Claudia y Elena se unieron al grupo cosmético y Federico Macías volvió al redil masculino y futbolero, en eso Ardelcamino era tan vulgar como el resto de pueblos del país. Solo los niños se salían del patrón, unos cuantos se pusieron a cantar góspel durante el escaso minuto que tardaron los tres del heavy en zurrarles. Como es natural el grupo pop salió en defensa de los góspel y los neopunk arremetieron contra todos. La hiphopera se mantuvo al margen, como siempre, esperando el momento de una venganza que nunca llegaba en vigilia. Cuando ya sangraban tres rodillas y dos cabezas llegó la hora del aperitivo y la mitad de los niños regresaron a sus hogares para ser curados o castigados; la otra mitad eran hijos de padres y madres laxos o posmodernos.
Borja y yo servíamos los aperitivos y las tapas con diligencia. Borja, enojado, veía como las tapas que había hecho no serían suficientes, y lanzaba miradas de odio hacia Claudia, la culpable. El joven miró al cielo esperando que las pequeñas nubes que se estaban formando crecieran de repente y rompiera a llover. No quería soportar las críticas por su impericia en el negocio de la hostelería, críticas que, de faltar tapas, llegarían directamente de la Cabrera, con ese tono de cachondeo que tan bien se le daba.
No hubo lugar. En ese preciso instante apareció el Cabrero, que los domingos libraba a su hija, haciéndose él cargo del rebaño. Llegó corriendo, sudando, pálido y con bulto en la mano. La esbelta y elegante figura del hombre que tan bien daba en sueños como exitoso bróker de bolsa, se veía menguada, apocada y temblorosa. Allí, sobre una de las mesas de la terraza, sin soltar palabra, dejó el bulto y lo desenvolvió. Un blanco e inflado antebrazo humano, que todo el mundo reconoció, descansaba delante de medio pueblo. El único que no sabía que se trataba del antebrazo de Matías Moreno era su hermano; el tatuaje de dos rifles cruzados no tenía más de un mes, lo pagó con parte de los mil euros de la última montería, y se lo había enseñado a todo el pueblo.
Dos coñacs después el Cabrero, agarrado de la mano de su hija, contó como vio a los buitres acercarse a la vertical de la depuradora de aguas, a unos dos kilómetros del pueblo, cerca del arroyo. Una vieja depuradora casi inservible que solo acogía galápagos y olores nauseabundos. Vio como bajaban poco a poco, girando y girando hasta posarse, y se acercó extrañado. Los buitres empezaban a picotear algo, metiendo sus cabezas en las repugnantes aguas; un buitre sacó el antebrazo y lo dejó en el suelo, otro buitre sacó un pie y el Cabrero corrió hacia ellos con su vara en alto, espantándolos. El pie volvió a caer en la depuradora, pero pudo recoger el antebrazo. Contó que antes de regresar al pueblo había tenido que hacer dos disparos al aire con su escopeta para asustar a la bandada de buitres, que se estaba tirando contra el rebaño de cabras, y no era la primera vez que lo hacían.
—Esos putos bichos se están saliendo de madre —remató el Cabrero.
Los cuchicheos y las comidillas de los vecinos crearon una nube acústica indefinible, un runrún, que rodeaba al hermano de Matías Moreno, en un estado inerte, neutro, que lo mismo podía estar destrozado por saber del cadáver, como alegre por no tener que saber más de un hermano con el que no cruzaba una palabra desde la niñez.
—Habrá que llamar a la Guardia Civil.
—¿Ya estás borracho tan temprano?
Alcalde y exalcalde, en la cocina del bar, y picando unos montaditos de piquillos rellenos, rieron mientras intentaban poner orden al suceso.
El vaquero y el chalán, armados con paralelas, se apostaron en la depuradora para no dejar pasar ni a hombres ni a bestias hasta que llegara la autoridad. El chalán no dejaba de trastear con la tablet, cerrando tratos con empresarios de Talavera, y los dos disparos del vaquero le dejaron a punto de infarto. Se aburría, el vaquero se aburría, y reventó a dos pobres galápagos que se atrevieron a asomar el hocico en aquella sucia balsa.
No acabaron a puñetazos porque, al fin, llegó la comitiva: ya se sabe cómo son en algunos pueblos, ni escena del crimen ni tonterías de esas de las películas; que… a ver quién le dice a la tía Epifánia que no meta la nariz hasta tocar el cadáver y oler sus secreciones. Todo Ardelcamino se presentó en la depuradora; y cuando digo todo Ardelcamino, es todo: hasta Cándido Luna, el rentista, e incluso Macario Chang en su calidad de médico, comandados por Anselmo Vegas, el alcalde, tocado con un tricornio raído, y su enemigo Federico Macías. Y es que debido a un terrible suceso ocurrido muchos años atrás y del que nadie guardaba un recuerdo nítido, las cosas se solucionaban, o no, de puertas adentro.
