Maín Acivori, a pesar de su apellido, es una castellana dura que vive junto al mar y, a pesar de su diletante cultura del alcohol, no es mala gente.
Maín vive con unos gatos, un marido relativamente ausente, y aun así ama el mundo, a ratos sí y a ratos no, todo hay que decirlo.
Aquel día se venía el otoño con prisa pero con una temperatura excelente. Quedaba poco para el uno de noviembre, una festividad absurda pero que demandaba castañas. Mani compró medio kilo. Sacó dos huevos de la nevera, los puso sobre el mármol de la cocina para que templaran y se fue con su hermana a un chiringuito a tomar un par de copas de un blanco Ramón Bilbao, frío, y luego rematar con un gin-tonic.
La tortilla salió perfecta, efectos del vino, las castañas un poco quemadas, cosas de la ginebra. Los gatos celebraron que Maín se tumbara en el sofá, junto a ellos, con una cerveza bien fría. De repente le dio por pensar. Miró el plato con la tortilla y el cuenco con las castañas. ¿En que se parece un huevo a una castaña? Vamos a encontrar similitudes, le comentó a los gatos.
El huevo es redondo, como la castaña. Los dos vienen de un ser vivo. Es una similitud. Si rompes la cáscara, dentro está lo que vale, lo que nutre. Pues sí, parece que se parecen, concluyó. A ver en qué no se parecen, dijo a los gatos. Tras un rato pensando alzó la voz: ¡No se parecen en nada! Salvo esas tres cosas no tienen una mierda en común.
Mani se asomó al balcón y vio pasar a las gentes. Quizás por eso nos queremos, pensó, porque salvo tres chorradas no tenemos nada que ver los unos con los otros, tan solo nos complementamos. Simplemente nos necesitamos. Quizás por eso también nos odiamos, porque a veces ansiamos esas otras cosas del otro en las que no nos parecemos. Acarició a los gatos, miró a las estrellas, se abrazó a sí misma, volvió al sofá y se dejó llevar.
La tortilla le sentó muy bien. Con las castañas disfrutó como una loca. Luego se amodorró junto a sus gatos y tuvo un sueño obsceno. Que son los que hay que tener cuando se acerca un día señalado.