Yo estaba exultante. En mangas de camisa, con una corbata azul cobalto y unos tirantes a juego, estampados con pequeñas estrellas doradas, firmaba ejemplares de mi última novela «La herradura huera». Toda la yeguada de la Umbría, con Lucera a la cabeza, hacía cola en la feria de Frankfurt esperando un autógrafo mío. Gal Dorin, el guardia pretoriano de la yeguada, arrastraba con la mano izquierda un carro lleno de ejemplares del libro y con la derecha blandía su afilado gladio.
—Evaristo — me dijo Lucera moviendo el cuello con coquetería, ondulando la rubia crin— date prisa con las firmas, por favor, que tenemos hora para hacernos las uñas.
— ¿Sabéis algo de lo que traman los buitres? —pregunté, mirando de reojo y desconfiado a Gal Dorin.
—Mira chico —respondió Lucera—, podemos saber muchas cosas, para eso somos de una casta superior, pero, por educación y alcurnia, somos discretas y elegantes, —Un coro de relinchos de aprobación sonaron tras la yegua—. Nos estás confundiendo con el populacho y no nos gusta.
Gal Dorin dejó el carro y, luciendo su uniforme de centurión romano con elegancia, avanzó unos pasos hacia mí. Al verlo decidí sentarme tranquilo en una roca de la orilla del pantano. Allí el asunto estaba más entretenido. Al grito de ¡Muerte a Garfio! Peter Pan y los niños perdidos acosaban una y otra vez al capitán Arístides Montoya que, harto de no poder acabar con tranquilidad el plato de lentejas con chorizo y costilla, llamó a Moby Dick, el leviatán blanco, para aterrorizarlos.
Los buitres veganos habían abandonado sus reposaderos de los Canchos para sobrevolar la Encina Milenaria, sobre la que Borja estaba levitando de manera ostentosa (mi hijo les llamaba la atención por algún motivo), y fue por eso por lo que el capitán había sacado raudo una fiambrera, con lentejas y carne, de la nevera, para darse un festín sin que los buitres lo insultaran. Al cabo le dio pena de los niños, engullidos de mala manera por la ballena, y mandó que los cagara, pero lejos. Aparecieron junto a la Sima y entre las retamas y acebuches que la rodeaban se trasmutaron en los X-Men contra Magneto. En el fondo de la Sima, en la ciénaga, algo chapoteaba y los muchachos, al asomarse, vieron a la Reme, con su cola de sirena, hundirse en el agua para no volver a salir. Reme, La sirena de la ciénaga miró, como tantas otras veces, el Mediterráneo desde el comedor de la casa colgante que Paul Newman tenía en Calella de Palafrugell, saludó y bajó por las escaleras de caracol que estaban tras la grada que se asomaba al mar. Hasta cinco pisos vacíos, vuelta tras vuelta, acariciando los pasamanos de caoba, bajando y bajando y con la cola escurriéndose escalón tras escalón. Al final, la misma puerta de siempre, la puerta que se abría sola, la que daba entrada a la gran plaza de suelo de albero, con soportales de madera; una corrala enorme preparada para una lidia. Apareció el mismo tanque de siempre, amenazador, apuntando el cañón hacia la Reme, que sobre dos piernas corría esquivando al monstruo, intentando alcanzar la pequeña puerta de hierro que había al otro extremo de la plaza. Y, al fin, tras años de vanos tanteos, llegó hasta ella, la abrió y entró en un vasto desierto inacabable que, al recibir una lágrima de la sirena bípeda, germinó de golpe y, al rato, floreció.
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«Así comienza el documento que me llegó el mes pasado», escribía Cuca Plasencia en su correo, «viene firmado por E.P. 29/11/2013. Sólo puede ser de mi hermano; el relato habla de él y de mi sobrino. Tiene narices que, después de tantos años, me envíe este texto en un pen drive metido en un sobre sin remite, sin franqueo y sin una sola frase personal. Me lo habrá puesto él en el buzón. ¡Qué cabrón! Si estaba por aquí podría haber esperado para verme.
Encima tendrá la pretensión de que intente publicarlo. El imbécil no le ha escrito a su hermana, tan solo a su exagente. En fin…Carlos, dejo todo en tus manos durante unos días. Voy a ir a buscarlo a ese pueblucho. No por él: por Borja.
Un abrazo. Cuca.
