Un día te miras al espejo y el chaval de quince años que hacía risas detrás del hombre de sesenta y uno ha desaparecido. No es un drama, a mí me pareció un alivio. Pues anda que con ese carro de años encima estás para tonterías. Uno se queda con cuatro cosas, los cimientos, amigos que ya son hermanos, pocos, amores que son familia, menos, caricias y besos de abrazos robados, uno, como mucho dos, el pentagrama de una vida.
El pentagrama al completo cayó una tarde de noviembre, esas tardes tontas de siesta y una voz que te dice “Capullo ¿Cómo estás? Que tenemos cena el día 16” Sabía perfectamente quién era el que me llamaba capullo, uno de mis hermanos sin sangre, uno de los cinco, pero ni puta idea de la cena ni de nada.
El atardecer del 16 de diciembre de un año que no viene al caso un chico con librea me guardaba el abrigo en un lujoso hotel del centro de una ciudad que no viene al caso. Otro chico, tras preguntar mi nombre, me acompañó a una de las exclusivas terrazas del hotel, en la barra previa, un camarero muy atento me preguntó qué quería. El Gin Tonic casi se me cae de las manos al entrar en la terraza. Todo vino al caso.
Desgastados, pero con la misma mirada, esa que no cambia hasta la muerte, estaban Paco, Pepe, Manolo, Alberto, Sócrates, Isidoro, Marcos, Pepencho, Álvaro… y casi todos los demás, unos veintitantos. Aquellos chavales con los que compartí vida, secretos, envidias, peleas, celos y…ahora cubatas, nietos, vidas, risas y sonrisas, abrazos, pero de esos de verdad, que hay mucho que hablar de los abrazos, que abrazar amando es lo mejor que te puede pasar, y…eso… abraza amando y aprende a diferenciarlo del abrazo del oso o del que te quiere, que querer es poseer. No es cariño, no es amor, no es amistad, no es… Perdón, a lo que iba. Una cena con tertulia en un sitio encantador de unos exalumnos de un colegio indeterminado.
Durante una cena de ese tipo, entre aperitivos, entrantes, primeros y segundos platos, postres y copas eternas allá donde la noche pone sus bases, los recuerdos explotan. Alguien, en algún momento, no me preguntes quién, pone un nombre sobre la mesa: Y entonces el Padre Ramiro… Y allí empezó todo. Ostia, dijo Emilio, A mi hermano le metió mano en unas convivencias en la Molina. ¿No sabéis, dijo otro, que lo retiraron a San Cugat en 1982 por un follón con un alumno? Álvaro, siempre tímido, dijo: A mí el Hermano Vives me llamaba a su despacho para hablar de las notas y me hacía acariciarle la polla, he pasado años sin dormir.
Las copas siguieron convirtiendo la noche en temática. Al director que tuvimos cuando COU, dijo Quique, lo juzgaron hace unos años, salió culpable, pero ya estaba de misionero en Bolivia. Y os acordáis del Padre Salvador, saltó Manolo, Sí, respondió Paco, pero a ese le gustaban las madres. Risas generales y más copas. Fue el que me expulsó del colegio por los dibujos, comentó Isidoro. Me aburría mucho en clase e hice unas caricaturas del Salvador y del de literatura en pelotas, las guardé en el carpesano (carpesà en catalán, archivador de anillas en castellano, carpesano en escolar del tardofranquismo), Me las pillo el Clemente y fue la excusa perfecta para expulsarme un par de años. Os acordáis de aquel cura mayor, preguntó Luis, que cuando teníamos unos once años lo enclaustraron en el edificio que hay calle abajo y solo lo dejaban salir para decir misa. Todos respondimos que sí, el Padre Sierra. Pues se ve que era un loco, lo tuvieron que quitar de la circulación en aquellos años, que lo permitían casi todo, me lo contó mi padre. Y tú Isidoro ¿Qué hiciste durante tu expulsión? En el cole bien, notas altas y buen ambiente, pero como nunca he sido muy sociable, mi padre se empeñó en apuntarme a un club recomendado por un conocido suyo, en el Ensanche, un club que resultó ser del Opus. Allí, siendo buen estudiante, deportista y simpático te ponían en el cercado de los posibles supernumerarios. Yo hacía judo y fotografía, los sábados había cine y el encargado, un numerario, un día nos dio las llaves de la cabina para que preparáramos todo para ver “La gran Juerga” de Louis de Funès, Una película que creo que ninguno de vosotros habréis visto…menos de treinta veces. Abrimos un cajón y ¡Oh, sorpresa! Tres números de Play Boy en inglés. El numerario en cuestión no sabía inglés.
Tras dos sábados de cine más, un chaval de unos doce años, bajó las escaleras llorando, nos dijo que venía de la habitación de Gustavo, un numerario que decía, al que le quería oír, que era hijo de Fernando Fernán Gómez. Una tarde, con el centro casi vacío de numerarios, subimos al último piso, donde estaban las habitaciones, nos pilló José el cura, pero ya habíamos visto revistas guarras, cilicios y esposas. La excusa de estar arriba coló, porque poco después nos anunciaron la llegada de Monseñor Escrivá de Balaguer. Nos reunieron a unos pocos, cuatro en concreto, para convencernos de que nos hiciéramos supernumerarios con la bendición de Monseñor, pero que no le dijéramos nada a nuestras familias. Lo primero que hice fue decírselo a mi padre, que inmediatamente me borró del club. Monseñor murió a los pocos meses.
Esto puede estar basado en hechos reales o ser una absoluta fabulación. Allá cada cual.