—A este ni con flores de Bach —comentó Macario, el médico, ante la indiferencia del resto—. Muerto del todo.
Al llegar el juez de paz y los técnicos, Paco Burra y Tino el Cojo, se vació la pequeña depuradora. Reposando sobre medio metro de cieno aparecieron los trozos de Matías en un estado desastroso, medio comidos por los galápagos; la cabeza sin orejas ni labios, sin ojos y sin nariz, un asco. Los técnicos recogieron todos los pedazos en bolsas, pasaron unos rastrillos por el cieno pensando pescar algo más y ahí acabó la curiosidad de los vecinos. Terminado el morbo, ya nadie quería reconocer algún objeto suyo comprometido entre lo que asomaban los rastrillos. Se acabó la función.
Cándido Luna regresó a la casa señorial de los Luna, impoluto como siempre, de punta en blanco, con su pañuelo de cachemir al cuello y pañuelo a juego en el bolsillo de la americana: lo escribo en singular ya que nadie en Ardelcamino cree que Cándido tenga varios pañuelos y americanas iguales, ni zapatos repetidos, o decenas de calcetines de hilo color almendra. No, más bien somos de la opinión de que el hidalgo es un rentista de poca renta y mucho orgullo, que hace frecuentes coladas y se apaña en remiendos y zurcidos. Se relaciona poco, siempre encerrado en la ruinosa mansión de su familia, como mucho sentado en una mecedora junto al enorme portón o, extraordinariamente, tomando un vino en el bar de la plaza. Los vecinos intentamos no interpelarle bajo ningún concepto, es de esa clase de personas que al preguntarles la hora responden con una conferencia sobre el arte de fabricar mecanismos de relojería de precisión artesanalmente y su influencia en la economía suiza. Posee gran destreza manual, a juzgar por los incontables bustos de Voltaire que modela en barro y pone a secar al sol frente a la fachada de la mansión. En sueños también se muestra huraño, es un diputado liberal en las Cortes durante la regencia de María Cristina, empeñado en presentar un proyecto para hacer navegable el Tajo desde Aranjuez a Lisboa, y en cada sueño monta en una diligencia y viaja a Madrid con sus historias.
El grueso de habitantes nos reunimos en el bar de la plaza, los corrillos susurrantes se acabaron convirtiendo en un griterío. El capitán Montoya aventuró la teoría de que habían sido los mismos buitres. «Claro, como no te dejan comer chorizo en el otro lado, los tienes atravesados» dijo uno provocando risas. El Cabrero alzó la voz para dejar claro que el antebrazo que recogió estaba cortado con sierra: «eléctrica y profesional» sentenció. Todos asintieron y se miraron unos a otros buscando la impronta de un asesino.
Esa noche hubo pocos sueños, el cadáver de Matías nos había desvelado. Yo apenas di una cabezada, la justa para saber que los chicos sí dormían; campaban a sus anchas en el barco sin patrón del capitán Montoya. «Cuando se lo cuente… se va a coger un rebote», pensé. Apenas izaron la bandera negra me desperté escuchando el ruido de las cadenas levando anclas; en ese sueño Rita, la niña punk musical, capitaneaba la Galápaga por el Caribe. Pasé unas cuantas horas queriendo dormir, concentrándome, pero mi cerebro se desviaba y aparecía Claudia en una imagen dulce, llevando un libro; no era un sueño, era un duermevela, imágenes creadas con el cansancio, pero fruto de la voluntad. Hice que abriera el libro y la misma Claudia apareció dentro de él, desnuda, salió y me besó. Creo que me he enamorado de ella. El resto de la noche esperé a ver el alba, miraba la persiana bajada queriendo ver luz entre los listones. Se me hizo muy largo. Un gallo cantó, dándome esperanza, pero calló de golpe y al día siguiente apareció muerto, sin cabeza. Aún tardé en ver luz por la ventana.
Al salir el sol me fui a caminar por el campo cargado con los prismáticos, la cámara de fotos y unas ojeras muy parecidas a las de Borja, que, a esas horas, insomne, se hacía largos en la piscina enfundado en el traje de neopreno. Me metí en el jaral esperando sacarle una buena foto a Taxi, una preciosa oropéndola que ya considero amiga mía, y me encontré con el cadáver destripado de un cervatillo recién comido, con jirones de carne reciente y sangre fresca. Ni rastro de cuervos ni de milanos, menos aún de buitres. Al animal lo habían atacado hacía pocas horas y un fuerte golpe en el cráneo debió de matarlo.
Al volver, Borja le estaba riñendo a una sartén a estropajazos. Le conté lo del venado: «A mí ya nada me parece raro.» contestó, «Anda, ponte los guantes y ayúdame a fregar.» A los tres minutos mi hijo me miró y dijo: «Papá. ¿Quién querría matar a Matías? Si no se relacionaba con nadie, ni para bien ni para mal; era huraño, pero nunca discutía, ni peleaba. ¿No habrá sido su hermano?
