Cuando aprendió a volar

En agosto de 1972 era un joven adolescente de catorce años que solo pensaba en chicas y en aves, vamos, que tenía la cabeza a pájaros. Se presentó en el pueblo con una guía de aves bajo el brazo, la esperanza de enamorarse y convencido de que serían las mejores vacaciones de su vida. A las dos semanas apareció su padre, le dio un beso y le regaló un paquete largo y grande, Has de tener cuidado, dijo, mañana te enseño a usarla correctamente. Era una pajarera, allí les llaman pajareras, escopetas de perdigones, con mira telescópica.

No se le dio mal. El noventa por ciento de los tiros iban al centro de la diana, pero no le parecía una actividad interesante, así que dejó el asunto de la pajarera y se dedicó a clasificar aves y a sonreír a cualquier chica que se cruzara con él. Su mejor amigo del pueblo se interesó por la clasificación de las aves. El amigo conocía muchos pájaros, pero con nombres raros, nombres de allí, gurriatus, cogutas, rabúos, y cosas así, y quería clasificar en serio, con detenimiento, así que convenció al joven para salir una mañana de ruta por el campo.

El joven cargaba unos prismáticos y el libro, y el amigo la pajarera y una caja de perdigones. No fue una buena idea. La puntería del amigo era brutal y pájaro que veía, pájaro que caía. Con el cadáver en una mano y el libro en la otra, el amigo procedía a la clasificación, Bien, gritaba satisfecho, Alcaudón real (Lanius excubitor), ensartaba el cuerpo en un alambre que colgaba de su cinturón y, a por otro espécimen.

Cuando el alambre bailaba una jota con dieciocho especies, al joven adolescente le dio un mal, agarró al amigo, se colgó la pajarera al hombro y regresaron al pueblo. La escopeta durmió el sueño de los justos en un arcón.

 

En agosto de 1973 el joven adolescente hacía avanzar con fuerza sus quince años hacia los dieciséis, volviendo a sonreír a todas las chicas del pueblo sin mucho éxito. Ese año el padre no pudo ir, así que, con la guía de aves en la mesilla de su habitación, la escopeta enterrada para siempre y una madre insufrible, se dispuso a conseguir su primera novia mientras soñaba con su independencia, con volar. Primero probó con la de Madrid, allí, en el pueblo, todos se conocían desde chicos. Ni caso. Luego se acercó a la de Bilbao, mucho cachondeo, pero nada. Pues probaré con la de Tarragona, a ver si…

El hermano de la de Tarragona no había emigrado, trabajaba en el campo y ese verano estaba trabajando en la saca de la corcha como peón. Ven, mira lo que tiene mi hermano, dijo la chica, y lo llevó a su casa. El joven se emocionó, pero la chica lo llevó a un corral, abrió una caja de cartón y le enseñó un pollo de ratonero común, una pequeña rapaz. Las cogen de los nidos, en los alcornoques, dijo, cuando crezca del todo la disecará y la pondremos en el salón, junto a las cabezas de ciervo. El joven dudó entre salir corriendo o pedirle salir a la chica, optó por un intermedio. ¿Y si me llevo al pájaro a mi casa, le enseño a volar y luego lo suelto? Llegó el hermano de la chica, que dijo: Pues bueno, vale; pero recalcando que el ratonero se moriría en libertad por no haber podido aprender a cazar.

Tras soportar la bronca de su madre por no haber asistido a la misa por un señor fallecido con el que no había tenido trato nunca, y esquivar un bofetón, se subió al sobrao, que es como llaman allí a la parte de arriba de una casa, cuando se dedica a guardar el grano y los trastos, una especie de desván, y allí meditó la manera de poder enseñar a cazar al ratonero. Al día siguiente, con una brillante idea coronando su cabeza, fue a recoger al ratonero. En casa de la chica estaba el hermano con la caja de cartón, y dos hombres más con sendas cajas de cartón y unas sonrisas inquietantes. Total: Tres ratoneros comunes a los que enseñar el arte de la caza.

Abrió el arcón, sacó la pajarera y la caja de perdigones, subió al sobrao, donde había soltado a las rapaces, se asomó al balcón, cargó la escopeta, apuntó a la torre del ayuntamiento, encaró una golondrina posada en un cable y disparó justo en el momento en el que la golondrina emprendía el vuelo. La cabeza y el cuello de la cría de cigüeña que descansaba en el nido del ayuntamiento, desapareció. No salió de casa en tres días, parece ser que todo el mundo hablaba del mal olor que desprendía el ayuntamiento. Los ratoneros aprendían a volar en el jardín y comían pollo crudo, pero no aprendían a cazar. El joven decidió levantarse temprano, cuando las golondrinas reposan en los cables de la luz y el pueblo está tranquilo.

Mientras los ratoneros aprendían a cazar golondrinas heridas por el sobrao, el joven corría delante de su madre, que llevaba una cayada de olivo muy recia con la que amenazaba a su hijo. Parece ser que alguien le había visto con la escopeta, abatiendo golondrinas. Su madre gritaba algo de las golondrinas y la corona de espinas de Jesucristo, y pecados graves, y más. Se zafó del asunto saltando el muro del jardín, se perdió por el campo sabiendo que de ese año no pasaba, que aprendería a volar y a cazar, como los ratoneros, que a finales de agosto se perdieron por la dehesa para siempre, y…No, tampoco se comió una rosca ese verano.

 

 

 

 

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