Clicó «Enviar» y Cuca Plasencia se levantó del escritorio con el texto impreso en la mano, y se tumbó en el sofá. Era la tercera lectura.
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La mañana del veinte de octubre amaneció preñada de olor a tierra mojada y con un sol prometedor, tibio y amable.
Era domingo, día de misa, y a las doce, tras el segundo toque de campanas, nadie faltaría a la iglesia. Ni hay cura, ni casi creyentes, y no se celebra oficio, pero la tradición es la tradición, y los domingos se tocan las campanas y se baja a la iglesia. Es un buen local para que el vecindario se ponga en común, disputas y peleas incluidas, antes de la una, la mala hora, la del aperitivo, el alcohol y las camarillas. Pero mucho antes de las doce, de madrugada, Borja abandonó su levitación sobre la encina muy molesto con el sobrevuelo de los buitres veganos; se despertó y salió a correr como cada domingo. Subió hasta la cresta de la sierra y se sentó mirando hacia el valle, esperando que la Cabrera lo viera. Sabía que cada domingo a esas horas la Cabrera estaba recogiendo microfósiles en los sedimentos del arroyo, para ejercitar un poco su profesión. Borja, como cada domingo, se masturbó en la cresta de la sierra mientras La Cabrera, en lugar de coger microfósiles, estaba en la Umbría, como todos los domingos, haciéndose la encontradiza con Gal Dorin, el pastor de la yeguada. Pretendía hablar con él en un plano elevado (sabía que era Físico, especialista en óptica por la universidad de Jena, amén de rumano), y para admirar sus espaldas y sus glúteos. La muchacha es enamoradiza e indecisa; está loca por Borja y está loca por Gal Dorin. Tonteaba con ambos esperando una revelación, o algo así. El caso es que, si Borja estaba acomplejado por su falta de estudios, Gal Dorin lo estaba por su condición de emigrante «don nadie», y la Cabrera se sentía como un cantero que pica piedra en muros de agua.
Claudia, la maestra, a eso de las diez se armó de valor y subió sola a la piscina. Había tomado una decisión. Yo le gustaba, aunque le daba algo de vergüenza intimar conmigo, un autor de cierto éxito en el pasado. Ella había intentado camelarme durante el sueño, en la Brisa Roja, su burdel, pero yo, soñando, soy un mirón profesional que observa sin actuar, esperando ver alguna cosa que me inspire una nueva novela. Claudia, desanimada, intentó ligarse a Borja; sin resultados, mi chaval estaba enamorado de la Cabrera y se pasaba las noches levitando sobre una encina. Claudia, por fin, había decidido hablar conmigo directamente, me explicaría lo que sentía y, con suerte, bajaríamos a la iglesia cogidos de la mano. Me encontró escuchando atento el relato del capitán Arístides Montoya; la travesía por las costas de Sumatra de la noche anterior, y ambos llevábamos más de dos azumbres de cerveza; la verdad es que no le hice ni puñetero caso a la maestra. El cabreo de Claudia lo pagó Borja, que tuvo que dejar más de la mitad de las tapas sin preparar.
Las campanas sonaron a su hora y todo el pueblo se reunió frente a la iglesia. Anselmo Vegas, el alcalde, bajaba por la calle mayor con su esposa, Elena, cogida del brazo, y hablando con el hermano de Matías Moreno, el furtivo, que parecía alterado. Apenas metro y medio por detrás Federico Macías, el exalcalde, alargaba el cuello como queriendo conocer la conversación que tenía su eterno enemigo con aquel tipo minúsculo. Ya en la puerta de la iglesia pudo escuchar cómo Anselmo se comprometía a reunir una cuadrilla para buscar a Matías Moreno por el municipio. La comidilla general se centraba en la entrega del premio de la «Lotería desquiciada» que tendría lugar por la tarde, el último sorteo había tenido, cosa rara, dos premiados, Elena, la mujer del alcalde y Venancio, un hortelano de toda la vida. Los niños del pueblo entraron al galope en la iglesia dispersando a los adultos, y Federico Macías fue a caer del lado de Remedios Cano, que no parecía la Reme de toda la vida; con los labios rojos, a juego con las uñas, y unas llamativas pestañas que, al fin, enmarcaban sus preciosos ojos verdes. Era otra Reme, una mujer a la que las vecinas escuchaban con atención mientras daba explicaciones sobre varios productos de belleza que había traído a su comercio.