Borborigmos

A los doce años y gracias a un buen maestro que tuvo, Andrés Lindo Cabezón pudo superar el complejo que le producían las chanzas de sus compañeros a cuenta de los apellidos y lo desproporcionado de su cráneo. A esos escasos doce años Andrés aprendió a relativizar las cosas y a respetarse en lo que valía, creciendo como un hombre tenaz y constante, con un objetivo claro. De pocos amigos, sí, pero muy respetado por la comunidad. Dedicó su potencial a un oficio solitario y rentable, apostador en bolsa. Gracias a su buen ojo, y vete a saber qué más, desde su despacho, a  través de la red, hizo una fortuna que le permitió retirarse a los treinta y nueve años, y poder volcarse de lleno en su pasión secreta, el modelismo. Por el camino se casó dos veces con dos mujeres despampanantes, una muy inteligente y la otra estúpida, que, a pesar del dinero, no pudieron soportarlo  más de un año. Ahora Andrés no recuerda cuál era la una y cuál la otra.

En su casa de la parte alta de Barcelona, Andrés había habilitado el garaje subterráneo como taller de modelismo y sala de música, un local totalmente aislado del ruido exterior, con una puerta blindada y lavabo, donde pasar las horas y los días desarrollando sus proyectos. Sonaba la voz de Kirk Douglas cantando «A whale of a Tale» cuando, satisfecho, Andrés terminó de fundir el último de los setenta y cuatro cañones del «San Juan Nepomuceno», el navío en línea que estaba construyendo guiado por el facsímil de los planos originales, fabricando cada una de las piezas a partir de la materia prima. Un trabajo brutal que le absorbía las horas, el sueño y los sesos.

Posiblemente llevaba más de diez horas encerrado, se levantó del asiento con una sonrisa de satisfacción, cogió la llave de la puerta, al lado del torno, junto al depósito de maderas, retiró ligeramente la mesa de dibujo, recogió un saco de diminutos ladrillos árabes, abrió la puerta y subió las escaleras dispuesto a estirar las piernas durante unos veinte o treinta minutos. Del hueco de la escalera colgaban aviones de todas las épocas: una reproducción del «Flyer I» de los hermanos Wright, el Fokker DR.I de von Richthofen, un «Spirit of Sant Louis», una «Soyuz 19» y un «Apollo 11», en total una veintena de naves que criaban dedos de polvo por encima. Como un Gulliver cualquiera se sentó en el pequeño sofá del salón, que asomaba entre dioramas del desembarco en Normandía, torres mudéjares, columnas de blindados alemanes que desfilaban conjuntamente con la caballería napoleónica y los jinetes de Atila. Junto a un convoy del «Simplon Orient Express» había un pequeño bloc de notas que Andrés usaba para apuntar ideas, y en el suelo, comandando una interminable flota de barcos que se perdía  en el pasillo, había un plumero con su funda de plástico, absolutamente ajeno a su función principal. Un simple estornudo hubiera levantado una tormenta de polvo sobre el océano de parquet.

Andrés tomó la decisión de estrenar el plumero y dedicar un rato a trasladar polvo de un sitio a otro en aquel universo inerte. Se levantó del sofá masajeándose las lumbares y, al agacharse a por el plumero, vio, por el rabillo del ojo, unas siluetas moviéndose en la cocina. Dio un respingo y un paso atrás que, a poco, no destroza el «Halcón Milenario».

— ¿Quién anda ahí? — preguntó con cautela y sin atreverse a mover un dedo. No hubo contestación. — ¡Hola! — Silencio. —Ya me imagino cosas —pensó. — ¿Qué hora será?

El reloj de la cocina marcaba las nueve y siete, y no había gente; estaba con el mismo desorden de siempre, con los pequeños muebles de diferentes épocas amontonados por los rincones, incapaces de acomodarse en las ya atestadas casitas de muñecas. Andrés se asomó a la puerta del jardín y allí tampoco había nadie. Todo estaba bien. Fue a la puerta principal y miró a la calle, una calle estrecha flanqueada de mimosas y, como todas las calles de los barrios lujosos, con tráfico nulo y escasos paseantes. Como de costumbre, la única persona visible a esas horas era la venerable Marina Castro, actriz retirada, y Andrés decidió salir a preguntarle si había visto extraños por el barrio; si alguien sabía algo esa era Marina Castro.

— ¡Doña Marina, doña Marina! — llamó Andrés acelerando el paso al ver que no respondía — ¡Doña Marina! —insistió poniéndole la mano en el hombro.

Marina Castro ni se inmutó, y Andrés palideció al ver como su mano atravesaba el hombro de la señora y se escurría hacia abajo. Volvió a tocar el hombro de la actriz con el mismo resultado, y se quedó allí, clavado, viendo como la mujer se alejaba unos metros. Insistió, sin saber cómo la actriz volvía a estar delante de él, le puso la mano en la cabeza —Esto le molestará y me dirá algo— y su mano cruzó de nuevo el cuerpo de la mujer — ¡No jodas! —exclamó.

Andrés corrió calle abajo hacia la avenida, hasta encontrarse con diez o doce personas que circulaban por allí. Se dirigió educadamente a un hombre joven que no solo no le respondió sino que, además, atravesó a Andrés de parte a parte, siguiendo su camino. Al atravesar al séptimo vecino, el modelista llegó a la conclusión obvia: «He muerto. Dios mío, he muerto en el taller». Entonces se dio cuenta del extraño color del cielo, un naranja sucio y roto nada usual a las diez de la mañana. Pasmado regresó a casa pensando en su muerte, que no había sido nada traumática, y que si la muerte se trataba de eso, de hacer de fantasma durante una eternidad, no estaba tan mal. Pasó al lado de Marina Castro que seguía caminando sus buenos quince metros para volver al punto de partida.

—No, esto no va  a ser tan bueno —dijo en voz alta—. He muerto atrapado en un momento determinado de la historia que se repite como en un GIF. ¿Voy a pasarme la eternidad viendo a esta vieja caminar siempre los mismos quince metros? —Gritó mirando al cielo anaranjado.

Meditando sobre la muerte y viendo la soledad que le rodeaba en aquel preciso instante de la historia llegó a la conclusión de que no se diferenciaba tanto de su vida. Había sido un tipo solitario. Educado, pero solitario. Se había rodeado de cientos de maquetas del mundo real y del imaginario, y ahora, muerto, deambulaba por una gigantesca maqueta de cielo anaranjado. Pasearía por ese mundo como en vida paseó por el modelismo, disfrutando de los detalles. —No estaré tan mal —reflexionó justo antes de pensar en su cuerpo. Su cuerpo carnal debería seguir en el taller, desplomado en el suelo, y en nada comenzaría a descomponerse, a oler, a criar larvas. — ¿Y si estoy a tiempo de unirme de nuevo a él y resucito? — Andrés corrió hacia el sótano.

— ¿Quién habrá encontrado el cadáver? —se preguntó Andrés. Allí, en el sótano, no había cuerpo —, si no hace tanto rato que he muerto…Bueno, no está tan claro. ¿Cuándo entré al taller? ¿Ayer a media tarde? Hace casi doce horas, y puedo haber muerto en cualquier instante. ¡Joder!, doce horas y sin haber comido nada —En ese preciso momento le rugieron las tripas como si se tratara de un coro de sapos cantando a la luna —. ¡Qué molestos borborigmos!, y que nombre tan ridículo para unos ruidos intestinales.

Se le erizó el vello, miró a derecha e izquierda, tocó la maqueta del «San Juan Nepomuceno», la apretó fuertemente, y entonces lo tomó el terror.

 

 

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