Toc, toc, toc, toc… Las cinco de la mañana y caminando por casa con tacones. Esa es la hija mayor, dije, No, se han ido y está alquilado, dijo ella. ¿Quiénes son? Pregunté, Ni idea, respondió. Costó conciliar el sueño de nuevo, ya era una semana con el toc, toc toc, toc… Mañana voy y le comento a quién viva, susurré.
Me abrió un hombre bajo y grueso que calzaba una sonrisa importante, eran las ocho de la mañana. Me imaginé a un extranjero, cosas de los prejuicios, pero este era de aquí, gallego que no lo podía ocultar, de unos cuarenta años. Oiga, dije, Es que alguien parece que camina con tacones en su casa a las cinco de la mañana y, claro, nos desvelan y nos rompen el sueño.
Mire, dijo el señor, mi casa es mi casa, y si a mí pareja le apetece ir con tacones a las cinco de la mañana, estamos en nuestro derecho. Va el tipo y me cierra la puerta en las narices. Tuve una semana de vacaciones y me interesé por el piso de los tacones. Era un coñazo cada madrugada.
El señor salía cada mañana a las siete menos cuarto y regresaba sobre las ocho de la tarde en unas condiciones que podríamos definir como muy mejorables. Una mujer alta, joven y bella, bajaba con dos niños a las ocho y media de la mañana, los llevaba al colegio, hacía la compra y regresaba a casa. La mujer no hablaba con nadie y ya no volvía a salir hasta el día siguiente.
Como esto no es un cuento de Navidad, os dejo a vuestro albur el resto de la historia.