Víctor acababa de celebrar su octavo cumpleaños, estaba cansado, con la cabeza revuelta de regalos, y la tripa llena de velas encendidas y naranjada. ¿O era de pastel y Cola? Se despedía de la abuela, de los primos, de los tíos y de Sultán a base de besos y bostezos. Sultán era el perro de su tío, y le dio un lametón en la mejilla, y otro en el libro que Víctor agarraba con fuerza, el primer libro que le regalaban.
Papá, rogó, quiero irme a la cama. Lucía, su hermana mayor, se rio de él, le dio otras ocho collejas, e intentó quitarle el libro que Víctor aferraba, ganándose una patada en la espinilla. Antes de que la guerra subiera de tono, su madre los separó y se llevó a Víctor a lavarse los dientes. Ya en pijama y limpio, Víctor besó a su madre, a su padre y a su herma…Bueno, a ella casi le muerde una oreja, y se quedó solo en su habitación, sentado en la cama y mirando la librería, llena de juguetes y con un estante con trece cuentos que apenas había ojeado. Cogió el libro, leyó el título: “Floro, el pastor valiente.”, y tras pasar las páginas rápidamente, y comprobar que tenía ilustraciones, lo colocó junto a los cuentos. Se metió en la cama y se durmió.
Levantó un ojo con desgana, algo le incomodaba, como unos golpecitos en sus piernas. No sabía que hora era, le pareció que hacía mucho rato que se había dormido, se rascó las piernas por debajo de la sábana y se dio media vuelta. Ahora los golpecitos seguían en su culo, alargó la mano y encendió la luz, el salto que dio fue de campeonato, allí, sobre la colcha había un hombrecillo diminuto de vivos colores que abría y cerraba la boca como si estuviera loco. ¡Cáspita! dijo. Bueno, no, eso era antiguamente. ¡Joder! dijo, porque hoy en día, a los ocho años, ya se tiene un amplio vocabulario, si es el pastorcillo del cuento. Convencido de que era un sueño quiso coger al pastor minúsculo, y lo que recibió fue un fuerte golpe en la uña del dedo índice dado con la vara de madera que llevaba el pastor en la mano. Convencido de estar despierto, a Víctor no le quedó otra que asustarse, quiso saltar de la cama para salir de su habitación, pero un gigantesco murmullo debajo de la cama lo dejó paralizado. Era como si infinitos recortes de papel entrelazados giraran sobre si mismos dando vueltas y vueltas. El pastor, muy cerca de la cara de Víctor, no dejaba de abrir y cerrar la boca sin emitir sonido alguno.
De repente el pastor cerró la boca, levantó el bastón como si fuera una batuta y comenzó a moverlo como si dirigiera una orquesta. El ruido que salía de debajo de la cama cesó, y un leve run-run parecía desplazarse por el suelo. Víctor, aunque asustado, no pudo evitar asomarse a mirar que ocurría allá abajo. Abrió los ojos como platos y se agarró con fuerza al colchón. Tres ovejas de papel dirigían un desfile que iba asomando de debajo de la cama. El pastor saltó del colchón al suelo y se puso al frente a dirigir esa orquesta muda. Tras las ovejas venía un conejo, una tortuga y un gigante pequeño verde, luego un elefante, dos niños rosas, dos leones, un cuervo, tres enanos, dos serpientes y cuatro ardillas, y más y más y más. A medida que avanzaban por la habitación se ponían a flotar alocadamente por el aire al ritmo de algún tipo de música que Víctor no escuchaba. El pastor movía el bastón cada vez a más velocidad, creando remolinos en el aire por los que se lanzaban, como si fueran toboganes, dragones, brujas, unicornios, elfos, hadas, caballos rojos, sirenas y de todo, porque de la cama seguía saliendo de todo. Víctor, de repente, se dio cuenta de que conocía a varios de esos seres de papel, estaban en sus cuentos, esos cuentos que le daba pereza leer. Cogiendo todo el valor que pudo, saltó de la cama y, abriéndose paso entre la nube de dibujos bailones, llegó a su estantería y cogió un cuento, lo abrió y…No, donde tendrían que estar las ilustraciones no había nada, solo un hueco en blanco. Los dibujos habían huido y estaban riéndose de él bailando por la habitación, además, habían invitado a todos los personajes de cuento del mundo.
Víctor no sabía que hacer, si llamar a papá y a mamá o llamar a su hermana. Ninguna de las dos opciones le parecían razonables; papá y mamá le ayudarían, pero después se enfadarían con él por despertarles a mitad de la noche y le echarían la culpa por provocar a los personajes de los cuentos. ¡Si los hubieras leído! Veía claramente la cara de su madre voceando con cara de ogro. Su hermana quedaba descartada, era peligrosa, le enviaría a la mierda, se reiría de él y le prepararía un año de burlas y pitorreo. Confuso, vio como uno de los tres cerditos se acercaba a su nariz, cogió el cuento lo abrió y emparedó al cerdito entre dos páginas. Pensando que a lo mejor le había hecho daño, abrió el cuento y el cerdito estaba allí, impreso en el papel como recién salido de la imprenta.
Víctor vio la luz. Cogió los cuentos y el libro del pastorcillo minúsculo, y empezó a emparedar todo dibujo que se movía, tardó bastante rato, pero, con una sonrisa gigantesca, vio como todos los personajes desaparecieron de la habitación, los tenía a todos atrapados en los papeles. Se sentó, relajado, en el borde de la cama y, mientras los ojos se le iban cerrando murmuraba: Mañana empiezo a leer los cuentos…y el libro también…de verdad que empiezo…de verdad de la buena…