La colección de bastones

Cada uno tiene sus aficiones. Una de las mías fue, hasta que me jodí la muñeca, tallar a navaja un bastón de olivo o de chopo, bien seco, a razón de uno al año, en verano. Ahí están todos juntos, en el salón, junto a otros bastones sin tallar que me regalaron. Faltan bastantes, esa manía de regalar que tengo. ¿A qué viene esto? Esto viene por Ambrosio.

Está entrando la primavera, hace un día precioso y, tras comprar unas acuarelas, me he sentado en una terraza a leer un rato. Tres mesas más allá está Ambrosio, más mayor, más dejado, pero Ambrosio. Por supuesto que no le he dicho nada. Llamarse Ambrosio a principio de los ochenta y tener veinte años era tan excéntrico como hoy en día, pero al venir de lejos, es canario, pues bueno, quedaba exótico.

Durante aquellos años universitarios yo vivía en casa de mis padres con anexo liberador. El anexo liberador estaba a unos cien metros de la casa de mis padres, en la calle Santa Amelia de Barcelona. Se trataba de un piso de estudiantes capitaneado por Candela, canaria, amiga y compañera de carrera, y otra canaria muy alta, una vizcaína, una donostiarra y una palentina. Por aquella casa pasaba todo el mundo, aunque yo era el único que disponía de metros cuadrados propios, cinco metros cuadrados para mi caballete, mis óleos y mis cosas de pintar.

Candela se encaprichó de Ambrosio. Sí, porque lo de Candela eran caprichos. En este caso quizás influyó que fuera canario, mono, estudiante de medicina y practicara, como ella, Palo canario. El Palo canario es una especie de esgrima originaria de las islas canarias, de los aborígenes, en el que dos contrincantes se enfrentan armados con un palo de unos ciento treinta y cinco centímetros; es una mezcla entre lucha y danza ritual. Esto viene a cuento de mi colección de bastones. Yo tengo un palo canario, uno que en los ochenta fue muy buscado, por ser casi perfecto, sin nudos, ni heridas, liso y reluciente, y por haber pertenecido a uno de los grandes maestros de palo, un hombre mayor con una pierna amputada. Alguien se lo robó.

Un mes y pico después del 23 de febrero de 1981 y a eso de las dos de la madrugada, Candela, bien contenta, regresaba a casa, las demás aún continuaban de rondas por la ciudad. Quisiera explicar que Candela es un amor de persona, se hace querer solo con sonreír un poco, pero si se tuerce tiene muy mala hostia, muy mala. Cuando vio a Ambrosio en su cama con dos chicas desconocidas, se quedo seria y tiesa bajo el marco de la puerta. Cuando Ambrosio, incorporándose, preguntó: ¿Ah, pero ya estás aquí? Estalló el fin del mundo. Y yo tengo el palo.

Ambrosio no volvió a pisar la casa, tampoco el barrio, y lo más raro, no volvió a la universidad. Mientras yo pintaba una maternidad de esas raras, de las mías, Candela se acercó con dos palos, el suyo y el que ahora tengo yo. Mira, dijo, Este palo es uno de los palos más perfectos que hay, además ha pertenecido a uno de los grandes maestros de palo. Ambrosio lo robó, y yo, gilipollas de mí, no dije nada, ¡lo que hace el enchochamiento! Llévatelo, que a ti te gustan los palos. No creo que ese gilipollas vuelva por aquí y no me lo llevaré a las islas para que otro lo robe.

En la primavera de 1983 el ejército se percató de que mi espíritu militar no daba para alférez de milicias universitarias, pero que como sargento igual daba el pego, creo que hay un oxímoron que habla sobre ese tipo de deducciones, inteligencia…no sé qué, así que pedí destino. Para pasar seis meses cobrando un sueldo por no hacer nada útil, lo mejor es tu casa, así que pedí, como primera opción el CIR número 9, Cáceres, como segunda y tercera también el CIR número 9, seguro de que ni las mirarían y de que nadie quería ese destino. Acerté.

