Yo estaba algo tensa. El viejo…, el librero, Adam el loco (así lo conocían en el barrio), me llevó al cuarto de los libros castigados y me invitó a sentarme junto a él en una vetusta mesita de roble. Junto a él, no enfrente de él, una posición aún más violenta si cabe, teniendo en cuenta que no nos conocíamos de nada y lo fértil de mi imaginación. Concebí manos maduras y ligeras revoloteando sobre mi falda, queriendo rozar mis muslos. Presentí intereses mezquinos y fábulas de anciano solitario que se aferra a los recuerdos de su pasado.
¡Leches! Nada de eso. Va y me suelta «A ti te gusta el vino, te ha de gustar el vino», y se quedó mirándome. Pues sí, le contesté. Se levantó, abrió un arcón, y sacó dos copas y una botella preñada de polvo. Del bolsillo del chaleco se sacó un sacacorchos y, con todo el protocolo que se pueda imaginar, ofició la violación de aquella botella. Me explicó el año, la cosecha y el porqué la guardaba: para la ocasión más especial, dijo. Estaba picado, el vino. Muchos años sin una ocasión especial, pensé. Pero no se lo dije, lo disfruté con buena cara y mala acidez.
— ¿Señora o señorita? —me preguntó.
—Mujer a secas —le respondí con una sonrisa medio falsa. No sabía que pensar.
—Lola, me has dicho, ¿verdad? Como la de Nabokov. Yo también me he enamorado de ti.
Hice el gesto de levantarme de la silla y el hombre me cogió del brazo, suavemente. Todas mis alertas se encendieron, di un tirón y me incorporé.
—No, no. Te equivocas, no es lo que estás pensando —dijo mirándome a los ojos desde abajo—. Te ofrezco un trabajo de verdad, y mi enamoramiento es solo mental, nada inconveniente, me encantaría tu alma (si existiera), para que me entiendas. Perdona si no me he expresado bien.
Le di otra oportunidad, o, más bien, me la di a mí misma, que necesitaba un trabajo igual que necesito el aire para no morir. Cogí la silla, la coloqué delante de él y me senté.
Adam dio un sorbo al vino, extendió su brazo derecho como mostrándome sus posesiones y dijo: Lola, te ofrezco trabajar aquí, con un contrato digno, con un sueldo suficiente, y dejándote el negocio como legado cuando yo muera. ¿Te interesa?
Lo miré con cara de pasa seca. Aquél viejo pálido que, entonces me di cuenta, acumulaba todo el polvo del local, y con los hombros del chaleco orlados por varios pececillos de plata que aparentaban ser galones de general, me estaba dejando su negocio sin conocerme de nada y sin hacerme una sola pregunta. Por supuesto no me creí nada, pero la necesidad, a veces, manda, y, por si detrás de aquello había realmente un trabajillo o algo, me quedé. En realidad Adam no era un peligro para una chica joven que practicaba taichi.
El librero, cogiendo las dos copas de vino, se levantó y dijo: «acompáñame, esta sala no es agradable, es la de los libros castigados». Miré los estantes un momento antes de salir de ella, todos los libros estaban con el lomo invertido, colocados boca abajo; llegué a leer algunos títulos: «El triángulo de las Bermudas», «El manto amarillo» (de Lobsang Rampa), Dan Brown (varios títulos), y cosas así, pero ni una mota de polvo; había decenas de cepillos de maquillaje, de esos gordos que se usan para darse maquillaje en la cara, repartidos por todos lados; y ni rastro de pececillos de plata por los suelos ni por las estanterías, era cómo si los tuviera adiestrados y vivieran con él. Perdón, sobre él.
—Pero —objeté— si busca un empleado ¿por qué no ha puesto un anuncio en alguna página de internet? —No se veía ningún ordenador a la vista— ¿o en un periódico?
Me miró a los ojos, los suyos brillaban pícaros, ya lo he hecho, dijo, y tengo una tablet, en el cajón. Tengo ochenta y tres años, pero nunca he sido un dinosaurio. He recibido setenta y dos currículos, y he atendido a dieciséis personas, la mayoría jóvenes. Ha sido un desastre, amén de un coñazo. El menos tonto quería aplicar técnicas de marketing online para liquidar el stock y poder modernizar el negocio con títulos actuales; uno quería venderme un proyecto de archivo informático que implementaría…,cuando escuché esa horrible palabra lo despedí con la excusa de que la plaza ya se había adjudicado. Varios vinieron previamente a conocer la librería, se hacían pasar por clientes y estaba claro que no entendían nada de nada, buscaban un orden alfabético y se desesperaban. Un tipo, creyendo que yo no lo veía, sacó varios títulos de una estantería y los colocó en un montón: total, pensaría, uno más no se notará. Todo para quedarse a gusto al encajar «Moby Dick» entre un texto del siglo XIX titulado «Medicina de las Pasiones» y «El garaje hermético» de Moebius. ¡Hay que ser estúpido, Moebius es el autor, no el título! Además, yo ordeno por estanterías, y con unas fichas muy cómodas que están ahí (señaló un secreter de madera de, al menos, mil años de antigüedad). Luego volvían el día de la entrevista y me proponían cosas extrañas: digitalizar los fondos (como si esto fuera un archivo histórico), o instalar sistemas de control y humedad de alta tecnología para evitar los hongos y las plagas. ¡Coño, pues, para que los libros no huelan, ya está el e-book! Una mujer, de unos treinta, cogió una primera edición de la «Anatomía patológica», de Ramón y Cajal, con dos dedos, como si le diera asco, no llegó a sentarse delante de mí.
Bebió de su copa, paladeando el añejo vino ácido como si le entusiasmara, ahora sé que su cerebro estaba manipulando sus sentidos, entonces pensé, mirando el entorno, que su lengua y su paladar, y su estómago, eran de aquel áspero papel secante de color rosado que se utilizó hasta bien entrados los años ochenta.
—Pues yo soy auxiliar de clínica —dije—, de libros no…
—Perdona, ¿puedes alcanzarme ese volumen de Balzac? —Señaló con el dedo un lugar en un estante alto, fui a coger la escalerilla de cuatro escalones y lo saqué de su lugar. Ya en el suelo, me pidió que lo abriera por la página ciento tres.
—No puedo, la ciento tres y la ciento cuatro están pegadas, habría que cortar con un cortaplumas, o una navaj…Pero es raro, no puede ser, estas dos páginas no deberían estar pegadas…
— ¿Ves como sabes de libros más de lo que crees? Te vi cuando entraste en la tienda, te observé. Respetas los libros, los miras con amor y con admiración, los tocas con cariño y los hueles, pasas sus páginas con respeto, como queriendo evitar que las letras y las palabras se puedan mover de sitio y cambiar el significado. Eres el tipo de persona que necesito, y que quiero que continúe con esta librería de viejo. Nunca serás millonaria, pero vivirás dignamente y, sobre todo, feliz. Te enseñaré el negocio, cómo es; y sus laberintos, que los tiene. Y sí, ese ejemplar es una rareza, las páginas impares se colocaron a la izquierda en lugar de a la derecha, que es lo normal. ¿Qué dices?
Adam murió hace dos meses, con la cabeza clara, y ciento dos años. Él lo achacaba a los pececillos de plata: Me comen lo viejo, me decía.