El caballero de la biblioteca

El anciano era un hombre enjuto, de rostro anguloso pero amable, con un cabello blanco en las sienes que enmarcaba una calvicie que se adivinaba juvenil. Vestía una camisa blanca con las mangas recogidas y un chaleco gris marengo con un bolsillo para alojar un lápiz y una goma de borrar, y otro donde descansar sus gafas sin montura. Lucía siempre una sonrisa cautivadora que adornaba apoyando una de las patillas de las gafas en la comisura de los labios. Hablaba poco y leía mucho.

Durante los cinco años que Mónica llevaba a cargo de la biblioteca nunca se le pasó por la cabeza preguntarle el nombre, era simplemente el encantador viejo de la mesa 13. La única mesa antigua que quedó tras la renovación. Una mesa de madera oscura, colocada en una esquina sin ventanas y alumbrada por una lámpara de luz blanca, el lugar más tranquilo de la biblioteca. Una mesa que probablemente nadie más había usado ya que el anciano llegaba nada más abrir el centro y se iba el último, a la hora del cierre. Día tras día, mes tras mes y año tras año, desde nadie recordaba cuándo. Mónica, como muchos, lo ponía en el bando de los sin techo, un raro mendigo que de día buscaba el refugio de la biblioteca como otros lo hacían con las iglesias o los parques, aunque la cuidada ropa despistaba. Otros lo colocaban en el equipo de los ancianos excéntricos, con una jubilación razonable, pero solos en la vida. Alguno estaba convencido, sin fundamento alguno, de que padecía el síndrome de Diógenes. Colocado allí, en su mesa, iluminado por la luz de la lámpara y rodeado de libros, era como una página en blanco en la que cualquiera escribía. Sus lecturas eran eclécticas, igual se estaba dos días machacando a Joyce como se rodeaba de un clásico, un cómic y un ruso, y pasaba el día saltando de uno a otro. Nunca dudaba a la hora de dirigirse a una estantería, ni consultaba el catálogo, parecía conocer el lugar exacto de cada uno de los tomos. El que no saliera ni a comer desde la mañana hasta el cierre apuntalaba la teoría de la indigencia, quizás comía y dormía en alguno de los múltiples albergues que han crecido con la crisis.

Era, sin duda, parte de la decoración del lugar, por eso cuando Mónica se dio cuenta de la realidad bien podía llevar muerto más de tres horas. La directora miró instintivamente el reloj, era la una. Se había quedado perfectamente sentado en la silla, con los antebrazos sobre la mesa y el dedo índice de la mano derecha señalando el inicio de «El ser en el umbral» un cuento corto de Lovecraft: «Es cierto que he atravesado con seis balas la cabeza de mi mejor amigo, pero…». Primero llegó la ambulancia, tras ellos la guardia urbana y dos periodistas locales que venían relamiéndose por un posible titular: «Cadáver en la biblioteca». La policía despejó el edificio, solo quedaron Mónica, como directora y testigo ocular, y un joven que dijo haber visto algo.  Tres horas después, cumplidos todos los protocolos se llevaron al anciano, que no llevaba ningún tipo de documentación. Sobre la mesa quedaron los libros, el lápiz y la goma de borrar y un folio con anotaciones. El anciano siempre hacía anotaciones en folios que traía por la mañana y que se volvía a llevar al atardecer. Mónica lo guardo todo en el cajón de su despacho.

La semana terminó movida, con varios grupos escolares el viernes y el grupo de lectura de la asociación de jubilados el sábado, que eran peores que los niños, pero el lunes a primera hora se acercó a la comisaría, Mónica libraba los lunes, y preguntó por el difunto.

—Pues muerto y bien muerto —dijo el sargento Garriga con su sutileza habitual—. Ahí abajo lo tenemos, en la nevera, hasta que sepamos quién coño es.

