes a los que no les interesa nombrar nada, van a lo suyo, como aquellos del detergente. Se deben de estar vendiendo enormes cajas de detergente y, la verdad, empieza a dar un poquito de miedo.