Los sábados no abrimos el bar hasta las doce, cuando los vecinos empiezan la ronda de vinos y pinchos entre los dos bares del pueblo. Borja, al principio, decidió modernizar los hábitos culinarios de los montaraces (gentilicio de los naturales de Ardelcamino del Monte), e intentó sustituir los morros fritos, el magro adobado y las mollejas de pollo en salsa por especialidades más civilizadas. Casi le cuesta una paliza. Con el tiempo logró introducir las mollejas de pollo con una reducción de remolacha y aceite de curry, quedando bien claro que ese era el límite.
Unos vellones blancos empezaron a manchar el cielo por el oeste y, con una temperatura tan alta, se podía adivinar una tarde de tormenta. El primer cliente en llegar fue el capitán Arístides Montoya, montado en el pequeño ciclomotor con el que recorre los once kilómetros que separan los Canchos, donde tiene fondeado su velero, del pueblo. Pidió un azumbre de cerveza, le gusta decir palabras de poco uso o de jerga marinera. Barrigón y socarrón, el capitán es un buen hombre, jubilado de la marina, fue capitán de un crucero para turistas en el Mediterráneo, recaló en el pueblo acompañado de un velero de doce metros de eslora que ancló en un ramal del pantano de Aljafa.
—Capitán —le dije—, esta mañana te las has tenido tiesas con la mar. ¿Al final te has salvado?
— ¡Vaya! ¿También tú te has echado una cabezadita fuera de horas? —respondió el capitán Montoya riendo—. Sobreviví, pero por poco: no vuelvo a llevar a un grupo de turistas al Cabo de Hornos, se han tirado todos al agua sin pagar, presas del pánico. ¿Tú que hacías? ¿Mirando, como siempre?
—Sí, claro. Buscando inspiraciones —respondí mientras le servía la enorme jarra de cerveza.
Al poco rato aparecieron por la cuesta el alcalde y su mujer, seguidos por Claudia, la maestra, y Remedios Cano, la del comercio.
Remedios, o la Reme, no soltaba el móvil, tecleaba como una posesa y se reía ella sola, Claudia pidió un vino de pitarra para ella, una caña para Remedios y unos morros fritos. Se acercó a Borja y le dijo en un susurro: «Hace varias noches que no te veo por el otro lado».
Borja, sonrojado, se dio la vuelta y fue a la cocina. Claudia, la maestra, en el otro sitio regenta «La Brisa Roja», un burdel muy elegante con unas normas peculiares. Ella lo achacaba a su apellido, Zorrilla, Claudia Zorrilla. En «La Brisa Roja» los hombres pagaban grandes cantidades de dinero para exhibirse en una pasarela, ligeros de ropa, confiando en que alguna de las mujeres que tomaban copas, observándolos, los eligieran.
Anselmo Vegas, el alcalde, se enzarzó con el Cabrero, padre de la Cabrera, en la eterna discusión, jamás resuelta, de los vecinos de Ardelcamino del Monte.
—Pues yo te digo que lo del otro sitio es por culpa del viento solano cuando sopla desde el Risco Negro —decía alterado el alcalde—. Así lo ha creído siempre mi familia, y muchas otras.
—Tonterías —respondió el Cabrero—. De toda la vida de Dios se conoce que es por culpa de la cantidad de hierro que baja el agua del manantial.
Hablaban del sitio común que compartimos todos los habitantes de Ardelcamino del Monte al dormirnos. Un mundo donde los sueños de unos y de otros se entrecruzan e interactúan y que, al despertar, todos recordamos perfectamente. Un fenómeno que se produce exclusivamente dentro de los límites del término municipal y que, tras ciento setenta y cuatro años de ninguneo por parte de las autoridades políticas y científicas, se asume como normal. ¿Raro? Sí, pero al poco te acostumbras.
—Pero… —intervine— ¿Por qué los buitres pueden estar a la vez en vigilia y en sueño?