Como buen padre le respondí que estaba idiota; pero algo de razón no le faltaba, salvo que a Matías no lo aguantaba ni Dios. “Bueno, podría ser…ya se verá.” rematé. Matías era un solitario, sus relaciones, si las tenía, estaban en las monterías, con la gente de dinero, ajena al pueblo. Y entonces se puso en marcha la megafonía metálica del ayuntamiento, con esos bandos antediluvianos que tanta gracia les hacen a Anselmo y a Federico: « ¡Se hace sabeeeeer. De orden del señor alcaaaaalde, que a las once la mañaaaana…!», en fin, que convocaban a los vecinos para notificar una decisión y someterla a votación. Es costumbre que Anselmo y Federico decidan y, más tarde, sometan la decisión a votación a mano alzada en la plaza mayor. Se odian hasta la muerte, pero en lo esencial están de acuerdo, así que con cinco concejales más, tres de Anselmo y dos de Federico, o viceversa, dependiendo de la legislatura, el sistema ahorra mucho tiempo. En la plaza todos votan a favor, tanto si son de Anselmo como si son de Federico y asunto resuelto. Los que no son ni de uno ni de otro, levantan sus chatos de vino al grito de «¡Que os den!», y esos vinos levantados brazo en alto se contabilizan como síes.
El ayuntamiento había decidido desmontar la antigua, inservible y nauseabunda depuradora e invertir en un nuevo y moderno sistema de tratamiento de residuos, ¿Se acepta la propuesta? Todos los presentes, que a las once de la mañana eran los cuatro borrachos que soplaban en el bar de la plaza y un servidor, levantaron sus copas al grito de «¡Que os den!», así que la propuesta fue aprobada, y yo regresé a la piscina sabiendo que había hecho el canelo. En el camino me tropecé con Claudia, que había cerrado la escuela antes de hora. Me ruboricé, sí, pero no se notó.
— ¿Qué han dicho? —preguntó mirándome de reojo y con esa sonrisa perenne y dulce. Debe ser una anomalía genética la de esas personas que no pueden bajar las comisuras de los labios ni rebajar el brillo de los ojos, y que además suelen ser encantadores y buenos, un gen complejo. También los hay con una sonrisa larga y ojos duros y fríos, o con sonrisa perene y ojos ladinos. Sí, hay varios tipos de sonrisas perennes, pero la de Claudia era maravillosa. Respondí que iban a quitar la depuradora para bien del vecindario y, creo que captó un tímido «¿A dónde vas?», porque señaló con el dedo hacia la piscina. Me sentía ridículo, como un adolescente, caminamos los metros que faltaban en silencio y, en esos metros, decidí que, cuando llegáramos a la piscina, le diría lo mucho que me gustaba. Claudia se sentó en una mesa de la terraza, de esas de plástico con propaganda de una marca de cerveza, mientras yo abría las persianas del bar. Me armé de valor y me dirigí hacia ella. Abrí la boca al mismo tiempo que ella abrió la suya, y nos quedamos ambos con un «Ahh» congelado en los labios, acunado por el sonido del ciclomotor del capitán Montoya. Arístides metió la moto hasta la barra, sin miramientos, dio los buenos días, pidió un azumbre de cerveza y fue a sentarse en la mesa más alejada de Claudia. Estaba raro. Le llevé la cerveza y me invitó a sentarme.
—Me muero. Evaristo, me estoy muriendo —Me miraba serio a los ojos.
— ¡Ya! Como todo el mundo. Desde que nacemos no hacemos otra cosa que morirnos, cada cual a su ritmo —respondí riendo; anda, que no conocía yo al capitán.
Pero no, esta vez era cierto, tenía un cáncer jodido y no le quedaba mucho. Hacía tiempo que lo sabía y la muerte en sí no le importaba una mierda. Su preocupación eran los buitres, «Los cabrones carroñeros» les llamaba. El capitán quería que lo vigilara discretamente, como hacía en sueños con mi telescopio de tierra, que estuviera atento y, si moría en La Galápaga, no permitiera que los buitres se cebaran con su cuerpo, no quería darles el gusto.
Le comenté que podía venirse al pueblo, había decenas de casas vacías, o la casa rural, que no tenía clientes ni en época de montería. Pero Arístides me miró tierno, haciéndome entender que sólo existía La Galápaga. No insistí, pero me quedé con él hasta que entraron nuevos clientes, dejando a Claudia plantada, mirando hipnotizada los rizos que el aire formaba en el agua de la piscina. Me supo mal, pero nunca he sido muy diestro en manejar ciertas situaciones; a unos metros mis anhelos, mientras yo hacía sonreír a un moribundo. Tonto, eso soy.