La mirada

Cansino. Sí, ese es el adjetivo. Eres cansino Klaus, muy cansino. Eso es lo que estaba pensando Alberta Beltrán al escuchar la sexagésima octava perorata de su marchante en cuarenta y un años de relación. ¿Para que repites lo mismo una y otra vez?, le preguntaba, si las obras se venden igual de bien que al principio. Eres un coñazo de tío entrando en la senectud, un supercoñazo.

—Vete a la mierda, niña. No lo digo yo, lo lleva diciendo la crítica desde hace veinte años. Siempre la misma mirada, los mismos ojos, da igual que sean niños, niñas, hombres, mujeres o perros; la mirada es la misma en todos, es como ver a la misma alma con distintos cuerpos. A veces da escalofríos.

Pero eso, que era evidente, nunca había afectado a la cuenta de resultados. Las obras de Alberta Beltrán se vendían muy bien, y ella estaba convencida de que gran parte de su éxito se debía a esa mirada, a esos ojos  que arrastraba con ella desde pequeña. Siempre supo que sería pintora. A los ocho años, mirando al gato que acababa de dibujar, se hizo una promesa: Con el dinero del primer cuadro que venda me compraré unos «Juegos reunidos Geyper familiar».

Alberta llevaba toda la vida dándole vueltas al asunto de las miradas. No solo se miraba los ojos cada día en el espejo, llevaba años fotografiándolos, viendo el envejecimiento de su cara, apreciando cómo las arrugas surcaban lo que antes fue terso, pero la mirada era la misma. Conoció a personas que se operaron el rostro por necesidad, otros que lo hicieron por vanidad o por miedo a la decrepitud; las caras eran distintas, mejor o peor acabadas, diferentes a las originales, pero la mirada era exactamente igual. Ni los párpados, ni las pestañas ni las cejas. No: Es la mirada. La mirada es siempre la misma y la llevas contigo hasta el final.

Quizá para otros no, pero para ella, una persona con enormes dotes de observación, la mirada era un signo más distintivo que la huella dactilar. Y Alberta cargaba con una mirada propia, la que colocaba en cada una de las figuras de sus cuadros, una mirada que se le clavaba desde los diez años y que jamás se le iba de la cabeza.

Toda una vida nómada, buscando, pensaba ella: Barcelona, Madrid, Tánger, Berlín, Nueva York, Ciudad del Cabo, Paris, Cádiz, Barcelona de nuevo y, por fin, Hospitalet de Llobregat, un magnífico estudio en el nuevo distrito cultural, con un alquiler asequible, luminoso y bien comunicado. ç

Era por la mañana, no había desayunado y se paró en una cafetería. El café con croissant le supo a gloria, de repente, al mirar por el ventanal volvió a reencontrarse con su mirada, enmarcada en un rostro anciano, pero era su mirada. Subió al estudio, abrió la caja de piel, cargó el revólver que había comprado con el dinero de aquel primer cuadro y bajó a la calle a esperar que saliera del supermercado.

Enviar comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Pin It on Pinterest

Share This
¿Te Puedo Ayudar?