La Mujer tenía tres pequeños puertos seguros entre las columnas de Hércules y Constantinopla, lejos del trajín entre romanos, godos y bizantinos, que yo cambié años después dejando uno solo en un lugar al norte de la costa de Hispania, cerca de Tarraco. En uno de esos puertos tenía, en sus aposentos, un espejo ovalado de plomo y vidrio de medio cuerpo. Yo había visto espejos en Emerita Augusta, en el palacio de Sunna pero eran redondos y pequeños, para ver la cara. Su negocio era asaltar pueblos costeros, arrasar con todo, matar poco, solo si los había molestos y, si se terciaba, embestir naves bizantinas, godas, árabes o romanas, lo más rentable. Ahí sí que había mucho molesto y, claro, mucha sangre. Me acabó gustando y, además de los números y las letras, me hice herrero de la Mujer, las naves tienen mucha madera, pero también mucho hierro, y aficionado a degollar a los que les costaba morir a la primera. Al principio me dolía, pensaba en mi prima, mis tíos y madre, luego ya no. Al principio parecía una vida regalada, luego se reveló dura.
No, me decía la mujer agarrándome la muñeca, que hemos de regresar más adelante. Yo soltaba al hombre y me guardaba la faca. Si no era inevitable no había muertos en las aldeas, como mucho nos llevábamos alguna muchacha que le gustara. Los muertos y los muchachos, decía, en los barcos de Bizancio y Roma. ¿Cuántos somos ahora? Preguntó, Ocho mujeres y treinta y cuatro varones, más un muerto, una mujer y dos hombres enfermos, y dos heridos. Los heridos, dijo, ¿Cómo? Poca cosa, respondí, A los tres enfermos, ordenó, y al muerto dales tierra, encárgate tú. Eso me crujió, me quebró, lo hice, pero ya nunca más fui el mismo.
Mediada una primavera nos cruzamos con una nave de carga bizantina, no más de siete tripulantes. La Mujer ordenó lanzar las redes al agua, aflojar las velas y dejar el barco al pairo. Un pesquero con problemas. La nave viró hacia nosotros y nuestros otros dos barcos también. Así conseguí mi propia nave. Los tripulantes bizantinos dieron de comer a los peces, así que tuvimos que ir a por tripulación. La costa mediterránea de África era difícil, corría mucho dinero, y embarcarse no era una opción. Mujer, dije, vamos a la costa de Hispania, hay mucha miseria.
Con una tripulación de dos mujeres y siete hombres, todos godos menos una negra y un negro, como la Mujer, comencé mi aventura de asaltos. Eso era dinero, mucho dinero. Seguí llevando los papeles de la mujer y participando en sus orgías, pero tenía mucha libertad para elegir mis objetivos. Llevábamos más de un mes en puerto seguro, el del espejo, y nevaba. Las chimeneas quemaban madera como locas y las risas y bromas solo callaban entre pierna de cordero y lomo de cerdo. El vino corría como corrían las muchachas y los muchachos de la Mujer. Le dije, Cuando llegue la primavera quiero ir más allá de las columnas de Hércules, al gran mar. Toda esa costa ha de tener mucho que trabajar.
A la Mujer no le hizo mucha gracia, ella tenía su mundo confortable en el Mediterráneo y alguien le comentó que en el mar grande aparecían unos hombres enormes y de pelo claro que no se andaban con tonterías, eran todo muerte y saqueo. Yo, la verdad, solo los he visto una vez, y sí, habían masacrado una villa de la costa norte de Hispania, pero no se enfrentaron con nosotros. Para entonces yo tenía dos naves, la otra la capitaneaba Braulia, una muchacha huérfana que recogí con diez años en una aldea del norte aterida de frio. Comprendí que ellas leían mejor el cielo que los hombres, y eso era una ventaja en el mar. Braulia además tenía muy mala leche, y eso también era otra ventaja en el mar. Parece que eso disgustó a Servando. Servando llevaba años con la Mujer. Ya le jodió que me diera mando a mí, a un crío, pero cuando puse a Braulia a gobernar una nave se volvió loco. Vino a verme, me insultó y quiso agredirme. Con unas copas de vino lo suavicé y razoné con él. Lo que pasó al mes y medio, cuando tras saquear una pequeña villa griega en la que Servando dejó diez muertos a cuchillo, tres eran niñas de la edad de mi prima, y luego se encaró con Braulia por afearle la conducta, no le sentó bien. Yo diría que Servando quería morir, así que lo morí rajándole las tripas. Esa noche Braulia y yo no follamos, la dedicamos a pedir disculpas a los habitantes del pueblo. No lo he vuelto a hacer, no les sienta bien.
Manejar aquella flota no parecía difícil, pero lo era. Las tripulaciones deseaban saquear cualquier aldea, sin tener en cuenta los asesinatos. Era mucho más cómodo que enfrentarse con tripulaciones bizantinas, romanas o árabes. A esas alturas nadie tenía arraigo en tierra, les daba todo igual mientras hubiera beneficio rápido. Afortunadamente yo ya no era un crío, si no estaría muerto.
Un amanecer gris Braulia se subió a mi puente. Hay rumores, dijo. Llegó en el bote vestida con faldas y oliendo a perfume, me reí y ella me escupió, muy suyo. Somos cuatro gatos, dijo, pero lo de Servando no ha sentado bien. Algunos, y sí sé quiénes son, quieren coger las riendas de mi nave y de la de Joan. Joan era el capitán del tercer barco, teníamos desde hace poco un tercer barco, hombre mayor, de unos cuarenta años, y fiel a la Mujer hasta la muerte.