Premios.

Parecía febrero, y lo era. Parecía una playa, y lo era. Parecía un zapato, y lo era. Dentro del zapato había lo que viene a ser un pie, lo era. La idílica Cartagena de Indias, que lo era, dejó de ser. Unos diez militares armados hasta los dientes, cinco por Jeep, nos escoltaron hasta el autocar y nos devolvieron al seguro recinto hotelero donde residíamos. Entre unos y otros éramos unos sesenta comerciales españoles celebrando el premio anual de objetivos. Al ser la filial de una empresa estadounidense y estar en el año 1997, el gobierno colombiano decidió poner una escolta armada que nos proporcionaba el aliento necesario para salir solos por las calles de Cartagena, porque cuando unos señores armados con pistolas, fusiles de asalto, machetes y granadas de mano, entran contigo en una discoteca o un bar, y se zurran a beber alcohol como posesos, la tendencia es a huir a las calles desiertas.

UUUyyyy, ¡Cómo está esto! Es lo que piensas cuando una mujer guapísima te sirve un ron con cola en un chiringuito de una calle cualquiera mientras se santigua maldiciendo a su gobierno y a los extranjeros mientras con la otra mano bendice a san Pablo Escobar, que Dios tenga en su seno al mayor benefactor de Colombia. A unos tres metros del chiringuito un hombre, con la mano derecha y el pie izquierdo amputados, no parecía compartir la opinión de la mujer. Parecía haber una epidemia de amputaciones, cada poco tropezabas con un indigente sin manos, o sin piernas, o sin ojos ni lengua, en fin… Durante la cena en un lujoso restaurante situado en el interior de una hermosa iglesia de estilo colonial me dieron el segundo premio al mejor comercial de la firma, una medalla y un diploma. Juan Alfonso, un compañero, se hizo con el primer puesto, una medalla, un diploma y un cheque de ciento cincuenta mil pesetas.

En Barcelona marzo corría alocadamente hacia la primavera, pero a mí la pulsión colombiana aún me vibraba por las entrañas. Disfrutaba paseando al anochecer por las callejuelas de las Ramblas, viendo a esos camellos pasar cocaína venida directamente de Colombia; buscaba indigentes, amputados por los sicarios de algún cártel, durmiendo en los cajeros, pero todos estaban completos al cien por cien; me acercaba a la comisaría de los mossos para ver si algún policía borracho se liaba a tiros, pero nada, nada de nada. Lo más parecido eran las quejas de la churrera del paseo de Sant Joan sobre la seguridad en las calles, en especial de madrugada, cuando ella trabajaba las salidas de los bares y las discotecas con chocolate caliente y porras. Pero fue al día siguiente cuando todo se torció.

La administrativa se plantó en mi mesa, dejó dos sobres y un paquete, Se los das a Juan Alfonso cuando venga, dijo. Arqueé las cejas y respondí Bueno… Juan Alfonso regresó a mediodía, venía de Berga, de cerrar una venta. Bien, exclamó, muy bien, de puta madre. Mirad, dijo agitando uno de los sobres sobre su cabeza, Reserva en un hotel de cinco estrellas para Semana Santa, Y, blandiendo el otro sobre con la otra mano, mesa para dentro de un mes en un tres estrellas Michelin, Y lo mejor, poniendo la mano sobre el paquete, un par de zapatos de piel de castor, hechos a mano y a medida en Italia. Todo con el cheque del premio, y aún a sobrado un montón. Claro, pensé, eso está bien, a no ser que el premio se lo dieran por haberme robado una venta importante. El día de la firma me levanté con náuseas y Juan Alfonso se ofreció a ir él, firmó y se lo apuntó en sus ventas, el hijo de puta. Así que claro, pasó lo que tenía que pasar. La mano no se la pude amputar entera, eso sí, le vacié el ojo izquierdo antes de que un vigilante me noqueara con un táser.

Aquí la comida no es tan mala como dicen.

Enviar comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Pin It on Pinterest

Share This
¿Te Puedo Ayudar?