La asombrosa historia de Jacobo Cascos

Cuarenta y un años antes, en el barrio de Santa Eulalia de L’Hospitalet, Jacobo Cascos nació de su madre, como no podía ser de otra manera, y de los brazos de su padre fue llevado a bautizar en la capilla del grupo católico ultra ortodoxo al que la familia pertenecía. Fue el primero de siete hermanos y, claro, al no tener otras referencias, tuvo que ir descubriendo el mundo por sí mismo. Tuvo una infancia feliz, con todo aquello que un niño puede necesitar, y una educación estricta en una escuela segregada.

Chico de una sensibilidad exquisita, muy dado a los demás pero presionado por sus padres para que encontrara cuanto antes su auténtica vocación, Jacobo dudaba, y eso le producía ansiedad.  A los doce años asistió a sus primeras convivencias. Era una casa enorme en medio del bosque y a poca distancia del Mediterráneo. Tras la cena y el rosario los chicos y sus monitores, estudiantes universitarios de unos veinte y pocos años estos, jugaron al tío Maragato, un divertido juego donde cada uno tenía un número y que decía que el tío Maragato mató a un gato ¿Quién lo mató? El número cuatro, Mentira yo no lo maté, decía el cuatro, ¿Quién lo mató? Y el cuatro decía otro número. Así hasta que uno fallaba. El tonto que fallaba se tenía que beber un culito de coñac, ya fuera monitor o niño.

Viendo ciertas cosas que vio, Jacobo se alegró de esa agilidad mental que tanto alababan sus profesores y que le permitió llegar sobrio al paseo nocturno, al que solo acudieron dos monitores y los chicos que se mantenían en pie. Ensimismado  y meditando en cuál podría ser su verdadera vocación seguía a los demás en la subida hacia el faro, era de noche y la carretera estaba iluminada por farolas de una luz amarilla y cansina, Farero, pensó, a lo mejor mi vocación es la de farero, pero al llegar a la cima, agotado, creyó que semejante caminata diaria no sería muy conveniente. Miró al mar y por un instante valoró la profesión de pescador, pero solo por un instante, hasta que apareció aquel perro de entre los matorrales y se puso a jugar con los chicos, que le cogieron cariño. A los cinco minutos los dos monitores que los acompañaban, molestos por algún motivo, pararon al grupo y les arengaron: Es un perro, un jodido perro, un animal sin alma, sin valor alguno, un ser que jamás subirá a lado del Señor. Sólo será desecho aquí en la Tierra. ¿Le adelantamos el proceso? Dijo uno, ¡Perfecto! dijo el otro, ¿Para qué alargarle su paso por este valle de lágrimas? Y se liaron a patadas con el animal hasta que lo mataron y lo tiraron al mar por el acantilado.

En ese instante Jacobo descubrió su verdadera vocación. Jacobo sería psicópata, esa era su verdadera vocación. Psicópata vocacional. Y dedicó el resto de su vida a hacerse maestro en ese oficio. Hasta los quince años compatibilizó los estudios con el intento de matar bichos a sangre fría y sin motivo alguno, pero le daba mucha pena y a lo más que llegó fue a pisar hormigas, tampoco muchas, y a colgar en la galería de su casa uno de esos papeles atrapamoscas. Entonces se planteó lo evidente, que ningún oficio se puede ejercer sin estudios por muy vocacional que sea, así que además de COU tenía que estudiar psicopatía, y se sacó el carnet de la biblioteca Central de Barcelona. De tantas tardes de lectura desordenada sacó en claro que no debería tener empatía por nada ni por nadie y que ese concepto de la empatía no le quedaba claro del todo. Entonces preparó la prueba de fuego: Jacobo, en COU estaba perdidamente enamorado de Pitita, una chica del colegio femenino. Al salir de clase chicos y chicas se solían juntar en la calle. Nada más ver a Pitita, puso cara de malo, o lo que él pensaba que lo era, y le dio una patada en la espinilla. Le supo tan mal que inmediatamente se arrodilló pidiendo perdón. Eso no impidió que los primos de Pitita le dieran una soberana paliza.

