Aprovechando un tiempo horroroso, una baja laboral de tres días y un malestar general molestísimo, me abrigo bien, pongo la bomba de calor y, cuando no estoy en la cama, me asomo a las ventanas. Mi casa tiene muchas ventanas, amplias, que dan a la calle.
Con el termómetro puesto y afortunadamente empeñado en mantenerme en 35,5 grados, desde el sarampión que sufrí durante un mes a los siete años de edad, jamás he tenido fiebre, me asomo a la ventana y me fijo en ella. Por deformación profesional soy de fijarme. Nunca la había visto.
Bajo la lluvia, cubierta con un plástico, empujando un carro de supermercado, y revolviendo en los contenedores mientras le hablaba o cantaba, no lo sé bien, a un niño de unos cinco años cubierto por un paraguas roto. Nunca la había visto. Por profesión conozco al noventa por cien de los excluidos en mi ciudad.
No tiene más de cuarenta años. El segundo día de mi baja laboral volvió a aparecer. Estuve seguro, le cantaba una nana al crío. Se mueve mal en los contenedores, no tiene práctica, a su crío lo adora, el pakistaní que hay al lado de la farmacia le da una bolsa de patatas fritas y ella y el niño sonríen. Su ropa no está muy ajada y es de calidad.
El tercer día ya me encuentro mejor. Ella vuelve a aparecer. No quiero especular, no lleva a ningún lado. Es media mañana. Veo venir a Paco, vive con su mujer y sus tres hijos en el décimo tercera, con su maltrecha bicicleta y las bolsas de comida que le han dado en una parroquia. Vuelve a llover. En nada estaremos todos allí abajo.