ARDELCAMINO DEL MONTE
Yo, Evaristo Plasencia, a pleno sol desde lo más alto de los Canchos, observaba a través del telescopio de tierra cómo el capitán Montoya se enfrentaba a la peor tormenta de los últimos diez años. Con la vela mayor de La Galápaga, su viejo velero, rizada, lloviéndole a jarros y sujetando la rueda del timón con todas las fuerzas que tenía, aproaba las enormes olas maldiciendo esa costumbre, tan suya, de cobrarle al pasaje finalizada la ruta. El grupo de turistas estaba abandonando la nave para refugiarse en las seguras profundidades del pantano; ocho carpas royal, diecisiete tencas, tres barbos, una familia de cangrejos americanos y hasta una pareja de los casi extintos mejillones de río. Un buen grupo de practicantes de supramarinismo que no le dejarían ni un céntimo de beneficio. Y eso si no zozobraba o embarrancaba.
Unos quince metros por debajo de mí, en sus reposaderos, los cuarenta buitres de la colonia discutían sobre la conveniencia o no de acometer acciones violentas para convencer a todos los animales díscolos de Ardelcamino del Monte, especialmente a los humanos, de que abrazaran la fe vegana. Incluso a las plantas, si alguna osara declararse carnívora, propuso el más joven.
— ¡Papá, papá, despierta! — gritó Borja—. ¿Quieres hacer buenas fotos? Ahí detrás, en la Mancha del alcornocal hay un zorro muerto; los cuervos y los milanos ya han llegado, y en el horizonte ya se ven venir los buitres.
La Mancha es un claro en el bosque cuyo oficio es servir de reposo al corcho recién sacado antes de ser cargado en los camiones, una tarea que desempeña con eficacia en época de saca, cada nueve o diez años. Todo un ejemplo para el frenético ritmo de vida que nos traemos los humanos. Me había quedado traspuesto bajo el cañizo del bar a eso de las diez de la mañana, la noche anterior no había descansado bien. A pesar de llevar ya seis meses viviendo en Ardelcamino del Monte, aún no comprendía cómo era posible que los buitres fueran los únicos capaces de estar en los dos sitios a la vez, en sueño y en vigilia al mismo tiempo, algo imposible incluso para la yeguada de la Umbría.
Mi hijo Borja y yo nos habíamos acabado enamorando del lugar y, la verdad, Ardelcamino del Monte tiene sus cosas, pero es un gran sitio. La villa, que no pueblo (Y los vecinos, para que quedara claro, habían plantado en medio de la plaza mayor la antigua picota de granito, donde siglos atrás se ponían a secar al sol las cabezas de los que habían sido juzgados y ajusticiados.), está situada junto a un paso natural cortado a tajo en la sierra del Lagarto, en la falda norte de la cordillera Oretana, al que llaman El Portillo, lugar de idílicas primaveras, mágicos otoños, lentos inviernos y pesados veranos.
Cogí mi equipo de fotografía y subí hasta la Mancha, agazapándome tras una retama. Poca presa, el zorro, para tanto comensal. Los cuervos ya habían abierto vía entre las carnes blandas del cadáver y los milanos picoteaban aquí y allá. Los buitres, se puede decir, llegaron para las fotos y poco más. Buenas fotos, eso sí. Con los estrictos controles de sanidad y la merma de la cabaña ganadera era raro encontrar vacas y ovejas muertas y abandonadas. Quizá por eso, en el sueño, los buitres se habían vuelto veganos y hacían lobby, pensé.
