La buena educación

A mí mi madre me educó a la perfección. Me inculcó la teoría de la evidencia visual. Según esta teoría, que desconozco si tiene alguna base científica o le salió a mi madre tras una noche loca, cualquier movimiento, actitud o gesto ha de poder ser interpretado por los demás de una manera univoca, que no lleve a confusión. Yo soy una mujer que cabalga entre la juventud y la madurez, y las enseñanzas de mi madre me han dado siempre buen resultado, por ejemplo: Si salgo a la calle con un paraguas en la mano, lo hago de tal manera que todo el mundo interpreta que creo que lloverá, que no lo llevo al tuntún o por hacerme notar. Cuando subo en un ascensor y hay otras personas, sonrío y doy los buenos días o las buenas tardes, y luego miro al suelo, así queda claro que soy educada y amable, y que no quiero que me toquen los ovarios. Si en el ascensor hay un vecino, sonrío, saludo y emito dos o tres frases sobre el tiempo. Con este comportamiento no se engaña a nadie, es la buena educación.

De más joven me ocurrió algo. Estaba en la playa y un niño de unos siete años que hacía lo posible para construir una torre amurallada, me lanzó una palada de arena húmeda. Me sobresalté y alargué el brazo hacia el niño para acariciarlo, acercármelo y decirle que no pasaba nada, pero el niño al ver el brazo en alto se puso a llorar como una magdalena. ¿Veis lo importante que es la evidencia visual? Desde entonces antes de mover los brazos, sonrío y digo algunas palabras amables con un tono cálido y relajado. Bueno, salvo en el caso contrario, entonces me pongo seria y suelto alguno de esos insultos tan fantásticos que recopilo en una libretita. Pero lo que queda claro es que, aplicando la teoría de la evidencia visual, nadie se lleva a engaño.

De todos modos somos humanos y, en ocasiones, la evidencia visual puede fallarnos, bien por descuido, bien por otros factores. Cuando murió mi tía Manuela, acudí al tanatorio con semblante serio y vestido discreto, pero al encontrarme con Diego, mi amigo de la infancia, sonreí como una posesa y lo abracé. Esto a mi tía Manuela le hubiera dado igual, en vida había sido un bicho deleznable a la que las evidencias visuales y los buenos modos se la soplaban, pero a mi prima Isabel no le pareció bien y me montó un Cristo importante. Dicho esto, a mi me parece que, si trabajamos bien las evidencias visuales no dan lugar a equívocos.

Hace siete días tuve que ir a ver a un abogado, el despacho estaba en un edificio del centro, un rascacielos. Al acabar la reunión cogí uno de los cuatro ascensores para bajar a la calle, estaba yo sola, unas plantas más abajo subió un hombre, sonreí y le di las buenas tardes, me quedé mirando su oreja izquierda, cuajada de pendientes y el hombre se me abalanzó, me metió mano por todos lados, me babeó, apretó un botón del ascensor, que se paró en un piso, y el hombre salió corriendo.

Esta tarde he subido al mismo ascensor, sabiendo que el hombre estaría en él, todo es cuestión de hacer un buen seguimiento. Yo he entrado con rostro serio, una evidencia visual clarísima de mi estado. El tipo se ha echado a reír diciendo obscenidades. La evidencia visual de mi cara era tan obvia que no he podido entender su cara de sorpresa e incomprensión cuando le he clavado la navaja en el pene y he rajado hacia arriba con saña.

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