Este último miércoles me levanté de la cama como todos los miércoles, con unas ganas locas de asesinar a alguien. Sabía quién iba a ser, el hombre que llamó el martes para comunicar que el viernes pasaría para que firmara un requerimiento judicial por no sé qué tontería. No conocía su cara y tenía que ponerle nombre, que es una fase interesante del procedimiento. Es lo que tiene la escritura, que te permite ser un psicópata sin pasar por molestos juicios ni cárceles abyectas. La parte más fácil es vestir el escenario y argumentar el motivo, porque el motivo, como tal, no existe. Cuando hay un motivo para un crimen o un delito siempre se puede excusar, no justificar, pero excusar sí. Los psicópatas no tenemos motivos, tenemos una alteración de la conducta donde la diferencia entre el bien y el mal no existe, nos la sopla todo. A este tipo lo veo como de cerca de cincuenta años, de estatura media, cabello escaso y grasiento, y un ridículo aro de plata en la oreja izquierda. Fermín, Fermín Vegas. Ya está bautizado. Estoy en la ducha y Fermín llama al timbre, no hago caso, hay cosas que requieren su tiempo, que espere. Vuelve a sonar el timbre, se está poniendo pesado, me voy secando con la toalla. Fermín insiste, tres, cuatro, cinco, seis veces, envuelto en la toalla abro la puerta. Perdón, digo, estaba en la ducha, lo cual es evidente, ¿Quiere pasar? Lo dejo sentado en el salón mientras me cambio. A punto estoy de ponerme unos tejanos y la camiseta de Einstein con la lengua afuera, me doy cuenta y me visto con el mono verde, que la combinación de verde y rojo siempre me ha gustado. Le invito a una cerveza, Fermín saca los papeles, me explica cosas que no escucho y me señala un hueco del folio para que firme, Un momento, digo, voy a por un bolígrafo. Cuando ya he cogido el cuchillo de degollar suena, de nuevo, el timbre de la puerta. Dejo el ordenador y voy a abrir.
No se parece en nada a Fermín, y ha sido muy rápido. Me ha clavado el estilete certeramente en el tórax. No debe de tener más de treinta años, desde el suelo lo miro fijamente haciéndome preguntas, sé que no va a ser lento, pero tampoco rápido, a mi alrededor hay poca sangre, el charco lo llevo dentro. No dice nada, tan solo me observa con una mezcla de odio y curiosidad. Mis ojos se enturbian, pero no hay dolor, solo un sabor metálico en el paladar. Esos ojos, sí, esos ojos verdes inexpresivos, y esa sonrisa bobalicona, ¿cómo era?, ¿cómo se llamaba?, Anabel, eso es, Anabel Planas, aquella cría imbécil que, hace veintitantos años, quiso cargarme con un bebé y acabó en silla de ruedas, la muy idiota.
Pero, y ahora, ¿Quién colgará en las redes mi historia de los viernes?