Visto que de la guardia urbana no podía sacar nada se fue al mercado, que, aunque los lunes es mal día, siempre encuentras viejos dispuestos a contar sus calamidades para pasar la mañana. Los asiduos de la biblioteca contaban que jamás lo habían visto callejeando y los demás ni siquiera sabían de quién se hablaba. A Mónica se le encendió una luz y cogió el camino de La Industrial, la masía okupa donde un grupo de jóvenes hacía actividades para el barrio a la vez que servía de vivienda a dos familias nigerianas. Si alguien conocía a todos los personajes excéntricos, peculiares, desarraigados y asociales de la ciudad,  esos eran ellos. Rita, malabarista y estudiante de magisterio, entrecerró los ojos como pensando, pero, aunque mantuvo la expresión un buen rato, acabó reconociendo que la descripción de aquel hombre no le sonaba de nada; entonces llegó Xavi, experto en artes marciales chinas, asiduo a la biblioteca y asiduo también a deambular de noche por el barrio no se sabe muy bien con qué fin. Por supuesto tía, dijo, el viejuco ese tan salao que lee todo el rato. Pues nunca lo he visto por la ciudad, solo en la biblio.

Una semana después el cadáver seguía en la morgue esperando filiación. Ni las huellas dactilares, ni el reparto de su fotografía por la Comunidad, nada le ponía nombre al anciano. Mónica se empeñó en conseguir resultados, se tomó el asunto como si fuera algo personal, y pidió a la empresa de seguridad que custodiaba la biblioteca que le dejara ver las grabaciones de las cámaras de la entrada, por si se le veía con alguien antes de entrar. Sería un trabajo fácil, solo las de las nueve a nueve y media de la mañana y las del cierre por la tarde. Tardó en conseguirlo cinco días porque tenía que autorizarlo un juez, y tardó en revisar las cintas cinco minutos porque enseguida se dio cuenta de que había algo muy raro. Y la policía ¿no había visto las grabaciones? ¿No les parecía aquello muy extraño?

El sargento Garriga arqueó las cejas y balbuceó un inseguro:…Pu, pues que se va por un lado y ya está. Mónica le hizo ver que la rampa que daba acceso a la biblioteca, al llegar a la puerta principal tenía una altura de dos metros y medio, y que era muy raro que un anciano como el muerto escalara ese lateral cada día de dios para entrar en el edificio y luego se tirara por el mismo lugar para salir. Y es que las grabaciones mostraban una rampa vacía y al anciano apareciendo tranquilamente por la derecha del encuadre.

–Bueno –dijo el sargento–. ¿Y eso adonde nos lleva? A ningún sitio –se preguntó y se respondió. Y el tema quedó cerrado para las instituciones.

Mónica se paró delante de la puerta de la biblioteca buscando algo en la pared de la fachada o en los laterales de la rampa. Nada era relevante, tan solo una mancha de humedad a la altura de su hombro, que bien podía deberse a la hiedra que empezaba a agarrase al muro. Tocó la mancha, el ladrillo estaba frio, pero nada más. Le vinieron a la mente varias películas de terror, entró decidida en la biblioteca, Agustín, ayúdame, le dijo al celador, y buscó qué parte del interior daba con aquella zona húmeda del muro. Eran los lavabos. Con un rollo de cuerda se puso a tomar medidas por aquí y por allá, ante la mirada atónita de los clientes que iban llegando. Se sentó frente a la mesa de su despacho y se puso a dibujar líneas con un lápiz y una regla. Es imposible, pensó, que el muro tenga tres metros de ancho en ese lado de la fachada y medio metro en el otro. Convencida de que había alguna sala escondida removió Roma con Santiago, consiguiendo que se le diera de lado y se le tomara por loca. Al año y medio claudicó, calló la boca y pidió plaza en una biblioteca de Ciudad Real. Al año se trasladó.

Adela tomó posesión de su nuevo despacho, la flamante directora de la biblioteca se sentó relajada en su sillón. A los pocos segundos un anciano enjuto llamó a la puerta.

—Perdón. Es usted la nueva —no era pregunta, era afirmación—. Ayer me dejé un papel, un lápiz y una goma aquí, creo que están en ese cajón.

Adela abrió el cajón, sacó la goma, el lápiz y el papel, y antes de dárselos al anciano vio lo que ponía en el folio.

—Necronomicón —Alzó la vista sonriendo al anciano—. Ese libro no existe.

—Ya. Me sentaré allí, en la mesa 13.

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