— ¡Eso! — Dijo Elena, la mujer del alcalde, masticando un trozo de tortilla—. ¿Por qué? Hace unos días, sabiendo yo que, a las cuatro de la tarde, en la dehesa del Sapo, la colonia estaba dando cuenta de un cochino muerto, me tomé un Diazepam y escalé los Canchos desde la orilla del pantano; no se les veía en los reposaderos y pensé que sería posible averiguar algo sobre esas intenciones de someternos a todos a la fe vegana durante el sueño. Fue imposible, estaban todos allí, metidos bajo la Gran Grieta. Tuve que emplearme a fondo. Al viejo buitre gris le corté el cuello hasta tres veces mientras los demás se meaban de risa en mis narices.
Elena, la mujer del alcalde, es la farmacéutica de Ardelcamino del Monte durante la vigilia, pero durante el sueño suele ser, además de clienta ocasional en «La Brisa Roja», Xena la princesa guerrera y tiene abiertas varias cruzadas justicieras. En algunas ocasiones le acompaña El Cabrero con dos espadas y una ballesta; casi siempre cuando se cansa de amasar dinero como bróker en el ático de Nueva York.
Borja y yo tardamos cinco días en cruzar esa línea que separa el sueño privado del sueño compartido (es lo que suele tardar todo el mundo) y, la verdad, nos entró pánico. Necesitamos cuatro días más, guiados por la maestra y La Cabrera, para comprender. El primer día es el peor. Yo, la primera noche en el pueblo, soñé que exploraba un nuevo mundo, buscando el mejor lugar para poder observarlo a vista de águila y encontrar inspiraciones para unos cuantos textos de premio Nobel, encontré los Canchos, mi sitio, y vi a los buitres planeando majestuosos sobre el pantano, justo en la vertical de un viejo velero de madera. No pude evitarlo, abrí los brazos y salté, imitando el suave planeo de los buitres; vuelta tras vuelta y metro tras metro, sintiendo el aire en la cara, fui descendiendo hasta aterrizar en la cubierta del velero. Un hombre vestido de marino decimonónico me saludó sin extrañarse y me ofreció un montadito de chorizo y un revólver para disparar contra los buitres. Al día siguiente, a primera hora, fui a la tahona, a por pan, y claro, cuándo se me acercó aquella vecina y me dijo: «Muchacho, aún ha de pulir usted el aterrizaje, ha de pulirlo mucho. Sí señor», me quedé perplejo y pensativo, pero cuando a media tarde apareció en el bar de la piscina el marino gordo, montado en un ciclomotor, me pidió una azumbre de cerveza y se excusó por no tener más que chorizo que ofrecerme y que la próxima vez me prometía lomo embuchado y queso de cabra, las piernas me empezaron a temblar. Eso hay que entenderlo, ¿no?
Al grupo de la piscina se le fueron añadiendo vecinos y las conversaciones derivaron en lo cotidiano, asuntos tales como la plantación de ajos y habas, el que tú has mirado a mi mujer de malas maneras, la preparación para la recogida de la aceituna, y tú no me hables así que te abro la cabeza, y la desaparición de las abejas, que parecía no afectar a las colmenas de Ardelcamino del Monte. Uno de los niños se cayó, pelándose la rodilla izquierda, que empezó a supurar y a sangrar. Elena, la farmacéutica, tras comprobar que Macario Chang, el médico de Ardelcamino, estaba, afortunadamente, ausente, como de costumbre, le soltó un salivazo a la rodilla, la frotó con una servilleta de papel y, con un Sana, sana, culito de rana y un cachete cariñoso en el culo, mandó al crío a casa de su abuela. Los otros, los veintiséis niños y niñas restantes, lo siguieron con risas y canciones malintencionadas. El médico del pueblo era un chino muy inteligente, devoto defensor de las flores de Bach, la homeopatía, la imposición de manos o la magnetoterapia, y que debido a la saludable naturaleza de la población apenas servía para dar unos puntos en algún roto, así que se desfogaba practicando su medicina con los animales de granja, motivo por el cual se le veía poco por el pueblo durante el día.