A seis kilómetros de la frontera con Portugal vieron crecer esas nubes de un blanco puro que traen tormenta. Los cinco años de sacrificios habían dado resultado: Un precioso bebé de tres años, un Seat 124, una pareja maravillosa y el ahorro suficiente para viajar. Esta vez a Portugal, pero luego al mundo. No. Más allá, al Universo. Ese era el plan de vida que una tormenta de verano cayendo sobre el asfalto de una retorcida carretera comarcal envió a la puta mierda. Y Maite se quedó sola.
— ¿Usted cree que esto me dará para vivir? —Le preguntó Maite al gestor antes de firmar el contrato de alquiler del kiosco de chucherías.
La respuesta le dio igual, no tenía más opciones. Un viernes de abril a media mañana abrió las puertas el «Kiosco de Maite», en una esquina entre el colegio de los jesuitas y el instituto público. Con un mandil corto, de esos antiguos con dos o tres bolsillos donde llevar los dineros, Maite, bamboleando su melena negra, iba y venía memorizando el género: Regaliz de palo, esa es la de toda la vida, chicle Bazooka, vaya nombre, Palotes, pues sí, Flag golosinas, qué cosa más rara, Caramelos Pez, no tiene sentido, Confites de anís, vale, Pitagol, A ver…Sí, Sidral, bueno, Kojak, como el de la tele, Pipas y quicos Churruca, claro. Sonó el pito del instituto y una espesa nube de adolescentes se abalanzó sobre Maite.
— ¿Y no te aburres de estar aquí sentada todo el día?
— ¿Y no tienes familia?
— ¿Y solo comes chuches?
Maite comenzó una relación estrecha con los alumnos de los colegios y con los hijos de los vecinos. El negocio iba bien y a los chavales les gustaba escuchar sus cosas.
—Maite. Cuéntame otra vez a dónde vas a ir.
Y Maite contaba una y otra vez cómo estaba ahorrando para poder viajar lejos, muy lejos. Tan lejos como las nubes del cielo o más arriba, hasta lo que diera el mundo. Ya puesta, soltaba la imaginación y contaba que en tal o cual estrella conocía al alcalde; o que, al otro lado de la Tierra, en lo que llaman Australia, la esperaba desde hacía tiempo el presidente de los canguros, que había sido íntimo amigo de su marido y de su hijo. Los viajes de Maite calaron en el barrio, y cuando se volvió rubia y en el kiosco empezó a vender más frutos secos, Blandi blub, fritos, melones, gominolas, ositos, peta zetas, palotes, tubos de gelatina, y aún seguían las Churruca, los Kojak y los flag, que ya se llamaban flash, y las chocolatinas, entonces aparecieron los hermanos pequeños, los sobrinos y algún hijo, con la historia bien sabida.
—Maite. Cuando viajes a Australia ¿te encontrarás con el acalde de la Estrella polar o eso será después?
Y Maite explicaba pormenorizadamente sus planes ante la mirada embobada de una caterva de chavales.
El kiosco de Maite se convirtió en un punto de reunión. ¿Dónde quedamos? En el kiosco de Maite.
Hubo reforma, sí, y se hizo moderna, con una caja registradora que parecía de ciencia ficción, y múltiples cajitas con caramelos, unos blandos, otros duros, unos fuertes y otros suaves, de este sabor, de aquel sabor y del de más allá, con azúcar y sin ella, cajas con frutos secos infinitos, exóticos, con cáscara o sin ella, crudos o tostados, y, naturalmente, flash y pipas Churruca. Y un renacido Tigretón.
Para esas fechas Maite, con su cabello azul, ya tenía programado un periplo que le llevaría de Barcelona a Tánger, de allí, atravesando el Sahara, hasta Kenia, luego de vuelta hasta el Atlántico, América, la Polinesia, China, India, Portugalete, Castuera, provincia de Badajoz y, de allí, a Australia.
El consumo diario de chuches bajó debido al auge y divulgación de las dietas sanas, pero Maite lo compensaba con los paquetes de cumpleaños y fiestas de todo tipo, envueltos en papeles tan plateados como sus cabellos, mucho más rentables que el menudeo diario. Las fuerzas ya no eran las mismas que hacía cuarenta años, pero no quiso contratar a ningún ayudante, llevaba una vida sola y sin ayuda, y así seguiría.
Cuando Sanidad prohibió las chuches «El kiosco de Maite» seguía siendo «El kiosco de Maite» para todo el mundo, aunque pusiera «Bazar Faisán», y los niños, que ya eran nietos, se seguían reuniendo delante para contar las aventuras de Maite en la jungla de Congolandia o cómo robó el tesoro del príncipe del Sol aprovechando una siesta, mientras pelaban una mandarina.
Entretanto Maite le compraba un billete de primera clase para Melbourne a la enfermera del geriátrico mientras sentía de nuevo el aliento de su marido y el perfume de la piel de su hijo.