Manuela

Se ha venido el frío sin avisar siquiera. Arriba un manto gris oscuro nos envuelve y llora lágrimas heladas. Desde mi ventana disfruto de ese espectáculo al calor del hogar, merendando pan con tomate y jamón acompañados de una reconfortante copa de tinto. En la calle ni un alma, solo esa tortuga gigante y multicolor, esos paraguas prietos del equipo juvenil de voleibol que van a entrenar al polideportivo. Algún coche despistado abre las aguas de los charcos del asfalto. Bajo el dosel de la entrada de un edificio cercano, al abrigo de la lluvia, he visto una maleta roja, de esas rígidas, con ruedas, y unas manos que contaban monedas, las mismas monedas una y otra vez.

Hace tres semanas, antes de que se viniera el frío, estuve en el centro médico de urgencias por una tontería molesta. Tal y como está el asunto pasé cuatro horas sentado junto a muchos otros clientes. Mujeres mayores con cojeras, niños con fiebre acompañados de sus progenitores, hombres de edad avanzada con patologías diferentes, jóvenes de vete a saber qué, y una mala leche general por lo precario de la atención. Lo normal. Entonces apareció un técnico de ambulancia con la maleta roja y un bolso negro. Metros más atrás otro técnico empujaba una silla de ruedas en la que una señora con capucha hasta las cejas gritaba que no quería entrar por el pasillo de urgencias, que se quería quedar en la sala. Manuela, le decía el técnico, que estarás mejor en la salita. Y una puta mierda, respondía, cabrón, no me metas ahí. Tras unos minutos tensos dejaron a Manuela con su maleta roja y su bolso negro en la sala. Manuela, rodeada de su mundo, una maleta roja y un bolso negro, metió la mano en el bolsillo y se puso a contar monedas. Al cabo de media hora alzó la voz pidiendo que alguien le dejara dos euros para sacar una bebida y un bocadillo de la máquina expendedora. Unas chicas jóvenes le sacaron lo que ella quería. Manuela sonrió, me llamaron por el altavoz y ya no he sabido nada de Manuela hasta hoy, que he visto su maleta roja, su universo, bajo el dosel del edificio.

Cuando la lluvia se ha hecho sirimiri Manuela ha guardado las monedas en el bolsillo, se ha colgado el bolso negro de su hombro, ha agarrado el asa de la maleta y, a la poca velocidad que da su cuerpo, ha abandonado el portal del edificio en dirección del bar de la esquina. Manuela ha sacado sus monedas del bolsillo y se las ha enseñado a Onofre, el propietario, que ha negado con la cabeza. Manuela no se queja, ya no le deben quedar quejas, y se queda allí, bajo el dosel del bar, a esperar que amaine. Un coche de la guardia urbana se para delante del bar, me temo lo peor. Salen dos agentes, hablan con Manuela, entran en el bar y salen con un café y un bocadillo. Le dicen algo a Manuela, pero ella dice que no. Imagino que le pueden haber propuesto llevarla a una casa de acogida o a algún sitio parecido.

Manuela aparenta una edad. A ojo de buen cubero la puedes situar entre los treinta y muchos y los setenta, que es una horquilla muy de horquilla. Es una mujer gastada por la vida y gastada por sí misma, que arrastra su memoria en una maleta de ruedas de color rojo y guarda sus pecados en un bolso negro. A Manuela se le escapa que los pecados no son solo suyos y que la memoria engaña. Me han dado ganas de abrigarla, de darle ayuda, que remedio y buena gente hay, pero sé que ya está fuera de tono, que no aceptará nada, que su carril es otro. Que este invierno le sea leve.

 

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