Tendría unos trece años y no era la primera vez que montaba a caballo. De hecho, lo hacía cada verano desde mis cinco años. Mi abuelo tenía tres yeguas y un macho, luego mi tío tuvo varios en una finca, y mi padre, bueno, más que mi padre, Manolo, el guardés de “El Prado”, tenía un macho castrado. Pero ese año uno de mis primos me invitó a hacer una ruta larga con unos amigos suyos, no pude resistirme. Salimos del pueblo con la idea de bajar al arroyo y seguir su curso hasta entrar en Monfragüe. Entonces Monfragüe aún era un paraíso local, nada que ver con lo que es hoy.
Éramos muy jóvenes y nuestro concepto del día y la noche todavía era vago, casi tan vago como nuestra comprensión de lo conveniente y lo inconveniente, así que se decidió partir con la tripa llena, después de comer, las dos y media de la tarde de un agosto extremeño. La tercera vez que le dije a mi primo que tenía mucho calor me respondió, un poco airado, que yo no sudaba, así que no podía tener calor. Claro que, con un clima seco y cuarenta y pico de grados a la sombra, qué sudor no se evaporaba al instante.
Fue entonces cuando un amigo de mi primo le dijo, A ver si el chaval va a ser una mosca cojonera. Al poco mi yegua comenzó a mover la cola como un látigo y a dar saltitos con las patas traseras. El caballo de otro chico comenzó a cabecear nervioso. Mierda, dijo mi primo, Moscas perreras, y paramos la cabalgata bajo una encina enorme. En mis trece años de vida yo sabía de las moscas, a secas, porque en Barcelona solo hay moscas. Las perreras, las cojoneras, las del piojo, la verde botella, la del vinagre y todas las demás vinieron a mí esa tarde de agosto.
Evaristo Santos llegó el pasado septiembre. Venía bien recomendado y, tras dos semanas de prueba, le dieron el contrato y me lo asignaron como ayudante de laboratorio. Evaristo era un buen profesional, siempre dispuesto y con gran vocación de aprendizaje. Tardé un par de meses en comprender por qué le llamaban Evisto, un diminutivo gracioso que se completa con el apellido, Evisto Santos. Parece que era hombre de fe, muy de misa y confesión, pero como ayudante de laboratorio no tenía precio.
Al medio año de trabajar con él le vi salir las alas, metafóricamente, por supuesto, pero un par de alas transparentes recorridas por unos nervios firmes. En el laboratorio estaba encima mío constantemente, preguntando, proponiendo y agasajando, al rato se ponía a mis espaldas leyendo los informes y dando su opinión. Mosca cojonera, pensé, y vi sus alas. Claro, empezó a caerme mal. Cuando dejó escapar unas doscientas moscas del vinagre de ojos blancos lo tomé por un accidente, pero a la semana me pidió que lo llevara en coche a casa, que él vivía cerca de mi piso, quince días después supe que era una mosca perrera. En el trabajo apenas me hablaban, supongo que debido a mi supuesta cercanía con Evisto Santos.
Cuando me dijo que estaban haciendo reformas en su casa y si lo podría alojar un tiempo, dije que sí. Se agarró a mi piso como una garrapata. Mosca del piojo, supe entonces. Me tengo por buena persona y las reformas se alargaban. Evisto no paraba de hablarme de su Congregación, que si podía ir con él los viernes, que si hacían cosas magníficas por la sociedad, que si tal y que si cual y, la verdad, fue rápido, como los matamoscas, un solo golpe bien dado. Lo más complicado ha sido hacerlo desaparecer, por lo demás, si preguntan, solo respondo “No Evisto”.