Despertó encerrada en un estrecho sarcófago de madera, oliendo a tierra y a humedad. Estaba enterrada, enterrada en vida. El grito de angustia que su mente pedía no pudo salir, faltaba el oxígeno. Hizo todo lo posible por vivir. Durante un tiempo, no supo cuanto, la humedad la mantuvo hidratada, y su constitución, fuerte para no decir gruesa, le proporcionó energía suficiente. La oscuridad era la peor pesadilla, ella necesitaba la luz que el entierro le negaba. Pensó que no había destino más cruel que un entierro en vida: ¿Quién tenía el alma tan negra para torturar así? ¿Y por qué? No lograba recordarlo. En su encierro notaba el frío de la tierra, la lluvia sobre ella, el sol inalcanzable y los pasos de las bestias del bosque, pero no notaba el paso del tiempo ni el deterioro de su ataúd, ensimismada como estaba en romper la caja que la aprisionaba.
La temperatura se suavizó y la lluvia se hizo más persistente. Por la podredumbre producida, debido a la humedad y al calor, se abrió una brecha en la madera del sarcófago, y con habilidad y paciencia pudo sacar un pie, y una pierna, que poco a poco, tenazmente dirigió hacia abajo, como queriendo encontrar una base firme donde apoyarse, pero solo halló más tierra. La estructura que la mantenía presa se fue agrietando por más sitios, hasta que pudo sacar un brazo que dirigió hacia arriba, buscando la superficie. Tenaz como era no paró de rascar con el brazo hacia arriba; sabía que antes o después notaría el aire. En un esfuerzo brutal, más de desesperación que de voluntad, fue horadando la tierra con la pierna y alargando el brazo hacia el cielo, mientras el ataúd se pudría a su alrededor.
Una cálida mañana notó la brisa en su brazo y, poco a poco, asomó dos manos que miraron al sol, se liberó y pudo gritar: ¡YA SOY UNA ENCINA!
