Cuando sientes una necesidad imperiosa de escribir y, sentado ante el papel o la pantalla, el cerebro se embota y no sabe de qué escribir, entras en un bucle diabólico. Fuerzas una idea e inicias una frase que no se consuma; la primera, como mucho la segunda letra son borradas con repugnancia mientras el cerebro fuerza otra idea y vuelves a empezar a escribir, borras de nuevo y el cerebro se lanza al vacío a ver si agarra al vuelo otra idea. Esto puede durar mucho y es frustrante, por eso es conveniente poner una alarma a las doce del mediodía que nos recuerde que es importante hacer un aperitivo. El aperitivo rompe el bucle y puede reconducirlo.
Una mañana de bucle, tras un aperitivo vulgar, decidí echarme al monte, vamos que salí a la calle en busca de inspiración, valiente tontería porque después de la inspiración viene la espiración y si equivocas la s por la x estás jodido. Que salí a pasear a ver si se me ocurría algo, joder.
Como vivo en un barrio popular de una gran ciudad, los enormes fresnos que entre helechos le abren paso al rio de frías y transparentes aguas, se parecían más a un bosque de comercios regentados por inmigrantes que a codazos daban paso a un enorme supermercado, a un colegio en estado ruinoso, y a un kiosco en venta que daban sombra a un rio de coches indecisos. Pero al cabo de una media hora la idea se presentó delante de mí.
Un hombre mayor y una niña de unos ocho o nueve años que caminaban deprisa, casi a la carrera. El hombre la cogía de la mano y ella arrastraba una de esas mochilas con ruedas que parecen maletitas de altos vuelos, vamos, de Ryan Air. Los imaginé siendo abuelo y nieta, corriendo a embarcar en un vuelo destino a lo más lejos. El abuelo había descubierto que la madre, su nuera, no había muerto en el trágico accidente de hacía tres años, y que vivía en Australia sin saber quién era debido a la amnesia derivada de la caída.
Cuando yo recreaba la escena de la separación de abuelo y niña en el aeropuerto, el hombre le dio un bofetón a la niña y la empujó al suelo. La niña rompió a llorar, se agarró a la mochila y retrocedió a rastras hasta dar con la espalda en un árbol. El hombre, amenazante, se acercó de nuevo a la niña mientras ella se hacía un ovillo. Sonó seco, muy seco, quizás con algo de carraca, no me fijé bien, la verdad es que los mangos de las escobas de los barrenderos son prácticos, muy prácticos. El hombre cayó a peso, expiró y la niña dejó de llorar.
Aquí es más complicado encontrar ideas, pero sólo serán tres años con los atenuantes. Es que hay cosas que no tolero bien.