Fue un avance enorme: Tras la paliza supo lo que era el odio y quiso matarlos. Meses más tarde, mientras preparaba los papeles para entrar en la universidad contactó con un psicólogo que iba todas las tardes al parque a dar de comer a las palomas y, lleno de odio contra los primos de Pitita y esperando hallar respuestas, entabló una relación con él. Cuando se enteró de que los psicópatas no sienten odio ni rencor y que su comportamiento es congénito, debido a ciertos errores neuronales, se le vino el mundo abajo. Sociópata, dijo el psicólogo, a lo más que puedes llegar es a sociópata, que es un comportamiento similar, pero adquirido por una infancia desatendida. ¡Y una mierda! pensó Jacobo, seré psicópata o no seré, es mi vocación, y no volvió a visitar a aquel tipo, que continuó dando de comer a las palomas.

En segundo de carrera deambulaba por los pasillos mirando de reojo a cualquiera que se cruzase con él y pensando: No me importas una mierda, te mataría ahora mismo, pero soy un psicópata educado en un colegio de élite, no soy tonto, y en tu caso, aquí en medio, me pillarían enseguida. No tuvo amigos en esos primeros años universitarios. Durante una conferencia comprendió que los psicópatas, al contrario que los sociópatas, son personas manipuladoras, aceptadas en su entorno, triunfadoras y que, aunque carecen de empatía, simulan perfectamente tener amistades. Exploró el camino de psicópata bien educado y empezó a hacerse el simpático. Terminó la carrera de Derecho con unas notas mediocres y decenas de amigos y amigas cuyos nombres y direcciones apuntaba en una libreta en la que también diseñaba maneras de asesinarlos.

Para buscar trabajo acudió a varios de ellos que tenían familias o relaciones adecuadas. Los manipularé, se dijo, como buen psicópata, y dentro de nada seré el responsable de un bufete, pero no le funcionó con ninguno y en Jacobo afloró un rencor insano. El rencor insano está reñido con la vocación de Jacobo, así que se apuntó a yoga para controlar todas las emociones que se interponían entre él y su destino profesional. Esa paz espiritual le sirvió para conseguir un empleo de ayudante de archivero en el psiquiátrico de Sant Boi de Llobregat, lo que le permitió saber de su vocación de primera mano. Entabló relación con tres psicópatas peligrosos y se dio cuenta de que eran personas absolutamente normales cuyo único rasgo distintivo era que te miraban fijamente con unos ojos fríos y sonreían en contadas ocasiones, fundamentalmente cuando a Jacobo le salía algo mal o metía la pata. Uno de ellos le pasaba el brazo por el hombro cuando hablaban. Jacobo fue adoptando esos comportamientos a base de mimetización. Con esos ojos fríos, la sonrisa congelada, y peinado hacia atrás con gomina, atrajo la atención de Sofía, una administrativa del ayuntamiento. Se casaron.

Ese cambio radical en su vida le agrió el carácter. Él la quería, pero se veía en la obligación profesional de menospreciarla, manipularla y hacerle la vida imposible. Tras dos denuncias por malos tratos sicológicos y una dolorosa patada en los huevos, aceptó el divorcio a pesar de sus estrictas creencias religiosas. El escándalo supuso su despido inmediato y en un par de meses Jacobo se encontró tirado en la calle. A punto de cumplir cuarenta y un años se puso a buscar culpables a su situación. Acurrucado con cartones en un cajero automático repasaba una a una a todas las personas que habían pasado por su vida. A todas y a cada una de ellas les encontraba algún motivo razonable para excusarlas de su situación; todas ellas le importaban en mayor o menor medida, incluso las quería. Acto seguido rabiaba por no haber podido tener ni una sola actuación profesional como psicópata digna de admiración. Ni un solo asesinato que llevarse al coleto. Nada. Eso no podía quedar así, tenía que encontrar a una persona que realmente no le importara una mierda, alguien despreciable por el que no sintiera nada, alguien que hubiera tirado su vida a la basura y no mereciera ningún respeto. Y matarla fríamente.

Se tiró por el acantilado riendo a carcajadas. Su primer buen trabajo. El trabajo perfecto. Nunca lo pillarían.

 

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