Divorciado por tercera vez y a cargo de Borja, un hijo de veinte años sin oficio ni beneficio al que ni su madre quería mantener, yo había sido un escritor reconocido veintidós años atrás, y luego escribidor mercenario. Una noche tonta, de esas de gin-tonic solitario e Internet, se me ocurrió que era necesario viajar con mi hijo, sin rumbo, a lo tonto; una última oportunidad de profundizar en nuestras almas antes de que Borja levantara el vuelo, recorrer las venas de asfalto de este país eligiendo al azar una u otra carretera comarcal. ¡Cuánto daño ha hecho el cine americano! Y así llegamos un amanecer a Ardelcamino del Monte con la intención de desayunar en el bar de la plaza. Tras limpiarme las comisuras de los labios, violadas por una gruesa porra recién hecha e inundada de café con leche, levanté la vista y vi el cartel: «Ayuntamiento de Ardelcamino del Monte: Contrato de arriendo de la gestión de la piscina municipal y el bar colindante. Interesados dirigirse a “Plaza Mayor nº 1” y preguntar por el señor alcalde». Creí que el bar y la piscina municipales de un pueblo perdido en medio del campo serían los catalizadores ideales para enderezar a un muchacho en posesión de un grado medio en hostelería y un título oficial de socorrista. Todo el ahorro que tenía fue absorbido por el ayuntamiento en una subasta delirante donde yo era el único licitador, y a la vez varios, a cambio de una nebulosa de posibilidades y beneficios. A saber: Un tercio de la recaudación de la piscina municipal durante los tres meses de apertura y el cien por cien de los beneficios del bar, abierto durante todo el año. Una bicoca. Cuando, ya instalado en la villa, comprendí que con una población fija de doscientas trece almas y otra estacional inexistente, los números salían, pero salían gritando, solo me quedó poner una sonrisa y agarrarme los huevos.
Sin embargo, la vida en ocasiones perdona, y superamos la primera temporada de piscina con un aprobado; justo, pero suficiente para darnos cuenta de que la nueva vida tenía más ventajas que inconvenientes.
Borja, en bañador a pesar de estar a mediados de octubre, lucía su imponente cuerpo esperando la furgoneta del pedido, que es lo mismo que decir que esperaba la llegada de la Cabrera.
Regresé de la Mancha satisfecho con las fotos y meditando sobre posibles argumentos para una novela (ambición y asesinato en un entorno de ejecutivos corruptos y cosas así).
—Cuando te cojas una pulmonía —advertí a Borja— no digas que no te avisé. Por cierto, en el sueño el capitán Montoya ha sufrido una tormenta espantosa que, a lo mejor, le ha llevado a la muerte. ¡Qué temporal tan terrorífico!
El ruido de la camioneta de reparto nos puso sobre aviso, llegaba el pedido. La Cabrera bajó del vehículo y abrió el portón trasero.
— ¡Hala, a descargar! —dijo la chica, más preocupada por su tablet que por los arrendatarios del bar y la piscina.
Borja se acercó a firmar el albarán y, marcando abdominales, preguntó qué era eso tan interesante que estaba leyendo la chica.
—Son esos pesados de Berkeley, empeñados en darme trabajo allí.
— ¿Bercly? ¿Es una granja de cabras? —preguntó Borja.
— ¡Vete a la mierda, estúpido ignorante! —respondió la Cabrera.
Borja firmó el albarán y se dio la vuelta sin comprender la respuesta de la muchacha. En ese momento la Cabrera fijó la mirada en el culo perfecto de Borja y no la apartó hasta que la camioneta puso el morro en sentido contrario. La chica, una guapa pelirroja de veintiún años, tras acabar de manera prematura y brillante un doctorado en Micropaleontología en la Universidad de Berkeley, California, con diecisiete años, volvió un buen día a su pueblo para continuar con la tradición familiar, el pastoreo de cabras y el reparto de víveres a domicilio.
—Papá, que parezca que no me hace ni puto caso ya sé que parece una mala señal, pero ¿podría ser buena? —Preguntó Borja mientras se ponía el uniforme negro de chef de alto copete.
—Bueno…podría ser. Ya se verá —respondí sin tener clara la pregunta. Era una respuesta que no comprometía, y que suelo aplicar tanto a la meteorología como a la política o a la física cuántica.