Volviendo a los palos, el ambiente en el CIR era tan relajado y distendido que logré trabajar tres bastones en los ratos muertos. La vida discurría extraña en aquel entorno. El coronel había estado involucrado en el 23 de febrero, uno de los comandantes era del PSOE, durante las guardias, de noche, el cuerpo de guardia quedaba vacío porque el oficial de guardia y el resto cogían los jeep, unos focos potentes, cambiaban los CETME por escopetas paralelas y salían a conejos por la dehesa; de las cocinas, además del tufo de las comidas, salían las notas de Al alba de Aute; una noche de otoño, durante la retreta, con todos los reclutas en formación, un cabo furriel y un cabo tomatero, Aitor Arrizabalaga uno, el otro poco más o menos pero no recuerdo, lograron que la música de antes de romper filas fuera el Eusko Gudariak. En fin, esto viene a cuento por lo de la cena de bienvenida del comandante, las cervezas por Cáceres con el brigada y la copa de despedida con el teniente coronel que no había sido teniente coronel hasta la copa.

Unos años más tarde volví a ver a Ambrosio, ninguna de las tres veces me reconoció. La primera vez fue en las fiestas mayores de Cornellá, una chica se acercó a nuestra mesa seguida por un chico, era amiga de una amiga nuestra, éramos un buen grupo y la pareja se sentó en la otra punta, pero se trataba de Ambrosio, sin duda, estaba, dijo, terminando el doctorado en Geografía e Historia. Luego, una mañana que yo había quedado con dos cirujanos del Hospital de Sant Boi por temas de trabajo, apareció en el ante quirófano con un carro de catéteres, era celador, pero era Ambrosio. La última vez fue en el ayuntamiento de Tarragona, iba con una bata azul y se encargaba de poner al día unos legajos viejos del archivo de la ciudad.

La cena de bienvenida en el cuartel fue divertida y distendida, el comandante era un cachondo, y transcurrió entre risas y presentaciones, algunos de los sargentos y alféreces habían coincidido en las academias, incluso unos pocos eran compañeros de carrera, yo no conocía a nadie. A punto de llegar a los postres, el comandante se dirigió a un sargento, un chaval cordobés licenciado en derecho, y cuando ya tenía la atención de todos los comensales le espetó, con una sonrisa, ¿Todo bien por el Partido comunista de Córdoba? El hombre se quedó pálido, pero eso fue todo. Al terminar la jornada, a eso de la una y media, nos recogía un autobús militar que nos llevaba a Cáceres. Nos desembarcaba en el cuartel de la ciudad, donde tenía su vivienda el coronel. Allí empezaba mi ruta del rosario, de tasca en tasca, caña y pincho, caña y pincho, hasta la plaza de la Concepción. El brigada de armamento tenía la misma ruta, así que hicimos migas, era un tipo simpático al que le gustaba el buceo. La copa de despedida, con todos vestidos de gala, fue diferente, rara. El brigada se acercó a saludarme y a desearme suerte en mi vida civil, estaba muy elegante con los galones de teniente coronel y un montón de cosas colgadas del pecho. Entrada la tarde y con el alcohol suficiente, el brigada no brigada, que se llamaba Teniente coronel Camacho, ¿O no? Me explicó mi vida y alguna más.

El 23 de febrero estabas en la calle Santa Amelia, ¿verdad?, del 81, claro. La chica de Palencia se fue a Terrassa, con ese amigo vuestro del PSC, a esconder archivos ¿A que sí? La de Guipúzcoa bajó a las Ramblas a recoger a su novio en el frontón y salieron para Francia ¿Llegaron bien? Tu te fuiste a casa a las cuatro de la madrugada, y eso que a las siete tenías que ir al cuartel de Lepanto para hacer las pruebas físicas para las milicias universitarias.

No he vuelto a ver a Ambrosio hasta hoy. Debe de haber muchos Ambrosios sueltos, en fin, voy a revisar mi colección de navajas y llamaré al pueblo para que me corten un buen mamón de olivo con porra. Hay que añadir otro palo.

 

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