Cuando el vencejo agoniza

La vela mayor era un trapo viejo y desgastado al que el viento apenas azotaba. El casco mostraba las huellas de años de navegación. Mirando al detalle se adivinaban todas las tormentas, las calmas, las trasluchadas y los embarranques. El navegante lucía las cicatrices de toda una vida de mar en mar. Ya no recordaba el día en el que decidió embarcar para conocer el mundo. Lo había olvidado para olvidar también el desamor que le empujó a huir.

El navegante sabía las playas, los cabos, las corrientes, las nubes, las olas, las radas, los puertos, sabía los acantilados, las gaviotas, los alcatraces, los cormoranes y los pingüinos, y sabía los tiburones, los delfines, las focas y los bancos de sardinas, pero quería más. Seguía y seguía en su eterna singladura buscando alimentarse de conocimiento, sin descansar nunca, como un vencejo en vuelo perpetuo tras los insectos.

Creyó en el infinito, se aferró a lo inabarcable y preparó sus pulmones para respirar aires distintos por toda la eternidad. Al doblar aquel cabo con un duro viento de levante y ver de nuevo en el horizonte la casita blanca con contraventanas de un índigo luminoso, la casa donde nació, supo que su mundo era finito, que ya lo había visto todo, y agonizó.

Enviar comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Pin It on Pinterest

Share This
¿Te Puedo Ayudar?