Estoy, pero que muy harto, de esas personas que tienen la manía de juzgar a la gente sin conocerla y sacar sus más bajos instintos para insultar y menospreciar a los otros por la más mínima tontería. Y no son pocos. Sin ir más lejos, hace tres días en la pescadería de Manoli, en el mercado, llega una mujer joven, de color que se dice ahora, de color tierra siena tostada con una pincelada de ocre amarillo para ser exactos, lo que antes era una chica negra, y pregunta a una mujer mayor: ¿Es usted la última? Sin dejar pasar ni un segundo una señora de mediana edad, muy rubia y con los labios muy rojos, saltó: ¡Oiga!, que la última soy yo. ¡Qué poca vergüenza! Encima vienen a colarse, no solo a quitarnos el trabajo. Señora, dijo la joven, que solo he preguntado… ¡Claro, claro! Ahora a hacerse la mosquita muerta. Muerta de hambre estaría en su tribu y ahora, a aprovecharse de nosotros, que poca vergüenza. La chica saltó: Es usted una racista de mierda, señora, Yo soy de aquí, de la derecha del Ensanche de toda la vida, y aunque fuera de una tribu…Usted es imbécil, por ser suave. Manoli vengo más tarde a recoger mi encargo. Y se fue. Pues a ese tipo de personas me refiero, y abundan como la mala hierba.
En el doce primera del edificio vive un hombre discreto, de poco hablar y, creo, de escasos amigos. Tiene un perro enorme, una mezcla entre Terranova y San Bernardo. Hace unos tres años lo pillé hablando por teléfono con alguien. Los de siempre, decía, se están jubilando, unos vuelven a sus pueblos y alquilan el piso, otros van a residencias y sus hijos alquilan, alguno a fallecido y sus hijos venden. Total, que esos pisos vacíos se están llenando de panchitos, chinitos y moritos; que yo no tengo nada en contra, pero…no es lo mismo. Y la de la limpieza de la escalera ya no está, ahora han puesto a un negrito. El del doce primera es muy de diminutivos. Una mañana lo encontré en el rellano, se había dejado barba, una barba blanca y como descuidada. Ahora la barba salvaje le llega hasta el ombligo y lleva una chaqueta militar color caqui con una bandera patria cosida en un hombro. Sale con otro señor del barrio, también con perro grande, barba blanca larguísima, pero con chaqueta militar de camuflaje y bandera alemana junto ala patria. Parecen de esos americanos fascistas que viven por Florida en medio del bosque. En fin. Cuando una chica del barrio pasó delante de ellos cogida de la mano de su novia, empezaron que “Tú fíjate, con lo que la chica podría haber sido”, “Y, ahora, mira. Perdida para siempre. Qué pena para sus padres” “Así no vamos a ninguna parte” y todo ese rollo.
Pero lo que más me jode son los videntes, porque esos me afectan directamente a mí, menos mal que son pocos. La última vez quizás se me fue la mano, yo estaba tranquilamente tomando un gin-tonic en una terraza del centro de Barcelona, era un mediodía soleado de un día laborable, no había casi nadie. Las mesas vacías, cuatro despistados deambulando y poco más, hasta que llegó el matrimonio. Yo noté las facultades de la señora al momento y me puse a la defensiva, pero ni se me ocurrió evaporarme, que uno tiene sus derechos, aunque sea un espectro. Ella tardó unos minutos en verme. ¡Ah!, que no lo he dicho, yo morí hace ocho años y me quedé en estado de fantasma, en fin, cosas que pasan. Total, que la señora me vio y empezó a montar el pollo y, sobre todo, a pontificar y emitir juicios sobre mí, lo que más me jode. ¡Lolo, Lolo!, gritaba entre convulsiones, un monstruo, hay un monstruo. Lolo era su marido. ¡Asqueroso!, un ser asqueroso. Sácame de aquí, y seguía con sus convulsiones. El tal Lolo hacía lo que podía mientras acudían un par de camareros del local. ¡Repulsivo, rastrero, va a matarme! Y venga a juzgar la señora. Y yo que estaba tan tranquilo con mi gin-tonic. A ver, que cuando te recomponen aquí, en el más allá, mucho cuidado no tienen, y a mí me atropelló un coche. Sin media cara, con la piel colgando y con las dos mandíbulas a la vista, un brazo en siete trozos, la cadera del revés y los huecos rellenos con musgo, un detalle del ángel encargado, pues no quedo muy aparente, pero es lo que hay. La señora seguía temblando y adjudicándome adjetivos despectivos. Ya se escuchaban las sirenas, pero me harté. Me minimicé, me hice pequeñito, entré por su boca, y desde dentro crecí de golpe sometiendo su cuerpo a una presión tal que reventó. Al fin se calló. Murió con un hilillo de sangre resbalando por la comisura del labio, como en las pelis. Epilepsia y fallo cardiaco, dijeron. Idiotas.
Afortunadamente, aquí, en este hueco inmaterial del universo, no hay deslenguados, descerebrados, que prejuzgan sin razones ni conocimientos a los que no les entran por los ojos a la primera, aquí no hay desgraciados engreídos que parecen algo, pero vienen de donde vienen, de la estulticia genética y la cretinez hereditaria, y se creen con derecho a opinar y juzgar a terceros desde su atalaya de falsa superioridad. No, aquí no juzgamos.